domingo, 14 de mayo de 2017

ALERGIA A LOS CAMARONES

El viernes 22 de noviembre de 1963 partí de Tepic en la mañana en autobús rumbo a Guadalajara para en la central tapatía hacer conexión a Atotonilco. El miércoles había sido feriado por la conmemoración del 20 de Noviembre por el inicio de la Revolución Mexicana de 1910. Mi gerente Sr. Gilberto Sarmiento Maldonado me había ofrecido que tomara el resto de la semana a partir del citado miércoles, concretándome a pedirle sólo faltar el viernes y el sábado por los trabajos de importancia que me tocaba realizar como contador y extras de Banamex en la capital nayarita.  
Un amigo encargado de una de las cooperativas camaroneras cliente del banco, me regaló una bolsa de preciosos camarones frescos seleccionados, especiales para coctelería, a los que creí equivocadamente que poniéndoles en el camino simples pedazos de hielo, sería suficiente para conservarlos en buen estado.  
A eso de las trece horas de dicho viernes, por el noticiero de radio del aparato que llevaba encendido el operador del camión, dieron la noticia del atentado y muerte del presidente de EUA John F. Kennedy en un desfile de Dallas, Texas, que nos causó gran consternación a todos los pasajeros. Tal vez por eso descuidé un rato cambiarle el hielo a  mis  camarones.
Por la tarde ya en Atotonilco, se prepararon mediante una receta de cocimiento en crudo a base de limón, yerbas aromáticas y especias, resultando el festín de degustación muy apreciado y celebrado por todos los comensales.
No sentí malestar alguno, pero en la primera oportunidad que comí estos canijos crustáceos, frescos, me intoxiqué. Fui al médico del banco, pensando que no le iba a ser difícil curarme conociendo la causa. Me dijo para empezar, que la única cura infalible era no volver a comerlos. Pero que si insistía en el remedio era una inmunización de tratamiento progresivo. Que consiguiera una dotación de polvo de camarón y empezara una mañana en el desayuno comiendo lo que se pegara a un palillo mojado, en la comida doble ración, en la cena triple y cada día progresivamente hasta que viniera la cura. Aparte de que no iba a llevar dicha rutina casi infinita, los camarones secos, bien secos, no me enfermaban.
En algunas ocasiones por ignorarlo los he comido e instantáneamente viene el problema. En una ocasión todavía en la sucursal Independencia Guadalajara una compañera me regaló otra bolsa; el olerlos abriendo el plástico respectivo fue suficiente para que me empezara la urticaria en la cara. Otra vez, con unos proveedores, ya en negocio fuera del banco, en el restaurante Cazadores de la Av. Unión en Guadalajara, no obstante la advertencia al mesero que las empanaditas pedidas, especialidad de la casa, no fueran de camarón, las surtió de éste. Ante mi rechazo de que sólo me dejaran llegar al baño, en la siguiente planta, prevía ingerencia de un vaso con leche tibia, alcancé a acceder a los sanitarios sumamente urgido a vomitar hasta el desayuno y algo más, y volver como si nada a continuar la comida y reunión.
No obstante, aunque no me siguen haciendo ningún daño estos mariscos secos, sus parientes, langostinos, pulpos, etc. se agregaron a la lista que no debo comer.  

EXCURSIÓN AL SANGANGÜEY

Entre los clientes de Banamex en Tepic, Nay., a donde llegué como contador a mediados de 1963, el personal de la planta local de Coca Cola seguido nos estaban presumiendo que hacían una subida al volcán Sangangüey, ubicado a unos kilómetros por la carretera  a Mazatlán, pernoctando una noche en el cráter.
En una de sus cacareadas, puesto que nosotros trabajábamos todavía los sábados, les reviramos que nosotros lo íbamos a hacer en un día. Así, un domingo a las siete de la mañana ya estábamos en la carretera a la altura de una ranchería donde nos bajó el camión para iniciar el ascenso cinco o seis compañeros de trabajo, incluyendo a Alfonso Bazonni Castro que me habían enviado de la sucursal Guadalajara en plan de entrenamiento en la rama administrativa.
En lugar de tomar una vereda por el filo del cerro un tanto regresando después del rancho mencionado, si no en línea recta y a campo traviesa como lo habíamos planeado, subimos haciendo camino. No faltaron obstáculos, principalmente de piedras y malezas diversas, que para nuestra juventud no fueron mayor problema, con todo y carga que llevábamos de más.
Llegamos un poco antes de las doce al remanso espléndido y paradisiaco del cráter. Jugamos, bebimos refrescos y comimos opíparamente para un poco después de las 4, emprender el regreso, teniendo que dejar bastante comida y refrescos excedentes. Como lo habíamos planeado también, lo haríamos por el filo o espinazo de la sierra que contaba con camino, calculando unas tres horas de recorrido.
Como a la hora se dio cuenta Bazonni que había olvidado su cámara Kódak Retinette último modelo. Lo acompañé a recogerla, como sucedió, aguardándonos al regreso donde íbamos, el resto de la comitiva por desconocer todos, igual que nosotros, la vía de regreso. 
Por el tiempo perdido, enseguida empezó a oscurecer y caer la noche ajena de luna, perdiéndonos irremisiblemente. Por las luces que veíamos abajo en la ranchería de donde partimos en la mañana, decidimos bajar igual, después de  varias horas a la deriva. La gente aparte de lo cansada que andaba se  desesperó mucho. Si no los aliento a la mayoría con unos generosos tragos de tequila blanco 7 Leguas que llevaba, se me hubieran achicopalado más, en el ambular de toda la noche.
Arribamos a la carretera ya con sol, a eso de las 7.30; abordamos unos minutos después el primer omnibus que apareció y pasadas las 8 salíamos de su terminal a arreglarnos a nuestras casas, no sin antes pedirles a todos que al tiempo más corto posible, se presentaran a trabajar. No faltó, afortunadamente,  ninguno a sus labores casi puntualmente.