miércoles, 1 de junio de 2016

UNA HISTORIA COMO TANTAS

Tendrá unos setenta y tantos, a lo mejor ochenta; se ve que fue una mujer hermosa, con todo y que su físico esté maltratado. Denota un carácter distinguido y de mujer de mundo. Al salir al pasillo de su puesto de comida en el mercado municipal, sus pies vendados ocultan várices y otros padecimientos añosos; no obstante atiende ágil y diligente a la clientela, y si ésta no existe, siempre está ocupada preparando algo.  
El hombre que la auxilia en el manejo del negocio, es bastante menos viejo; unos cincuenta y cinco, sesenta. Es un hombre robusto, chaparro y de rasgos indígenas. Renquea. Pudo haber sido soldado o cargador; su devoción a la señora, luego se ve que es muy especial.  
En los cuarentas del pasado siglo veinte, la casa de “La Canica” era una de las más socorridas por los parroquianos pudientes y distinguidos. Las no más de diez muchachas que ahí trabajaban, a diferencia de las otras casas de diversión del lugar, eran elementos más distinguidos en el medio; bien capacitadas y entrenadas por su patrona, Doña Martina, para departir y convivir con su clientela local y de lugares vecinos; seleccionada de manera rigurosa por la dueña. 
Elena Robles era la adquisición más reciente de la casa. Llegó ahí aferrándose a lo que consideró, como varias de las demás muchachas, una tabla de salvación a sus desgracias. Un ingeniero de caminos, medio pariente, la había deslumbrado y engañado, en lo que mucho tuvieron que ver las facilidades de su mamá. Con la desgracia encima, tanto la propia familia, como la del novio que tenía, al no querer pasar ninguna el trago amargo de la deshonra, dejaron a la infeliz muchacha deslizarse en el barro de la prostitución.   
El pretendiente, cuando sucedieron los hechos, ya tenía rato disputando el noviazgo con  un subteniente del destacamento militar asentado en el lugar. En una boda al calor de las copas y más de la condición en que andaban, llegaron a las manos y a las armas, tocándole perder la vida al teniente y al novio la tierra. Las insistencias de algunas de las pupilas de la canica acabaron convenciendo a Elena para ingresar al lenocinio.  
Las cosas, sí se puede decir así, iban saliendo. El nuevo manjar de la casa de citas era apetecido por muchos de los clientes; pero no cualquiera lo obtenía. La muchacha se manejaba con ciertas normas que muchos no llenaban. La señora de la casa conoció luego los buenos sentimientos de su nueva pupila, pero también conocía bien las posibilidades económicas de su negocio, y obviamente, lo que cada muchacha y cliente  podía dejarle.  
Uno de ellos se encaprichó de Elena. Era bastante violento y medio loco con copas. En una ocasión juró que Elena se las iba a pagar por haberse negado a acompañarlo, llevándose esa vez a varias muchachas al mismo tiempo, a quienes hizo vejaciones terribles que prometió repetir en la compañera de éstas.  
En la temida como esperada siguiente visita del pelafustán, su objetivo era ensañarse con Elena. La matrona de la casa trató enérgicamente de disuadirlo; al no lograrlo le pasó a escondidas a su pupila una pequeña pistola calibre 25, para que en última instancia se defendiera del rufián. Éste se la llevó a una de las habitaciones y la mancilló desaforadamente hasta dejarla exhausta; para enseguida continuar golpeándola furiosamente. La víctima se defendía infructuosamente, devolviendo algunos golpes, que hicieron que el agresor, más enfurecido, tomara su pistola de la ropa que había dejado en una silla. Elena se le anticipó disparando mortalmente con la pequeña pistola que había escondido debajo de la almohada.  
En el juicio, si se pudo llamar así la farsa que se hizo, de nada valieron las declaraciones de descargo de la patrona, sus demás pupilas y el mozo de la casa, un jovencito que había causado baja del ejército a unos meses de su ingreso, por una herida en combate. La familia de Elena no prestó mayor ayuda, y la del occiso presionó con dinero e influencias para que se  castigara a la acusada con los veinte años de sentencia que entonces se daba por homicidio. El mozo fue la única persona que la visitó y ayudó durante su condena.  

Al salir de la prisión en los sesentas, Elena trabajó como sirvienta en varias casas y en la última el dueño, funcionario municipal, a quien le gustaba su arte culinario, le consiguió un puesto en el mercado municipal, que hasta la fecha maneja, ayudada por el fiel mozo que ha sido su apoyo y pareja desde su encarcelamiento.      

