sábado, 9 de agosto de 2014

EL BOLEO

Este incidente tuvo también lugar en los remotos tiempos de enero de 1945, en la primera o cuando mucho la segunda semana. Al igual que el cine, yo no sabía qué demonios era el boleo en Atotonilco el Alto, ciudad a la que acabábamos de llegar la familia del rancho El Salvador. 
Mi compañero de primero, Jesús Villagrán, después de salir de la escuela, me invitó de improviso a ir al nombrado asunto. Acepté de manera similar a lo del cine, para no desentonar y hacer lo que hicieran mis condiscípulos, aunque me vinieran nuevas sorpresas, consciente de que este compañero era el más vago del salón.  
Empezamos a caminar por la calle Juárez, la misma de la escuela, hasta donde terminaba en el puente rastrojero, y seguían de inmediato las famosas huertas de naranjos del llamado con justicia El Vergel de Jalisco. Caminamos unos cincuenta metros por el respectivo callejón estrecho que separaba las huertas con cercas de alambre de púas, tejidas con ramas de huizache, hasta encontrar mayor espacio en el piso, donde entraba una zanja regadera y había menos espinas. Y para adentro por la pequeña hondanada.  
De los hermosos, bien cuidados y productivos árboles cayéndose de doradas y finas naranjas, destinadas a los mejores comensales nacionales y extranjeros, empezamos a hacer nuestra cosecha, sirviéndonos como recipiente principal la bolsa conformada con la camisa fajada y desabotonada en el pecho. Ya terminábamos nuestra faena, cuando de repente, como una aparición terrorífica, salió el huertero encargado de la propiedad con una escopeta en las manos, que con un rosario de palabras altisonantes nos recordaba la familia. Nos soltó unos plomazos, al viento gracias a Dios.
En una carrera que nos envidiaría un corredor profesional, salimos como almas que lleva el diablo, sacando en la ropa, sólo unos pequeños garranchones, al pasar de nuevo por el mismo sitio de la cerca de alambre y espinas. Las pequeñas heridas no eran nada y pasaban desapercibidas contra la zozobra y el miedo que nos cargábamos, o cuando  menos yo. 
Al día siguiente y hasta unos después a nuestro ilícito pero emocionante y adrenalítico acto, le preguntaba temeroso a mi contlapache si el huertero no nos iría a buscar a la escuela, a nuestras casas, o acusarnos ante la directora. Éste se mofaba diciéndome que en la escuela ya lo habían acusado antes, y que a los tíos con quienes vivía, ya no les importaba mucho lo que él hiciera o dejara de hacer.
Con el tiempo el asunto quedó como excitante y muy peculiar recuerdo. Mi condiscípulo años después se trasladó a Guadalajara donde consiguió un buen trabajo. En sus visitas a  Atotonilco me invitaba en broma a repetir el evento.
Nuestra ciudad, también llamada lugar de naranjos en flor, fue a fines del siglo XIX y la primera mitad del XX, un importante productor de naranjas de mesa que se exportaban a varios países, principalmente por la respetable familia Valle. El escritor José López Portillo y Rojas dijo en una de sus obras que todo Atotonilco olía a azahares. También era sobresaliente su producción de otros frutos y hortalizas como guayaba, mango, café, cebolla y pepino. Este último semi industrializado por la citada Casa Valle, donde obtuve mi primer trabajo formal al salir de la primaria, durante varios años fue proveído a la empacadora Clemente Jacques de la ciudad de México. 
Respecto al café, aunque ahora prácticamente ya no se produce en sus escasas huertas, es tradicional la preparación del extracto artesanal en varios establecimientos de la población.  Hay muchas anécdotas acerca de los efectos del consumo de este café concentrado atotonilquense, de las que mencionaré las dos siguientes.
En una visita a Atotonilco del gobernador (1953-1959) e importante escritor Lic. Agustín Yáñez (1904-1980), autor, entre otras obras, de la trilogía alteña Al filo del agua, Las tierras flacas y La tierra pródiga; lo invitó la crema y nata de la sociedad a tomar café que preparaban entonces los señores Carlos y Abraham Ibarra en su hotel La marina, donde se hospedaba el célebre personaje, quien al responder a la advertencia en el consumo del bebedizo, que estaba acostumbrado a tomarlo, lo tuvieron que pasear los anfitriones varias horas en la noche madrugada, para que conciliara el sueño.
En una de las reuniones semanales de un grupo de comensales en el restaurante del hotel Vista Guadalajara en el centro comercial Plaza del Sol, llevé una botella de este aromático producto, cuyo sobrante junto con los licores no consumidos nos resguardaban ahí para la siguiente reunión, extrañamos el siguiente miércoles, la ausencia de uno de los meseros que nos atendía regularmente, quien no obstante de prevenirles acerca de su ingestión, tenía  incapacidad médica de dos semanas, al tomarse, de contrabando, una no muy escasa ración.