Ingresé a la
escuela primaria el lunes 1 de enero de 1945, cuando iba a cumplir nueve años.
Mi certificado de esta enseñanza básica y la de Contador Privado por
correspondencia en la Escuela Bancaria y
Comercial de la ciudad de México, que cursé después, son mis únicos estudios
oficiales, aunque toda mi vida, principalmente por interés propio y también por
requerimientos de trabajo, cursé becas, diplomados, conferencias magnas y otras
oportunidades de aprendizaje.
Habíamos llegado
del rancho El Salvador a Atotonilco el Alto, cabecera municipal y entonces
principal ciudad de la región, porque en
donde estábamos, como en general en todo el medio rural, no existía ningún tipo
de escolaridad. No pocas personas habían reconvenido a mi papá para que nos
diera escuela y no quedarnos de burros, con especial dedicatoria a mí, aunque
mis hermanos María Mercedes y José Luis que me seguían, ya estaban también en
edad escolar. Así, mi abuela materna y madrina de bautizo, Emilia González
Franco, puso a nuestra disposición, compartida con otros inquilinos, su casa en
el pujante lugar, llamado también El Vergel de Jalisco. La finca era la Núm. 31
de la calle Juárez, que después cambió a Colón, conformando el eje oriente
poniente y su nomenclatura a los actuales Núms. 109 a 113.
Entré junto con
mi hermano mencionado, a la Escuela Oficial Urbana Foránea Núm. 15 Benito
Juárez para Niños, y mi hermana a la 16 Lázaro Cárdenas para Niñas. La primera
ubicada en la esquina de la citada calle Juárez esquina Madero y la ahora López
Cotilla, entonces llamada Jardín Hidalgo, y la femenil en 5 de Febrero y Jardín
Hidalgo. En el primer sitio existe ahora otra
institución escolar y en el de la segunda, reconstruido, una propiedad
particular. A estas escuelas en su momento ingresaron mis otros siete hermanos,
Ramón, Cipriano, Adolfo y Jorge; María de la Luz, Evangelina y Rosa María,
respectivamente.
Nos inscribimos
solos mediante la solicitud verbal que mi papá había hecho ese lunes muy
temprano, que al cabo según mi mamá, estaban muy cerca las dos. Obviamente pedíamos atemorizados los tres que nos
acompañara.
-¿Y qué vamos a
decir?
-Su papá ya
arregló, les van a preguntar sus nombres y tú, no te llamas nomás Jesús, sino
Felipe de Jesús. -¡Primera noticia después de nueve años!
Ya en la
dirección.
-Mi hermano es
José Luis y yo Jesús -ni en cuenta lo de Felipe, y al codazo que éste me dio
rectifiqué, pero por escasez de espacio anotó únicamente el primero, y así fui
sólo Felipe hasta que en tercer año me animé a pedir la corrección. El
incidente y sus complicaciones familiares, y al tiempo varias discrepancias
resultantes en el Registro Civil, las describo en otro relato.
Mi directora fue
la maestra María Felícitas Sánchez Ramírez, originaria de San Miguel el Alto,
que también impartía sexto año. Entre los maestros a su cargo recuerdo a Alicia
Contreras, Ma. Dolores Flores y Jesús Sotelo. En la Lázaro Cárdenas la
directora era Carmen Rodríguez y como colaboradoras su hermana Rosa, Odona,
mamá de la Srta. Lola
y Josefina Rodríguez
Pantoja, sobrina de mi directora, quien al tiempo ocupó en la femenil la
dirección. Las escuelas primarias privadas o de paga, eran el pomposo Colegio
Atenas para niños de la afamada profesora María Guadalupe Escoto, y para niñas,
el Colegio Colón, manejado por religiosas. El horario de clases en todas era de
9 a 12 a.m. y de 3 a 5 p.m. de lunes a viernes.
Aparte, la
señorita Seferina González tenía una especie de preprimaria donde preparaba de
manera muy acreditada niños y niñas, que salían a segundo año de primaria,
normalmente destinados a las escuelas de paga, por ser de familias con recursos
económicos. Ahí, aparte de ella, los maestros eran sus sobrinos Guillermina Rivera Gutiérrez, Teresa de Jesús
Gutiérrez García (mi esposa) y Andrés “Chicho” Rodríguez.