LOS AÑOS DE LA ESCUELA PRIMARIA

Ingresé a la escuela primaria el lunes 1 de enero de 1945, cuando iba a cumplir nueve años. Mi certificado de esta enseñanza básica y la de Contador Privado por correspondencia en la Escuela  Bancaria y Comercial de la ciudad de México, que cursé después, son mis únicos estudios oficiales, aunque toda mi vida, principalmente por interés propio y también por requerimientos de trabajo, cursé becas, diplomados, conferencias magnas y otras oportunidades de aprendizaje. 
Habíamos llegado del rancho El Salvador a Atotonilco el Alto, cabecera municipal y entonces principal ciudad de la región,  porque en donde estábamos, como en general en todo el medio rural, no existía ningún tipo de escolaridad. No pocas personas habían reconvenido a mi papá para que nos diera escuela y no quedarnos de burros, con especial dedicatoria a mí, aunque mis hermanos María Mercedes y José Luis que me seguían, ya estaban también en edad escolar. Así, mi abuela materna y madrina de bautizo, Emilia González Franco, puso a nuestra disposición, compartida con otros inquilinos, su casa en el pujante lugar, llamado también El Vergel de Jalisco. La finca era la Núm. 31 de la calle Juárez, que después cambió a Colón, conformando el eje oriente poniente y su nomenclatura a los actuales Núms. 109 a 113.   
Entré junto con mi hermano mencionado, a la Escuela Oficial Urbana Foránea Núm. 15 Benito Juárez para Niños, y mi hermana a la 16 Lázaro Cárdenas para Niñas. La primera ubicada en la esquina de la citada calle Juárez esquina Madero y la ahora López Cotilla, entonces llamada Jardín Hidalgo, y la femenil en 5 de Febrero y Jardín Hidalgo. En el primer sitio existe ahora otra  institución escolar y en el de la segunda, reconstruido, una propiedad particular. A estas escuelas en su momento ingresaron mis otros siete hermanos, Ramón, Cipriano, Adolfo y Jorge; María de la Luz, Evangelina y Rosa María, respectivamente.  
Nos inscribimos solos mediante la solicitud verbal que mi papá había hecho ese lunes muy temprano, que al cabo según mi mamá, estaban muy cerca las dos. Obviamente  pedíamos atemorizados los tres que nos acompañara. 
-¿Y qué vamos a decir?
-Su papá ya arregló, les van a preguntar sus nombres y tú, no te llamas nomás Jesús, sino Felipe de Jesús. -¡Primera noticia después de nueve años!
Ya en la dirección.
-Mi hermano es José Luis y yo Jesús -ni en cuenta lo de Felipe, y al codazo que éste me dio rectifiqué, pero por escasez de espacio anotó únicamente el primero, y así fui sólo Felipe hasta que en tercer año me animé a pedir la corrección. El incidente y sus complicaciones familiares, y al tiempo varias discrepancias resultantes en el Registro Civil, las describo en otro relato.  
Mi directora fue la maestra María Felícitas Sánchez Ramírez, originaria de San Miguel el Alto, que también impartía sexto año. Entre los maestros a su cargo recuerdo a Alicia Contreras, Ma. Dolores Flores y Jesús Sotelo. En la Lázaro Cárdenas la directora era Carmen Rodríguez y como colaboradoras su hermana Rosa, Odona, mamá de la Srta. Lola
y Josefina Rodríguez Pantoja, sobrina de mi directora, quien al tiempo ocupó en la femenil la dirección. Las escuelas primarias privadas o de paga, eran el pomposo Colegio Atenas para niños de la afamada profesora María Guadalupe Escoto, y para niñas, el Colegio Colón, manejado por religiosas. El horario de clases en todas era de 9 a 12 a.m. y de 3 a 5 p.m. de lunes a viernes.  
Aparte, la señorita Seferina González tenía una especie de preprimaria donde preparaba de manera muy acreditada niños y niñas, que salían a segundo año de primaria, normalmente destinados a las escuelas de paga, por ser de familias con recursos económicos. Ahí, aparte de ella, los maestros eran sus sobrinos  Guillermina Rivera Gutiérrez, Teresa de Jesús Gutiérrez García (mi esposa) y Andrés “Chicho” Rodríguez.   
La recámara principal de la casa, que daba a la calle, llamada de la ventana o pieza verde, quedó a la disposición de la abuela Emilia, para ella y los familiares que iban al pueblo por diversas razones, lo cual era de ordinario los domingos. Mi mamá se encargaba de atenderlos a todos. En esa pieza se veló a su muerte a ella y a la tía Amelia al fallecer en el Saucillo, que menciono más adelante. De los parientes políticos que más frecuentemente iba, por sus negocios en Atotonilco, era el tío Alberto Navarro Navarro, esposo de la tía Julia.  
