martes, 2 de febrero de 2016

¿DONDE ESTÁN LAS VIEJAS?

En una de nuestras corridas sabatinas, como seguido sucedía, fuimos a rematar la fiesta  tres compañeros del banco que todavía la seguíamos, en uno de los lupanares de la zona o cañonazo como más se le llamaba en Atotonilco a mediados de 1950´s, ubicado al término de la calle Madero al sur de la ciudad, inmediatamente después del cruce o puente elevado de la carretera hacia Ayotlán o vía corta a la ciudad de México.
Como eran después de las dos ya del domingo, todo estaba cerrado, pero el mesero conocido que normalmente nos atendía, al reconocernos por la mirilla de la puerta, y al gritarle al encargado que éramos los del banco, como en otras veces, de inmediato nos permitió pasar.
Había ocupadas todavía dos o tres mesas y en una de ellas tres rústicos rancheros que ya conocíamos, o cuando menos yo, porque aunque no eran clientes, acompañaban al banco a otros o a cobrar cheques de estos. Eran los únicos que estaban muy bien acompañados de las únicas muchachas del lugar que quedaban.          
A ellos les interesaba más platicar de las cosas de sus ranchos y otras relacionadas, que darles la debida atención a las damas. A nuestros veinte o veintitantos años, y más que dichas damas ya nos conocían o cuando menos nos habían visto por ahí, empezaron las miradas de convenimiento y al rato el lugar de compañía de las muchachas era nuestra mesa y no la de los viejos agricultores y ganaderos.  
El paso siguiente no era difícil de adivinar; se la habían pasado solo platicando y ni ellas ni nosotros íbamos nada más a eso. Pronto arreglamos el asunto, pagando previamente, a insistencia mía, con sus buenas propinas, la cuenta de la cantina y las correspondientes de  las muchachas.    
Prácticamente estaba levantando el campo, cuando llegó asustadísimo el amigo mesero quien al preguntarle los ofendidos ¿DONDE ESTÁN LAS VIEJAS? les contestó que las iba a buscar, corriendo a avisarme a mi cuarto.
Zarandee a mis compañeros y a sus acompañantes, y mientras se vestían les pregunté a ellas si no tendrían mayores problemas por lo acontecido, y a su negativa y más, preocupadas por nosotros, no nos fue nada difícil salir por la azotea de la finca que quedaba  a nivel de la cinta asfáltica de la carretera, y cada quien para su casa.
Me tocó atender en el banco unos días después a uno de los ofendidos, que ya para   despedirse me dijo que sabía, porque la muchacha que regresó con él lo había puesto al tanto, que era el causante de birlarles las viejas.
-Pero no se apure, nosotros hubiéramos hecho lo mismo en igualdad de condiciones. Es de la Torre ¿verdad? gente amiga y muy cabal, ¿qué le va con don Jorge de la Torre, mi amigo.
-Es mi tío abuelo.
-Pintito entonces ¡eh! De los tres hermanos que acribillaron en los veintes, cobarde y astutamente desarmados antes por la acordada del hijo de la chingada de Máximo Amezola, en el Mesón de San Cayetano ¿quién era su abuelo? (ver relato Un cuádruple asesinato)
-Cipriano y sus hermanos Jesús y José, y además su amigo mutuo Juan León.
-Cobardes al igual que el pinche presidente municipal que se dejaba manejar por el polizonte.
 -Pues sí, así eran las cosas, y no tan lejos, cuando llegamos aquí en enero de 1945, era muy raro si no había un muertito cada domingo.
-Sí, han cambiado algunas cosas, pero ¡como quisiera tener su edad para repetirles con la misma moneda lo que nos hicieron en el congal!   
-Oiga, y ya para dejarlo trabajar, sé que el famoso don Pedro “El Güero”  de Tototlán a donde yo pertenezco, tiene parentesco con los de la Torre,  ¿también es su pariente?
-Tío abuelo también, y es Hernández de la Torre, hermano de mi abuela paterna Francisca, y de su esposa María de Jesús Anaya, su segundo apellido también es de la Torre.
-¡Újule!  En verdad que es usted una buena ficha; en la próxima pachanga que haga en mi rancho lo voy a invitar para platicar muchas cosas.
-Con mucho gusto señor; yo no voy nomás a donde no me gusta o no me invitan.