La recámara
principal de la casa, que daba a la calle, llamada de la ventana o pieza verde,
quedó a la disposición de la abuela Emilia, para ella y los familiares que iban
al pueblo por diversas razones, lo cual era de ordinario los domingos. Mi mamá
se encargaba de atenderlos a todos. En esa pieza se veló a su muerte a ella y a
la tía Amelia al fallecer en el Saucillo, que menciono más adelante. De los
parientes políticos que más frecuentemente iba, por sus negocios en Atotonilco,
era el tío Alberto Navarro Navarro, esposo de la tía Julia.
Los inquilinos
mencionados que vivían ahí cuando llegamos, eran, en una recámara grande de la
planta baja, don Jacinto García y doña Úrsula su esposa, padres de Manuel
García conocido por “La Pavita”, que desde el principio fuimos amigos. Se
dedicaban a la elaboración de huaraches y Manuel jugaba en la segunda de fut
bol del Atotonilco y yo le cargaba la maleta en los entrenamientos. En uno de
éstos estando de pie, una bola perdida me impactó en el estómago. Me
levantó en vilo quedando sin aire varios
instantes.
En la planta
alta vivían don José María Hernández Lara y su esposa doña Concha Michel,
personas mayores, de La Piedad, Mich. Él era empleado del ayuntamiento
encargado de las guías fitosanitarias, y ella elaboraba arreglos o azahares
para ceremonias, que vendía bien incluso a clientes foráneos. Nos ocupaba como
ayudantes, principalmente a Mercedes y a mí. Tenían dos hijas, Rosario y María,
radicadas en Guadalajara.
En Atotonilco
nos era desconocido todo, pues en las zonas rurales, y en especial los dos ranchos en que habíamos vivido,
privaba un aislamiento geográfico y social mayúsculo. Aparte de caminando, sólo
se trasladaba en animales domésticos y eventualmente en carretas o aparatos
similares accionados por éstos. No se conocía, por ejemplo, si radio, cine,
teléfono, telégrafo, futbol, y muchos etcéteras, eran cosas de comer, tomar o
ponerse; tampoco los regalos de navidad
ni de los santos reyes. En Garabatos lo que sí conocí fueron los discos de
pasta, frágiles, de 78 rpm, que como mi abuela, contadísimas personas tenían y
que se escuchaban en victrolas de cuerda RCA Víctor.
No obstante en
El Salvador, a la edad de cuatro años, tuve la fortuna de escuchar a mi padre
leernos, con no poco esfuerzo por su casi analfabetismo, pues había aprendido a
leer y poner su nombre en un silabario y cartilla de san Miguel, cuidando las
chivas de su papá, la historia de Guillermo Tell en un libro, infantil o
juvenil, sin las primeras hojas, que encontró sin dueño. Este prematuro pero
extraordinario y providencial suceso, fue la semilla que en su momento germinó
mi afición a la lectura y a los libros, y también al cine y los comics. Las
vicisitudes y el heroísmo del personaje del libro, me impactaron de tal manera
como valores irrestrictos a seguir, identificados en gran parte en mi
progenitor.
Cuando llegamos,
mi padre se asoció con su primo, el tío Baudelio de la Torre de la Torre, quien
se había independizado de su familia en Garabatos muchos años antes.
Adquirió un camión nuevo marca Fargo
para fletear, en lo que el primo le enseñaría el oficio a la par que a
conducir, encargándose el aprendiz de las faenas de carga y descarga. Como la
participación de la contra parte fue insustancial, el trato tuvo que
deshacerse, con el primo novato acaso empezando a tomar el volante.
Con una carga de
familia muy pesada, desempeñó varios trabajos, entre ellos, con el camión, en
las flotillas de transporte de la construcción, en pleno cerro, de la empresa
textil industrial Fábricas Unidas de Atotonilco, que procesaría fibra de linaza
de los plantíos de la zona de los Altos, que a fin de cuentas fue un fracaso
fraudulento desde su inicio. Al tiempo logró adquirir un carro de sitio y
después otro con el que se accidentó yendo con pasaje a la frontera con E.U.,
según menciono más adelante.