Los inquilinos mencionados que vivían ahí cuando llegamos, eran, en una recámara grande de la planta baja, don Jacinto García y doña Úrsula su esposa, padres de Manuel García conocido por “La Pavita”, que desde el principio fuimos amigos. Se dedicaban a la elaboración de huaraches y Manuel jugaba en la segunda de fut bol del Atotonilco y yo le cargaba la maleta en los entrenamientos. En uno de éstos estando de pie, una bola perdida me impactó en el estómago. Me levantó  en vilo quedando sin aire varios instantes.  
En la planta alta vivían don José María Hernández Lara y su esposa doña Concha Michel, personas mayores, de La Piedad, Mich. Él era empleado del ayuntamiento encargado de las guías fitosanitarias, y ella elaboraba arreglos o azahares para ceremonias, que vendía bien incluso a clientes foráneos. Nos ocupaba como ayudantes, principalmente a Mercedes y a mí. Tenían dos hijas, Rosario y María, radicadas en Guadalajara.  
En Atotonilco nos era desconocido todo, pues en las zonas rurales, y en especial  los dos ranchos en que habíamos vivido, privaba un aislamiento geográfico y social mayúsculo. Aparte de caminando, sólo se trasladaba en animales domésticos y eventualmente en carretas o aparatos similares accionados por éstos. No se conocía, por ejemplo, si radio, cine, teléfono, telégrafo, futbol, y muchos etcéteras, eran cosas de comer, tomar o ponerse;  tampoco los regalos de navidad ni de los santos reyes. En Garabatos lo que sí conocí fueron los discos de pasta, frágiles, de 78 rpm, que como mi abuela, contadísimas personas tenían y que se escuchaban en victrolas de cuerda RCA Víctor.  
No obstante en El Salvador, a la edad de cuatro años, tuve la fortuna de escuchar a mi padre leernos, con no poco esfuerzo por su casi analfabetismo, pues había aprendido a leer y poner su nombre en un silabario y cartilla de san Miguel, cuidando las chivas de su papá, la historia de Guillermo Tell en un libro, infantil o juvenil, sin las primeras hojas, que encontró sin dueño. Este prematuro pero extraordinario y providencial suceso, fue la semilla que en su momento germinó mi afición a la lectura y a los libros, y también al cine y los comics. Las vicisitudes y el heroísmo del personaje del libro, me impactaron de tal manera como valores irrestrictos a seguir, identificados en gran parte en mi progenitor.   
Cuando llegamos, mi padre se asoció con su primo, el tío Baudelio de la Torre de la Torre, quien se había independizado de su familia en Garabatos muchos años antes. Adquirió  un camión nuevo marca Fargo para fletear, en lo que el primo le enseñaría el oficio a la par que a conducir, encargándose el aprendiz de las faenas de carga y descarga. Como la participación de la contra parte fue insustancial, el trato tuvo que deshacerse, con el primo novato acaso empezando a tomar el volante.  
Con una carga de familia muy pesada, desempeñó varios trabajos, entre ellos, con el camión, en las flotillas de transporte de la construcción, en pleno cerro, de la empresa textil industrial Fábricas Unidas de Atotonilco, que procesaría fibra de linaza de los plantíos de la zona de los Altos, que a fin de cuentas fue un fracaso fraudulento desde su inicio. Al tiempo logró adquirir un carro de sitio y después otro con el que se accidentó yendo con pasaje a la frontera con E.U., según menciono más adelante.    
Mi madre había llegado de El Salvador bastante desmejorada de salud, por exceso de trabajo, deficiente alimentación y cinco hijos seguiditos. Se le diagnosticó una anemia muy severa. Aunque las cargas de trabajo no las pudo mejorar, la alimentación era un tanto mejor, y en su recuperación, aparte de algunos medicamentos, contribuyó mucho tomar en ayunas un jarro grande de leche recién ordeñada, con unas gotas de yodo; por el que yo iba a una ordeña que estaba a la vuelta de la casa por Colón, entonces Juárez, en el barrio de los posos, en la esquina de lo que ahora es Gral. Negrete.  
