sábado, 13 de agosto de 2016

SILVERIO PLASCENCIA

Era un hombre maduro, de unos cincuenta y tantos años allá por principios de los cuarentas del pasado siglo veinte.  Blanco, alto, fuerte, de buena presencia. Era bien aceptado y hábil influenciador. Mantenía relaciones amistosas con los personajes principales del entorno, ya fueran rancheros ricos, caciques, u otros representantes civiles, religiosos o políticos. Con todo y esto su trato causaba cierta inexplicable desazón.

No tenía tierras ni otros bienes de importancia que apoyaran negocios valiosos y el nivel de vida que llevaba. Hacía poco había llegado al rancho sin antecedentes previos, en compañía de su esposa. Unos decían que era villista o cristero. Esto último, si acaso en algún otro lugar, pues ahí y en los alrededores, tierra alteña jalisciense de cristeros, nadie daba cuenta. 
No socializaban y a su mujer sin éxito, trataron de amistarla las demás mujeres del rancho. La casa y solar donde llegaron se las prestaron los dueños, emigrados a San Pedro Tlaquepaque en 1927, huyendo de la revolución cristera, con motivo de la criminal concentración de civiles que ordenó el gobierno callista. Esa propiedad y otras las  habían venido rentando o prestando a conocidos o personas de confianza. Nunca se supo su relación con el nuevo inquilino.  
De manera casual lo visitaban individuos desconocidos, que rápido se regresaban. Se veía que eran de fuera por su aspecto y cabalgaduras. Ninguno se supo y menos dijo a qué iba. Alguien del rancho aseguraba a los de más confianza que cuando menos uno de estos forasteros, que le había llamado especialmente la atención, no se había regresado. 
El ejido del rancho, único en muchos ranchos alteños vecinos a la redonda, solicitó en 1943 ampliación de tierras. Éste se había creado más por causas e intereses mezquinos de entrampados y sucios negocios entre administradores caciquiles de las tierras y autoridades corruptas. 
Muchos de los camaradas ejidatarios, habían sido traídos de fuera y de actividades que no tenían nada que ver con el campo. Esto incrementaba el malestar y coraje que hacia el agrarismo tenían los pequeños propietarios y demás campesinos y medieros del lugar. 
Se vio entonces a Silverio Plascencia visitar en más de una ocasión al comisario ejidal y secuaces que solicitaban más tierras. Luego de repente el comisario se puso en paz y dos o tres de los peticionarios desaparecieron del rancho. A alguno lo vieron en la cabecera municipal desempeñando otras actividades. Alguien de los sabelotodo, que nunca faltan, aseguraba que los otros habían pasado a mejor vida. Don Silverio en tanto, fortalecía su economía y relación con los principales del rancho. 
En estos años sobrevino al país la desastrosa fiebre aftosa, 1946-1947, al ganado vacuno. Con el apoyo técnico y material de los Estados Unidos, el gobierno mexicano al mando de Miguel Alemán Valdés, 1946-1952, decidió sacrificar todas las reses, en perjuicio de millones de mexicanos del sector agropecuario. Un amigo del titular de este relato con chamba en el ejército, lo contrató, junto con un pequeño equipo de ayudantes, como gatilleros del  rifle sanitario ejecutor de los bobinos. 
Hubo reclamos locales y a lo largo y ancho del territorio nacional por la desenfrenada matazón. Los ganaderos exigían entre otras cosas, cuentas de partidas de animales que habían ido a engrosar los hatos y bolsillos de políticos y civiles del sistema, en vez de sacrificarse. El papel al respecto de Silverio Plascencia en el rancho y alrededores, no se aclaró pero para muchos era obvio.  
En el tiempo en que se formó el ejido, mediando las circunstancias oscuras mencionadas, el cabecilla agrario venido de fuera como otros de sus camaradas, cometió varios atropellos en el rancho. En uno de sus actos mató a uno de los  terratenientes y huyó. En otros lugares siguió delinquiendo y al tiempo lo apresaron. Silverio se enteró del encarcelamiento y presto fue a ofrecer sus servicios a los dolientes del difunto. 
 Éstos, apaciguados por el tiempo ya transcurrido, o por no ser gente de pleito y que además, la denuncia no iba a revivir al muerto y sí los malos recuerdos y nuevos riesgos, según su personal parecer, no quisieron agregar su denuncia a los cargos del  preso. Así don Silverio sumó, una vez más,  puntos a su favor.    
Murió este hombre ya octogenario. Hasta sus últimos días se dedicó al mismo modo de vida. A su velorio asistieron gentes del rancho y de otros cercanos, así como personas de más lejos. Entre estas últimas se encontraban algunos que decían ser sus hijos. A muy pocos de los concurrentes pasó desapercibido que las mamás de éstos, aunque no estuvieran presentes, debían ser más de una. 
La viuda conocida, duró muy poco en el rancho. Antes de irse, hizo visitas a algunos de los terratenientes. La escasa mudanza de sus bienes fue transportada, junto con ella, en una troca propiedad de uno de los rancheros. 
Al tiempo llegaron a la casa desocupada, unos familiares de los dueños. Traían unos aparatos para buscar tesoros e hicieron por todos lados un escarbadero infructuoso, salvo que encontraron algunos esqueletos humanos. El descubrimiento, que no era el único de su tipo por esos rumbos, no fue motivo de indagación oficial alguna. Los cadáveres exhumados, según decían dos o tres lugareños que contrataron los dueños para escarbar, eran unos de la época de Silverio Plascencia y otros de tiempos más remotos. 
En un rancho incomunicado, dejado de la mano de Dios, que no obstante en la actualidad tiene ya medios de comunicación esenciales, hay para otros tipos de sorpresas, por acontecimientos pasados de la historia turbulenta de nuestro país.