Mi madre había
llegado de El Salvador bastante desmejorada de salud, por exceso de trabajo,
deficiente alimentación y cinco hijos seguiditos. Se le diagnosticó una anemia
muy severa. Aunque las cargas de trabajo no las pudo mejorar, la alimentación
era un tanto mejor, y en su recuperación, aparte de algunos medicamentos,
contribuyó mucho tomar en ayunas un jarro grande de leche recién ordeñada, con
unas gotas de yodo; por el que yo iba a una ordeña que estaba a la vuelta de la
casa por Colón, entonces Juárez, en el barrio de los posos, en la esquina de lo
que ahora es Gral. Negrete.
A la llegada a
nuestro destino urbano, me propuse aprender aprisa todo lo que pudiera, para
que mis compañeros de escuela y otras personas a las que trataba, no se burlaran
de mí. Descubrí de manera sorprendente en la primera semana de clases, por
invitación de sendos compañeros de salón, el cine y el boleo (robar naranjas en
las huertas), que relato por separado. Ocupé rápido el primer lugar como
alumno, manteniéndolo indiscutible hasta el sexto año. Por ello, para algunos
compañeros, fui el consabido “machetero” objeto de sus sarcasmos. Esta posición era, eventualmente, también objeto
de menosprecio de los maestros, que querían ver alternancia de otros alumnos y
no sólo “el mismo de siempre”.
Como ejemplo, en
una de las competencias de ortografía entre los grados cuarto, quinto y sexto,
“perdí” al calificarme la maestra de cuarto Dolores Flores con B en vez de V el
nombre propio de vaca, al ver la letra un poco más alta en la primera parte,
pero ni remotamente para considerarse B en tan fácil pregunta, sin hacer la
aclaración correspondiente.
Aparte de otros
incidentes similares en el mismo tenor, el siguiente fue muy desconcertante
para mí.
Las autoridades
escolares convocaron a un concurso estatal de alumnos de sexto año de primaria,
mediante eliminatorias locales y de zonas para un gran final en Guadalajara.
Las bases indicaban con claridad que se competiría de acuerdo al desarrollo de
calendario del programa de estudios. Con todo, quise estudiar las clases faltantes del ciclo, pero
la directora no lo consideró necesario.
Llegué a la
final en la capital del estado, ganando de calle las etapas locales y
regionales. Los cuestionarios de todas maneras
traían preguntas de las lecciones finales no estudiadas, que no obstante, pude
contestar con algunas dudas obvias. Al
pedir aclaraciones al inspector de zona, no obtuvo o no quiso mostrar los
listados de las calificaciones en cuya revisión había participado;
concretándose a decir, de manera poco
convincente, que había obtenido el cuarto lugar a unos cuantos puntos de los
ganadores. Supimos luego que los agraciados tres primeros lugares no eran tan
aplicados, pero sí familiares y recomendados especiales de sus respectivas
presidencias municipales.
El entonces
presidente de Atotonilco, Dr. Rafael Velázquez, en audiencia con la maestra
Felícitas y el que esto escribe, ofreció aclarar las cosas y en un evento
especial premiar de todas maneras mi actuación; proponiéndome, a bote pronto,
como si tuviera atractivo alguno,
aprovechar una vacante estatal para agente de tránsito, que en lo
personal, con todo respeto para dicha ocupación, no me interesaba. No pasó nada.
Varios años después, ya como funcionario en Banamex, lo visité en su
consultorio médico cerca del mercado Alcalde, en el centro de Guadalajara. A
tono olvidadizo primero, pero ya bien identificado el punto, no le quedó más
que acordarse de su falsa promesa y comparar favorablemente la diferencia entre
su ofrecimiento y lo que había podido obtener con trabajo arduo y eficiente en
el banco.
Desde el primer
año escolar, por ayudar, intervine en diversas labores en la escuela; como el
manejo de la cooperativa, cobrar los sueldos de los maestros en la oficina de
rentas, pequeños arreglos a las instalaciones escolares, y otras cosas.