A la llegada a nuestro destino urbano, me propuse aprender aprisa todo lo que pudiera, para que mis compañeros de escuela y otras personas a las que trataba, no se burlaran de mí. Descubrí de manera sorprendente en la primera semana de clases, por invitación de sendos compañeros de salón, el cine y el boleo (robar naranjas en las huertas), que relato por separado. Ocupé rápido el primer lugar como alumno, manteniéndolo indiscutible hasta el sexto año. Por ello, para algunos compañeros, fui el consabido “machetero” objeto de sus sarcasmos. Esta  posición era, eventualmente, también objeto de menosprecio de los maestros, que querían ver alternancia de otros alumnos y no sólo “el mismo de siempre”.   
Como ejemplo, en una de las competencias de ortografía entre los grados cuarto, quinto y sexto, “perdí” al calificarme la maestra de cuarto Dolores Flores con B en vez de V el nombre propio de vaca, al ver la letra un poco más alta en la primera parte, pero ni remotamente para considerarse B en tan fácil pregunta, sin hacer la aclaración  correspondiente.   
Aparte de otros incidentes similares en el mismo tenor, el siguiente fue muy desconcertante para mí.   
Las autoridades escolares convocaron a un concurso estatal de alumnos de sexto año de primaria, mediante eliminatorias locales y de zonas para un gran final en Guadalajara. Las bases indicaban con claridad que se competiría de acuerdo al desarrollo de calendario del programa de estudios. Con todo, quise  estudiar las clases faltantes del ciclo, pero la directora no lo consideró necesario.   
Llegué a la final en la capital del estado, ganando de calle las etapas locales y regionales.  Los cuestionarios de todas maneras traían preguntas de las lecciones finales no estudiadas, que no obstante, pude contestar con algunas dudas obvias.  Al pedir aclaraciones al inspector de zona, no obtuvo o no quiso mostrar los listados de las calificaciones en cuya revisión había participado; concretándose a decir,  de manera poco convincente, que había obtenido el cuarto lugar a unos cuantos puntos de los ganadores. Supimos luego que los agraciados tres primeros lugares no eran tan aplicados, pero sí familiares y recomendados especiales de sus respectivas presidencias municipales.  
El entonces presidente de Atotonilco, Dr. Rafael Velázquez, en audiencia con la maestra Felícitas y el que esto escribe, ofreció aclarar las cosas y en un evento especial premiar de todas maneras mi actuación; proponiéndome, a bote pronto, como si tuviera atractivo alguno,  aprovechar una vacante estatal para agente de tránsito, que en lo personal, con todo respeto para dicha ocupación, no me interesaba. No pasó nada. Varios años después, ya como funcionario en Banamex, lo visité en su consultorio médico cerca del mercado Alcalde, en el centro de Guadalajara. A tono olvidadizo primero, pero ya bien identificado el punto, no le quedó más que acordarse de su falsa promesa y comparar favorablemente la diferencia entre su ofrecimiento y lo que había podido obtener con trabajo arduo y eficiente en el banco. 
Desde el primer año escolar, por ayudar, intervine en diversas labores en la escuela; como el manejo de la cooperativa, cobrar los sueldos de los maestros en la oficina de rentas, pequeños arreglos a las instalaciones escolares, y otras cosas.  
En relación al cobro de los sueldos, que lo hacía acompañado de un condiscípulo, en una ocasión al estar repasando visualmente el conteo que nos estaba haciendo el jefe de rentas, que era un hombre muy altanero y autoritario, vi que nos estaba dando de más. No permitió siquiera decírselo y como le urgía salir, prácticamente nos corrió. Afuera en el batiente de una ventana, contra la opinión de mi compañero, que decía que no existía error y que si lo había no lo regresáramos para que se le quitara lo mulo al viejo. Lo obligué a participar en el recuento, y al devolvernos rápido para alcanzarlo y regresarle el sobrante de $110 o 120 pesos, que era mucho dinero a mediados de los cuarentas; nos dio las gracias con un “traigan acá, pendejos” ¡¿Qué habría pasado si en lugar de sobrante hubiera sido faltante!? ¡Todavía estaríamos tratándolo de aclarar!  
Jugábamos volibol en el patio bastante grande de la escuela. En la azotea de la cuadra, que enmarcan las calles Juárez, Jardín Hidalgo, Madero y 5 de febrero, don Benjamín Navarro, propietario del Centro Social Recreativo Atotonilco, que daba frente a 5 de Febrero y que ahora es el restaurante Portofino, mantenía suelta una perra bravísima. Ya empezando a anochecer un día se nos fue la bola al techo y me propuse bajarla, pero mi condiscípulo Francisco Hernández Muñoz se empeñó en acompañarme, cuando yo insistía que el animal podía ver más fácil a dos. La perra, en plena penumbra, que yo veía como un descomunal monstruo, se nos echó encima, tocándole a mi amigo una dentellada profunda en la planta de la mano izquierda, dándose el can por satisfecho, gracias a dios.  
