Mencioné que junto a la segunda casa en ruinas que había en lo comprado,
dejó entre otras cosas, dos o tres guayabos criollos enormes, cuando menos de veinte
o más metros de alto, a lo mejor treinta, pues he leído que hay hasta de
cuarenta y cinco en algunos lugares. Me gustaba subirme al que quedaba pegado a
dicha casa y a la zanja de agua corrida permanente que había, acompañado
siempre de mi hermana Ma. Mercedes que nomás me observaba. Mi padre me tenía
prohibido que lo hiciera pero no resistía la tentación con el asombro de mi
hermana. Mi objetivo era subir hasta la última rama y sobre la copa sacar la
cabeza y las manos y observar el panorama lo más lejos posible.
En una ocasión ya habiendo obtenido la meta y haciéndole piruetas a
Mercedes, empezó a gritar como loca que si no me bajaba de inmediato ahora sí
se lo iba a contar a mi papá. Por su alegato, porque estaba soplando más o
menos fuerte el aire o porque las ramas de los guayabos son bastante resbaladizas,
pero flexibles, me destantié y me vine abajo, sorteando de manera poco menos
que milagrosa las diferentes ramas al paso, cayendo al suelo de pie, sin ningún
rasguño ni ramaje conmigo y amortiguando el viaje guayabil el colchón de hojas
secas y tierra blanda y húmeda que de años había en la superficie. La noticia la recibió mi mamá y ella la pasó a mi papá, pero hasta el día siguiente y en el momento más oportuno para que no me diera una paliza que yo esperaba casi segura, como otras con merecimiento y hasta sin éste.