En relación al
cobro de los sueldos, que lo hacía acompañado de un condiscípulo, en una
ocasión al estar repasando visualmente el conteo que nos estaba haciendo el
jefe de rentas, que era un hombre muy altanero y autoritario, vi que nos estaba
dando de más. No permitió siquiera decírselo y como le urgía salir,
prácticamente nos corrió. Afuera en el batiente de una ventana, contra la
opinión de mi compañero, que decía que no existía error y que si lo había no lo
regresáramos para que se le quitara lo mulo al viejo. Lo obligué a participar
en el recuento, y al devolvernos rápido para alcanzarlo y regresarle el
sobrante de $110 o 120 pesos, que era mucho dinero a mediados de los cuarentas;
nos dio las gracias con un “traigan acá, pendejos” ¡¿Qué habría pasado si en
lugar de sobrante hubiera sido faltante!? ¡Todavía estaríamos tratándolo de
aclarar!
Jugábamos
volibol en el patio bastante grande de la escuela. En la azotea de la cuadra,
que enmarcan las calles Juárez, Jardín Hidalgo, Madero y 5 de febrero, don
Benjamín Navarro, propietario del Centro Social Recreativo Atotonilco, que daba
frente a 5 de Febrero y que ahora es el restaurante Portofino, mantenía suelta
una perra bravísima. Ya empezando a anochecer un día se nos fue la bola al
techo y me propuse bajarla, pero mi condiscípulo Francisco Hernández Muñoz se
empeñó en acompañarme, cuando yo insistía que el animal podía ver más fácil a
dos. La perra, en plena penumbra, que yo veía como un descomunal monstruo, se
nos echó encima, tocándole a mi amigo una dentellada profunda en la planta de
la mano izquierda, dándose el can por satisfecho, gracias a dios.
Algunas veces
nos íbamos de aventura. Un sábado fuimos a cazar citos por el rumbo de
Lagunillas, en la parte alteña del municipio. Son unos pajaritos pequeños,
seguramente ya extintos o casi, muy sabrosos, de poquita carne similar a la de
las huilotas o torcacitas. Decidimos no llevar nada de comer, porque con la
caza tendríamos. Anduvimos en la búsqueda vagando varias horas, y al no
encontrar nada, como a las tres o cuatro de la tarde, el hambre que traíamos
nos hizo atracarnos de fruta verde de unos guayabos cimarrones chaparros, que
encontramos en una hondonada del terreno. Al rato empezamos a tener fuertes
retortijones, que nos hicieron dar por terminada la travesía e ir a nuestras
casas a comer lo que cada quien pudiera.
Desde el
principio, no obstante ser el obstinado machetero en la escuela, o quizá por
ello, hice amistad con varios condiscípulos y muchachos del pueblo, con alumnos
de las otras escuelas, algunos mayores de edad, y también con adultos y
personas consideradas importantes. Como Víctor Lomelí y Jesús Villagrán en la
primera semana, que me invitaron al cine y al boleo respectivamente, que ya
mencioné, Gerardo Orozco, Cuco Ocegueda, Juan Diosdado, Felipe Orozco, Ernesto
Córdova, Servando Muñiz Hernández, Salvador y Bernardo “Nitos” Mercado, Jesús
Valle Vázquez, Adolfo, Norberto y Enrique “Chato” Fonseca Navarro, don Víctor y
don Ezequiel González Orozco, don José
González, cuñado de don Víctor, y don Jesús González, concuño, don Bardomiano
Mendoza, don Ramón Orozco González, don Alejandro y don José Orozco, Cristóbal
Lozano, Ignacio y José “Pepe” Castellanos Flores, don Manuel Navarro Ruiz, don
Roberto, Dr. Fernando y Carlos de Alba Hermosillo, y muchos más, que por no
mencionar quiero olvidar.