Algunas veces nos íbamos de aventura. Un sábado fuimos a cazar citos por el rumbo de Lagunillas, en la parte alteña del municipio. Son unos pajaritos pequeños, seguramente ya extintos o casi, muy sabrosos, de poquita carne similar a la de las huilotas o torcacitas. Decidimos no llevar nada de comer, porque con la caza tendríamos. Anduvimos en la búsqueda vagando varias horas, y al no encontrar nada, como a las tres o cuatro de la tarde, el hambre que traíamos nos hizo atracarnos de fruta verde de unos guayabos cimarrones chaparros, que encontramos en una hondonada del terreno. Al rato empezamos a tener fuertes retortijones, que nos hicieron dar por terminada la travesía e ir a nuestras casas a comer lo que cada quien pudiera.  
Desde el principio, no obstante ser el obstinado machetero en la escuela, o quizá por ello, hice amistad con varios condiscípulos y muchachos del pueblo, con alumnos de las otras escuelas, algunos mayores de edad, y también con adultos y personas consideradas importantes. Como Víctor Lomelí y Jesús Villagrán en la primera semana, que me invitaron al cine y al boleo respectivamente, que ya mencioné, Gerardo Orozco, Cuco Ocegueda, Juan Diosdado, Felipe Orozco, Ernesto Córdova, Servando Muñiz Hernández, Salvador y Bernardo “Nitos” Mercado, Jesús Valle Vázquez, Adolfo, Norberto y Enrique “Chato” Fonseca Navarro, don Víctor y don Ezequiel González Orozco,  don José González, cuñado de don Víctor, y don Jesús González, concuño, don Bardomiano Mendoza, don Ramón Orozco González, don Alejandro y don José Orozco, Cristóbal Lozano, Ignacio y José “Pepe” Castellanos Flores, don Manuel Navarro Ruiz, don Roberto, Dr. Fernando y Carlos de Alba Hermosillo, y muchos más, que por no mencionar quiero olvidar.   
En los cuarentas la violencia del país todavía tenía sus resabios. En Atotonilco, que era un fuerte imán de concentración de varios lugares, había hechos de sangre, sobre todo los domingos y días festivos. Llegué a oír que domingo que no hubiera muertito no era normal. Tuve un compañero en la escuela que sólo recuerdo su apellido Hernández, que quedó huérfano de esa manera. Me tocó presenciar a escaso un metro el asesinato de uno de los dos hermanos apodados los Chapeteados, dueños de una tienda de abarrotes en la esquina poniente de la calle Bravo y Colón. El hecho fue en la cantina que entonces había en la finca del Mesón de San Cayetano, en Terán esquina con la ahora Dr. Espinosa, donde después, totalmente reconstruido por don Enrique Fonseca Navarro, tuvo un negocio abarrotera su hermano Adolfo, y ahora es la tienda Milano. Iba caminando por la banqueta y el emparejar las puertas abatibles de la cantina, salió el fallecido de espaldas, con un tiro de frente en el cuello casi rosándome, para caer muerto boca arriba en frente de mí.   
En las vacaciones nos íbamos a Garabatos, básicamente a la casa de la abuela materna Emilia, lugar exacto donde nací. Aprovechábamos, sobre todo las largas de verano, para visitar en el mismo rancho a nuestros demás parientes, como  la abuela paterna Francisca Hernández de la Torre, viuda también, con su segunda familia e hijos José, Felipe y Jesús, y su esposo Juan Moreno Ubario, al que siempre le dijimos sólo tío; también a los sí tíos de la Torre de la Torre al lado norte del río, cuyo cauce y parte de las tierras son ahora asiento de la presa que irriga parte del plan del municipio. Destinábamos unos días para ir a Las Hormigas, ya en el municipio de Tepatitlán, a visitar a la tía Julia hermana de mi madre y su, como la nuestra, numerosa familia formada con su esposo Alberto Navarro Navarro; ahí saludábamos también a la familia del tío, primo hermano de mi madre, Ramón Franco  González y su esposa Cayetana Castellanos.  
En una de esas vacaciones, mi primo hermano Manuel “Manuelillo” Gutiérrez Galindo, hijo de mi tía Francisca, con quién llevé una entrañable amistad, más que con ningún otro primo hermano de los más de cien que somos, había comprado una motocicleta  en  Tepatitlán y junto con Leopoldo Navarro Galindo, de la tía Julia, fuimos a recogerla, montados en ella los tres hasta Garabatos, gran parte por caminos de a pie, yo en medio, y ya de noche, con un reflector de pilas en cada mano. En una ladeada de la moto, los rayos de la llanta trasera arrollaron mi pie derecho, con todo y zapato, cortando de tajo la parte talonera, dejándome bastante mal.  
Llegamos entre matorrales y lugares de concentración de ganado. La tía Pachita después de retirarme el desgarrado zapato, me lavó con agua hervida y agua oxigenada, me espolvoreó sulfatiazol y con un trapo limpio me vendó; nada de vacuna antitétano, ni cosa parecida. En un momento confundió un colgajo nervioso del talón con las pajas pegadas, y al darle un tirón, para bien, no pasó de un toque eléctrico que casi me desmaya. Salvo eso, a dormir porque en la mañana del lunes nos esperaban nuestras obligaciones.  
Al regresar a clases a pocos días del accidente, me curaba en Atotonilco de manera similar. No me impedía que diariamente en el recreo y en la salida jugáramos futbol en el jardín hidalgo, nuestra cancha habitual, con pelota de trapos y forro de media. Me enseñé, en consecuencia, a patear mejor con el pie izquierdo, y más si se trataba sólo de penales ante los estrechos marcos paralelos de las canastillas de basquet bol.   
En otras vacaciones, navideñas, acompañé a Manuelillo a Ojo de Agua de Latillas, Mpio. de 
Tepatitlán, a preparar unas tierras con la maquinaria agrícola que había adquirido. Comenzamos con las de un tío abuelo. La comida con él era tan poca y realmente mala que  nos quedábamos con bastante hambre. El segundo día de trabajo a eso de la una de la tarde, antes de comernos lo que llevábamos, compramos con el abarrotero dos sardinas Calmex, refrescos y galletas de soda. No nos ajustó una y, gran error, dejamos la mitad de la segunda para en la noche completar la cena. A partir de las diez u once de la noche estuvimos dando vueltas continuas al corral de la casa, en campo raso, hasta que como a las cinco de la mañana se nos cortó, bendita salud de juventud, la chorrera terrible que traíamos.   
Luego nos cambiamos ahí mismo a unas labores del rico Sr. don Jesús Villa, quien nos trató de maravilla, como si de él sí fuéramos su familia, quien conocía bien a la nuestra. En lo particular le tenía mucha estimación a mi padre. Y quien no, si sus hazañas desde niño eran bien conocidas en la región.  
Para regresarnos de Garabatos a Atotonilco de unas vacaciones navideñas del 47 o 48, Mercedes, José Luis, y yo de unos 11 o 12 de edad, fui a capturar un macho colorado muy manso que se utilizaba como mil usos. Lo reconocí luego entre la manada en el plan o tierras de riego del rancho, que en las aguas ese año no se habían sembrado y se estaban preparando para las siembras de riego de invierno. A la distancia conveniente solté el salitre que llevaba como cebo en mi paliacate, y pronto le puse la soga al cuello al animal.  
El hato se arremolinó disputándose la carnada, y una de las yeguas le dio unas patadas al macho, que empezó a correr alrededor y me arrastró enlazado por la cintura. Logré, de bruces, providencialmente controlarlo unos 25 o 30 metros después. Me causó mucho más susto el ver mi cabeza a escaso un metro de las rocas que las crecientes del río habían arrojado al terreno en el temporal lluvioso.  
En el curso de quinto año, el Sr. Agustín Contreras “El Abuelito”, exjugador del primer equipo del Club Atotonilco, con la autorización de la escuela, organizó entre nosotros el Club Victoria de fut bol, en el que fui defensa derecho. Como a los tres meses de entrenar, el segundo equipo del Atotonilco, igual con adultos y grandulones como el primero, no nos quería ni ver. El equipo de Fábricas Unidas de Atotonilco, también de adultos pero no tan curtidos,  flamante y apantallador porque estaba muy bien equipado, a diferencia de nosotros que jugábamos unos con guaraches y otros con zapatos del ramo o de vestir, y de uniformes ni en piensos, aceptó a regañadientes “regalarnos” un partido, en vez de dominical, en un día festivo desocupado, creo un 5 de mayo. Dos o tres de sus elementos valentonearon que si les ganábamos dejaban tirados sus zapatos en el tradicional campo Almenas, ubicado entre lo que fue la alameda y el camino a la estación del ferrocarril.  
En el primer tiempo, que eran de 25 o 30 minutos cada uno, nos metieron con burlona facilidad 3 goles. Empezamos el complemento después de la consabida regañada del abuelito, “querían un partido ¿no? pues ahí está, sino ganamos se va a acabar el equipo” Resultó que cuando menos uno de los contrarios, Antonio Valvaneda, abandonó sus herramientas de juego en el campo, ya que les anotamos 5 veces para un contundente 5-3.  