En los cuarentas
la violencia del país todavía tenía sus resabios. En Atotonilco, que era un fuerte
imán de concentración de varios lugares, había hechos de sangre, sobre todo los
domingos y días festivos. Llegué a oír que domingo que no hubiera muertito no
era normal. Tuve un compañero en la escuela que sólo recuerdo su apellido
Hernández, que quedó huérfano de esa manera. Me tocó presenciar a escaso un
metro el asesinato de uno de los dos hermanos apodados los Chapeteados, dueños
de una tienda de abarrotes en la esquina poniente de la calle Bravo y Colón. El
hecho fue en la cantina que entonces había en la finca del Mesón de San
Cayetano, en Terán esquina con la ahora Dr. Espinosa, donde después, totalmente
reconstruido por don Enrique Fonseca Navarro, tuvo un negocio abarrotera su
hermano Adolfo, y ahora es la tienda Milano. Iba caminando por la banqueta y el
emparejar las puertas abatibles de la cantina, salió el fallecido de espaldas,
con un tiro de frente en el cuello casi rosándome, para caer muerto boca arriba
en frente de mí.
En las
vacaciones nos íbamos a Garabatos, básicamente a la casa de la abuela materna
Emilia, lugar exacto donde nací. Aprovechábamos, sobre todo las largas de
verano, para visitar en el mismo rancho a nuestros demás parientes, como la abuela paterna Francisca Hernández de la
Torre, viuda también, con su segunda familia e hijos José, Felipe y Jesús, y su
esposo Juan Moreno Ubario, al que siempre le dijimos sólo tío; también a los sí
tíos de la Torre de la Torre al lado norte del río, cuyo cauce y parte de las
tierras son ahora asiento de la presa que irriga parte del plan del municipio.
Destinábamos unos días para ir a Las Hormigas, ya en el municipio de
Tepatitlán, a visitar a la tía Julia hermana de mi madre y su, como la nuestra,
numerosa familia formada con su esposo Alberto Navarro Navarro; ahí saludábamos
también a la familia del tío, primo hermano de mi madre, Ramón Franco González y su esposa Cayetana
Castellanos.
En una de esas
vacaciones, mi primo hermano Manuel “Manuelillo” Gutiérrez Galindo, hijo de mi
tía Francisca, con quién llevé una entrañable amistad, más que con ningún otro
primo hermano de los más de cien que somos, había comprado una motocicleta en
Tepatitlán y junto con Leopoldo Navarro Galindo, de la tía Julia, fuimos
a recogerla, montados en ella los tres hasta Garabatos, gran parte por caminos
de a pie, yo en medio, y ya de noche, con un reflector de pilas en cada mano.
En una ladeada de la moto, los rayos de la llanta trasera arrollaron mi pie
derecho, con todo y zapato, cortando de tajo la parte talonera, dejándome
bastante mal.
Llegamos entre
matorrales y lugares de concentración de ganado. La tía Pachita después de
retirarme el desgarrado zapato, me lavó con agua hervida y agua oxigenada, me
espolvoreó sulfatiazol y con un trapo limpio me vendó; nada de vacuna
antitétano, ni cosa parecida. En un momento confundió un colgajo nervioso del
talón con las pajas pegadas, y al darle un tirón, para bien, no pasó de un
toque eléctrico que casi me desmaya. Salvo eso, a dormir porque en la mañana
del lunes nos esperaban nuestras obligaciones.
Al regresar a
clases a pocos días del accidente, me curaba en Atotonilco de manera similar.
No me impedía que diariamente en el recreo y en la salida jugáramos futbol en
el jardín hidalgo, nuestra cancha habitual, con pelota de trapos y forro de
media. Me enseñé, en consecuencia, a patear mejor con el pie izquierdo, y más
si se trataba sólo de penales ante los estrechos marcos paralelos de las
canastillas de basquet bol.
En otras
vacaciones, navideñas, acompañé a Manuelillo a Ojo de Agua de Latillas, Mpio.
de
Tepatitlán, a
preparar unas tierras con la maquinaria agrícola que había adquirido.
Comenzamos con las de un tío abuelo. La comida con él era tan poca y realmente
mala que nos quedábamos con bastante
hambre. El segundo día de trabajo a eso de la una de la tarde, antes de
comernos lo que llevábamos, compramos con el abarrotero dos sardinas Calmex,
refrescos y galletas de soda. No nos ajustó una y, gran error, dejamos la mitad
de la segunda para en la noche completar la cena. A partir de las diez u once
de la noche estuvimos dando vueltas continuas al corral de la casa, en campo
raso, hasta que como a las cinco de la mañana se nos cortó, bendita salud de
juventud, la chorrera terrible que traíamos.
Luego nos
cambiamos ahí mismo a unas labores del rico Sr. don Jesús Villa, quien nos
trató de maravilla, como si de él sí fuéramos su familia, quien conocía bien a
la nuestra. En lo particular le tenía mucha estimación a mi padre. Y quien no,
si sus hazañas desde niño eran bien conocidas en la región.
Para regresarnos
de Garabatos a Atotonilco de unas vacaciones navideñas del 47 o 48, Mercedes,
José Luis, y yo de unos 11 o 12 de edad, fui a capturar un macho colorado muy
manso que se utilizaba como mil usos. Lo reconocí luego entre la manada en el
plan o tierras de riego del rancho, que en las aguas ese año no se habían
sembrado y se estaban preparando para las siembras de riego de invierno. A la
distancia conveniente solté el salitre que llevaba como cebo en mi paliacate, y
pronto le puse la soga al cuello al animal.
El hato se
arremolinó disputándose la carnada, y una de las yeguas le dio unas patadas al
macho, que empezó a correr alrededor y me arrastró enlazado por la cintura.
Logré, de bruces, providencialmente controlarlo unos 25 o 30 metros después. Me
causó mucho más susto el ver mi cabeza a escaso un metro de las rocas que las
crecientes del río habían arrojado al terreno en el temporal lluvioso.
En el curso de
quinto año, el Sr. Agustín Contreras “El Abuelito”, exjugador del primer
equipo del Club Atotonilco, con la autorización de la escuela, organizó entre
nosotros el Club Victoria de fut bol, en el que fui defensa derecho. Como a los
tres meses de entrenar, el segundo equipo del Atotonilco, igual con adultos y
grandulones como el primero, no nos quería ni ver. El equipo de Fábricas Unidas
de Atotonilco, también de adultos pero no tan curtidos, flamante y apantallador porque estaba muy
bien equipado, a diferencia de nosotros que jugábamos unos con guaraches y
otros con zapatos del ramo o de vestir, y de uniformes ni en piensos, aceptó a
regañadientes “regalarnos” un partido, en vez de dominical, en un día festivo
desocupado, creo un 5 de mayo. Dos o tres de sus elementos valentonearon que si
les ganábamos dejaban tirados sus zapatos en el tradicional campo Almenas,
ubicado entre lo que fue la alameda y el camino a la estación del ferrocarril.
En el primer
tiempo, que eran de 25 o 30 minutos cada uno, nos metieron con burlona facilidad
3 goles. Empezamos el complemento después de la consabida regañada del
abuelito, “querían un partido ¿no? pues ahí está, sino ganamos se va a acabar
el equipo” Resultó que cuando menos uno de los contrarios, Antonio Valvaneda,
abandonó sus herramientas de juego en el campo, ya que les anotamos 5 veces
para un contundente 5-3.
Este club
Victoria después desapareció un rato y luego se convirtió en el Independencia,
el cual trascendió varios años, también surgió por ese tiempo el Cuauhtémoc, en
el que jugó mi hermano José Luis, luego Ramón un tiempo en el resurgido
Victoria, de donde pasó a las juveniles del Atotonilco y por último Adolfo en
el, ya en liga local, Calzado Pepín. Todos en el mismo puesto de defensa
derecho.
La abuela Emilia
tenía en Atotonilco entre sus propiedades, una vecindad en la calle 16 de
Septiembre casi esquina con el entonces Callejón de Santa Rosa, que después le
vendió a don Cristóbal Lozano, de la que pronto me encargó el cobro de las
rentas. Una parte de los inquilinos, mejor dicho inquilinas, porque me tocaba
tratar con las señoras, difícilmente podían, o querían, cumplir su compromiso y
me hacían volver y desatinar mucho.