Este club Victoria después desapareció un rato y luego se convirtió en el Independencia, el cual trascendió varios años, también surgió por ese tiempo el Cuauhtémoc, en el que jugó mi hermano José Luis, luego Ramón un tiempo en el resurgido Victoria, de donde pasó a las juveniles del Atotonilco y por último Adolfo en el, ya en liga local, Calzado Pepín. Todos en el mismo puesto de defensa derecho.      
La abuela Emilia tenía en Atotonilco entre sus propiedades, una vecindad en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces Callejón de Santa Rosa, que después le vendió a don Cristóbal Lozano, de la que pronto me encargó el cobro de las rentas. Una parte de los inquilinos, mejor dicho inquilinas, porque me tocaba tratar con las señoras, difícilmente podían, o querían, cumplir su compromiso y me hacían volver y desatinar mucho.  
Para ayudarme en lo económico, principalmente para mis gastos en libros y revistas, cine casi cada vez que se cambiaba de programa, y el alquilar en la plaza en el puesto de don Juan, de Chamacos, Pepines y otras revistas, empecé a lavarle el coche  y hacerle mandados al Dr. José Guzmán Martínez. Discurrí también en hacer saltapericos con garbanzos, clorato (que entonces se adquiría sin control alguno), y raspadura de cerillo, cuyo alcance de producción le vendía a una amiga güera pecosa y robusta que le decían la boxeadora, que manejaba un puesto de su papá también en la plaza. Este negocio duró poco, hasta que a mi hermano José Luis, al tomar a escondidas mi menjurje, que contenía un reley de coche, le explotó a la altura del tórax, destrozándole la mano derecha, en que si no ha sido por el Dr. Guzmán se le amputa, según describo también en el relato respectivo.  
A falta de los truenos, conseguí un trabajo, no muy agradable, que consistía en cargar en el camión comando para carga y pasaje que corría diariamente de Atotonilco a San José de Gracia, con parada en San Francisco de Asís, propiedad de don Antonio Gómez a quien ayudaba su hijo Jesús. Consistía en cargarle al vehículo los cueros frescos, estilando todavía algunos líquidos, que del rastro se enviaban a San José.  
Entre las labores cotidianas que me tocaba hacer en la casa, una era barrer la calle todos los días. Al lado, antes de que cambiáramos ahí la tienda, se le rentaba el local a don Miguel Parra para su sastrería. Uno de sus ayudantes, que le tocaba barrer su parte, a veces nomás aventaba la basura al lado nuestro ya barrido. Un policía maduro, no anciano, que creo le decían el ronco, se encargaba de revisar las calles. Llegó un día a reclamar que no estaba barrido y al decirle que yo había barrido como siempre, me dijo que volviera a barrer, sino me llevaba a la cárcel. Había leído en mis cosas que no se podía allanar una casa si no había orden superior; me alejé un poco del batiente de la puerta y le dije que se pasara por mí, para que viera como le iba. Con todo y su coraje se retiró sin alegar más.  
El recelo que en la población se le tenía al ejército, muy especialmente por sus atropellos durante la revolución cristera, aunque ya hubieran pasado casi veinte años, estaba muy vivo todavía. Por venir del rancho, escenario y testigo de muchas atrocidades, lo sentíamos más, sobre todo yo que había escuchado y luego leído bastante información al respecto. En Atotonilco que siempre tenía presencia militar, cada vez que veíamos un soldado, desde lejos nos cambiábamos a la banqueta de enfrente. Y ellos, que seguramente tenían iguales o similares desconfianzas, se portaban bastante hoscos con nosotros.     
Por mi afán de estudiar y conservar mi primacía absoluta como alumno y la cooperación con las necesidades de la escuela, me traspasaba mucho en la alimentación, llegando a pasarme algunas veces prácticamente sin comer todo el día. De repente en la mesa tumbaba o se me caían los alimentos de la mano. Mi papá se molestaba mucho hasta que cayó en cuenta que estaba enfermo.  
Un doctor  Dali por la calle Obregón y la 34 en el barrio de San Felipe en Guadalajara, me diagnosticó Danza de San Vito y más concretamente la variedad llamada Corea; que se debía a la falta prolongada de alimento y al tren de vida que llevaba. Me recetó una medicina a base de hierro, en suspensión, que recuerdo muy bien que se llamaba Perepar; que me fuera un tiempo al rancho. Así, estuve como niño mimado tres meses con mi tía Amelia, hermana de mi mamá en el rancho El Saucillo, entre Atotonilco y San Francisco de Asís, comiendo como rey y descansando todo el día. Me regresé totalmente recuperado a terminar el año escolar sin tropiezo ni menoscabo alguno en los estudios.   