Para ayudarme en
lo económico, principalmente para mis gastos en libros y revistas, cine casi
cada vez que se cambiaba de programa, y el alquilar en la plaza en el puesto de
don Juan, de Chamacos, Pepines y otras revistas, empecé a lavarle el coche y hacerle mandados al Dr. José Guzmán
Martínez. Discurrí también en hacer saltapericos con garbanzos, clorato (que
entonces se adquiría sin control alguno), y raspadura de cerillo, cuyo alcance
de producción le vendía a una amiga güera pecosa y robusta que le decían la
boxeadora, que manejaba un puesto de su papá también en la plaza. Este negocio
duró poco, hasta que a mi hermano José Luis, al tomar a escondidas mi menjurje,
que contenía un reley de coche, le explotó a la altura del tórax, destrozándole
la mano derecha, en que si no ha sido por el Dr. Guzmán se le amputa, según
describo también en el relato respectivo.
A falta de los
truenos, conseguí un trabajo, no muy agradable, que consistía en cargar en el
camión comando para carga y pasaje que corría diariamente de Atotonilco a San
José de Gracia, con parada en San Francisco de Asís, propiedad de don Antonio
Gómez a quien ayudaba su hijo Jesús. Consistía en cargarle al vehículo los
cueros frescos, estilando todavía algunos líquidos, que del rastro se enviaban
a San José.
Entre las
labores cotidianas que me tocaba hacer en la casa, una era barrer la calle
todos los días. Al lado, antes de que cambiáramos ahí la tienda, se le rentaba
el local a don Miguel Parra para su sastrería. Uno de sus ayudantes, que le
tocaba barrer su parte, a veces nomás aventaba la basura al lado nuestro ya
barrido. Un policía maduro, no anciano, que creo le decían el ronco, se
encargaba de revisar las calles. Llegó un día a reclamar que no estaba barrido
y al decirle que yo había barrido como siempre, me dijo que volviera a barrer,
sino me llevaba a la cárcel. Había leído en mis cosas que no se podía allanar
una casa si no había orden superior; me alejé un poco del batiente de la puerta
y le dije que se pasara por mí, para que viera como le iba. Con todo y su
coraje se retiró sin alegar más.
El recelo que en
la población se le tenía al ejército, muy especialmente por sus atropellos
durante la revolución cristera, aunque ya hubieran pasado casi veinte años,
estaba muy vivo todavía. Por venir del rancho, escenario y testigo de muchas
atrocidades, lo sentíamos más, sobre todo yo que había escuchado y luego leído
bastante información al respecto. En Atotonilco que siempre tenía presencia
militar, cada vez que veíamos un soldado, desde lejos nos cambiábamos a la
banqueta de enfrente. Y ellos, que seguramente tenían iguales o similares
desconfianzas, se portaban bastante hoscos con nosotros.
Por mi afán de
estudiar y conservar mi primacía absoluta como alumno y la cooperación con las
necesidades de la escuela, me traspasaba mucho en la alimentación, llegando a
pasarme algunas veces prácticamente sin comer todo el día. De repente en la
mesa tumbaba o se me caían los alimentos de la mano. Mi papá se molestaba mucho
hasta que cayó en cuenta que estaba enfermo.
Un doctor Dali por la calle Obregón y la 34 en el
barrio de San Felipe en Guadalajara, me diagnosticó Danza de San Vito y más
concretamente la variedad llamada Corea; que se debía a la falta prolongada de
alimento y al tren de vida que llevaba. Me recetó una medicina a base de
hierro, en suspensión, que recuerdo muy bien que se llamaba Perepar; que me
fuera un tiempo al rancho. Así, estuve como niño mimado tres meses con mi tía
Amelia, hermana de mi mamá en el rancho El Saucillo, entre Atotonilco y San
Francisco de Asís, comiendo como rey y descansando todo el día. Me regresé
totalmente recuperado a terminar el año escolar sin tropiezo ni menoscabo
alguno en los estudios.
Otro problema en
esta época fue cuando tuvimos que regresar de improviso al rancho Garabatos,
donde nací, porque mi papá en un carro de sitio de su propiedad sufrió un
accidente catastrófico en viaje a la frontera con E.U.A., quedando sin coche y
con deudas importantes. Afortunadamente un admirador suyo tenía ahí preparadas,
ya en vísperas de las lluvias, dos labores para siembra de temporal que sembró
y cultivó maravillosamente, sin ayuda alguna como era costumbre en él; para
regresarnos al inicio del ciclo escolar siguiente, sin daño docente en
absoluto. Mi padre, como he dicho en varias ocasiones, era un extraordinario
agricultor y con una capacidad de trabajo titánica. Un aspecto singular de este
suceso, fue que a falta de vaca, tomábamos leche de cabra, que no era recomendable.
Después de este
incidente en que mi papá tuvo que deshacerse de un segundo carro de sitio que
trabajaba con un chofer, con las deudas del accidente que tenía que pagarle al
tío Gabriel hermano de mi mamá, decidió irse como bracero a los E.U.A., que
conocía desde que adolescente aún, había emigrado ahí al asesinato de mi abuelo
Cipriano en 1923, para hacerse cargo de su familia. Esto lo toco en un relato
relacionado.
Duraba en el
norte seis meses de cada año. El patrón del ramo agrícola lo mandaba llamar
previamente y con la carta de requerimiento pasaba la frontera con toda
facilidad; además de que el productor del campo, lo estimaba mucho. Me enviaba
los dólares para los gastos de la casa y los abonos a su cuñado, con quien
pronto quedó saldada la cuenta.
Egresado de la
primaria y ya trabajando en La Colmena, tenía muchos problemas con mi hermano
José Luis. Le pedí que ya no se fuera porque él y también mis demás hermanos lo
necesitaban y no a mí como sustituto. Así, contra su intención de emplearse
como cargador en la estación del ferrocarril, que tenía mucho movimiento, me
empeñé, con discusiones fuertes incluso, que tomáramos en traspaso la tienda de
abarrotes que estaba enfrente de la casa, en Javier Mina y Colón actual, que me
ofrecía el Sr. José Trinidad Vázquez, con quien negocié de hecho contra su
voluntad.
Este negocio fue
el principal sostén de la familia mucho tiempo. Después lo cambiamos a uno de
los locales de donde vivíamos; se lo pasó luego a Ramón mi hermano y éste a mi
cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de María de la Luz. Una vez que
disponía del domingo como descanso, en cuanto ingresé a Banamex en junio de 1954,
lo suplía cada dos domingos. El otro lo aprovechaba seguido para irme temprano
a Guadalajara en autobús, a ver dos funciones dobles de cine, según relato en
“Al cine a Guadalajara”.
En plena fiesta
escolar del domingo 21 de junio de 1951, término de la primaria, de improviso
se me presentaron cuatro religiosos muy bien ensotanados en café oscuro,
diciéndome a boca jarro sin más que iban por mí. Ante mi lógico asombro y falta
de antecedentes al respecto, me dijeron que como alumno número uno de la generación,
me tenían preparado un destino fabuloso en su organización.
Con todo y
asombro, mi cortedad y enorme timidez, rechacé el ofrecimiento, explicándoles
que iba a empezar a trabajar el lunes siguiente, para ayudar en todo lo posible
al mantenimiento de la casa, porque éramos muchos y yo el mayor y mi padre no
alcanzaba a cubrir lo necesario. Por sus modos, no podían ser más que de la
Compañía de Jesús o de los Legionarios de Cristo. La información tuvo que salir
de alguna parte. De la escuela, lo más posible, pero la maestra Felícitas
Sánchez nunca me dijo nada. Quizá de la parroquia, pero el Sr. Cura José de la
Torre Rueda, que me guardaba mucha estimación, sin duda me lo hubiera
propuesto. Tal vez haya sido de las librerías jesuitas San Ignacio o Buena
Prensa, de las que ya de tiempo era su cliente. En fin, nunca supe quienes me
recomendaron, ni más noticias de mis entrevistadores.
Efectivamente,
había conseguido un trabajo eventual en la reconocida empresa citrícola y
hortícola Casa Valle, que en lugar de uno duró tres meses, para de inmediato, a
fines de septiembre, ingresar a la
abarrotera La Colmena, de la que en muy poco tiempo me hice cargo. Estas
ocupaciones también ocupan relatos aparte.