Otro problema en esta época fue cuando tuvimos que regresar de improviso al rancho Garabatos, donde nací, porque mi papá en un carro de sitio de su propiedad sufrió un accidente catastrófico en viaje a la frontera con E.U.A., quedando sin coche y con deudas importantes. Afortunadamente un admirador suyo tenía ahí preparadas, ya en vísperas de las lluvias, dos labores para siembra de temporal que sembró y cultivó maravillosamente, sin ayuda alguna como era costumbre en él; para regresarnos al inicio del ciclo escolar siguiente, sin daño docente en absoluto. Mi padre, como he dicho en varias ocasiones, era un extraordinario agricultor y con una capacidad de trabajo titánica. Un aspecto singular de este suceso, fue que a falta de vaca, tomábamos leche de cabra, que no era  recomendable.  
Después de este incidente en que mi papá tuvo que deshacerse de un segundo carro de sitio que trabajaba con un chofer, con las deudas del accidente que tenía que pagarle al tío Gabriel hermano de mi mamá, decidió irse como bracero a los E.U.A., que conocía desde que adolescente aún, había emigrado ahí al asesinato de mi abuelo Cipriano en 1923, para hacerse cargo de su familia. Esto lo toco en un relato relacionado.  
Duraba en el norte seis meses de cada año. El patrón del ramo agrícola lo mandaba llamar previamente y con la carta de requerimiento pasaba la frontera con toda facilidad; además de que el productor del campo, lo estimaba mucho. Me enviaba los dólares para los gastos de la casa y los abonos a su cuñado, con quien pronto quedó saldada la cuenta.  
Egresado de la primaria y ya trabajando en La Colmena, tenía muchos problemas con mi hermano José Luis. Le pedí que ya no se fuera porque él y también mis demás hermanos lo necesitaban y no a mí como sustituto. Así, contra su intención de emplearse como cargador en la estación del ferrocarril, que tenía mucho movimiento, me empeñé, con discusiones fuertes incluso, que tomáramos en traspaso la tienda de abarrotes que estaba enfrente de la casa, en Javier Mina y Colón actual, que me ofrecía el Sr. José Trinidad Vázquez, con quien negocié de hecho contra su voluntad.  
Este negocio fue el principal sostén de la familia mucho tiempo. Después lo cambiamos a uno de los locales de donde vivíamos; se lo pasó luego a Ramón mi hermano y éste a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de María de la Luz. Una vez que disponía del domingo como descanso, en cuanto ingresé a Banamex en junio de 1954, lo suplía cada dos domingos. El otro lo aprovechaba seguido para irme temprano a Guadalajara en autobús, a ver dos funciones dobles de cine, según relato en “Al cine a Guadalajara”.  
En plena fiesta escolar del domingo 21 de junio de 1951, término de la primaria, de improviso se me presentaron cuatro religiosos muy bien ensotanados en café oscuro, diciéndome a boca jarro sin más que iban por mí. Ante mi lógico asombro y falta de antecedentes al respecto, me dijeron que como alumno número uno de la generación, me tenían preparado un destino fabuloso en su organización.  
Con todo y asombro, mi cortedad y enorme timidez, rechacé el ofrecimiento, explicándoles que iba a empezar a trabajar el lunes siguiente, para ayudar en todo lo posible al mantenimiento de la casa, porque éramos muchos y yo el mayor y mi padre no alcanzaba a cubrir lo necesario. Por sus modos, no podían ser más que de la Compañía de Jesús o de los Legionarios de Cristo. La información tuvo que salir de alguna parte. De la escuela, lo más posible, pero la maestra Felícitas Sánchez nunca me dijo nada. Quizá de la parroquia, pero el Sr. Cura José de la Torre Rueda, que me guardaba mucha estimación, sin duda me lo hubiera propuesto. Tal vez haya sido de las librerías jesuitas San Ignacio o Buena Prensa, de las que ya de tiempo era su cliente. En fin, nunca supe quienes me recomendaron, ni más noticias de mis entrevistadores.  
Efectivamente, había conseguido un trabajo eventual en la reconocida empresa citrícola y hortícola Casa Valle, que en lugar de uno duró tres meses, para de inmediato, a fines de  septiembre, ingresar a la abarrotera La Colmena, de la que en muy poco tiempo me hice cargo. Estas ocupaciones también ocupan relatos aparte.