sábado, 30 de julio de 2016

SEÑOR CURA JOSÉ DE LA TORRE RUEDA

Cuando llegamos a Atotonilco el 31 de diciembre de 1944, a punto de cumplir yo los nueve años el 5 de febrero e ingresar a primero de primaria el 1/1/1945, ya era titular de la parroquia de San Miguel, única entonces en nuestro Jardín de Jalisco, como se le ha llamado con justicia a esta singular ciudad alteña jalisciense. 
Poco tiempo después le pidió a mi padre que fuera a verlo para nombrarme monaguillo. La propuesta realmente me aterraba y con toda firmeza le dije a mi padre que no iba, temiendo su reacción violenta, que curiosamente no la hubo. Siguieron su curso las cosas y el señor cura, como a otros de sus parroquianos seguramente me siguió la pista, sobre todo mi jerarquía como alumno número uno de toda la primaria. 
También debe haberse dado cuenta de la serie de nueve veces nueve rosarios diarios que hice en el templo, como acto de contrición, por mi afición desmedida al cine y otras cosas, para lo que me valía muchas veces de procedimientos no muy ortodoxos (ver los cinco relatos sobre el cine)   
Luego, ya en Banamex por ahí de 1955 o 1956 pues ya estaba el banco en su segundo domicilio al emigrar de 16 de Septiembre y Prisciliano Sánchez a mediados de Colón, entre Rayón e Hidalgo, cuando mi padre en una de sus últimas regresadas a casa de sus estadías por medio año en los E.U.A., discurrió pedirle al Sr. cura que revisara mis libros, que ya sumaban algunas decenas. 
Encontré al salir del banco a comer unos libros en el suelo; al inquirirle a mi mamá exageradamente enojado, qué había pasado, me puso al tanto y que fuera con el Sr. cura a ver los libros que se llevaba, contestándole alterado que eso no se valía y que iría a verlo cuando pudiera.
Al tercer día me le presenté antes de comer, llevando conmigo otros libros, después que la víspera me había citado por medio de Arnulfo el sacristán o secretario como le decíamos.
-Para empezar, no me eches el caballo encima; vi los libros porque tu padre me lo pidió; en la mesa está lo que me traje; algunos ni los conozco, tu sabes si los dejas o te los llevas tal cual.
-Oiga señor cura El Halcón de los Mares de Rafael Sabatini y estos otros (cuatro o cinco) no están prohibidos; le dejo los otros (un poco más) incluyendo El Decamerón de Giovanni Boccaccio que había leído más de la mitad,  y varios del Dr. Martín de Lucenay (que entre paréntesis ahora serían todos para niños) y le traigo estos otros que si aparecen en la lista negra del  vaticano (que hoy en día también serían blancas palomitas) 
Como consecuencia se fortaleció, aunque ríspida a veces, una constante relación de amistad entre miembros de dos generaciones. Él tendría 60, 65 años, era originario de Acatic,  donde como en toda la región alteña jalisciense, Tepatitlán, San Miguel el Alto, Arandas, etc. había y hay muchas familias de la Torre y aseguraba que éramos parientes, aunque nunca lo precisamos. Los ancestros nuestros eran de San Jorge Mpio., de San Miguel el Alto y de Yahualica y Hacienda de la Llave, Mpio., de Valle de Guadalupe. 
Por el mismo tiempo me invitaron varias personas consideradas de pro en Atotonilco a integrarme a la orden de Caballeros de Colón. Sin conocer prácticamente nada al caso, fui con otros aspirantes a Ocotlán a  tomar los primeros tres grados del escalafón de la orden. Los temas de carácter moral familiar que se trataron en el fin de semana correspondiente, lo digo con certeza, no me sorprendieron mayor cosa, como sí a mis compañeros de equipo. 
En la primera sesión semanal en nuestra sede, acepté la jefatura de Actividades Juveniles, realizando de inmediato algunas actividades ad hoc, incluyendo la donación para rifa de mi colección de aventuras Hacia Lejanas Tierras de 24 tomos, creo de Editorial Molino. 
Luego en un evento social, independiente a la orden, al que asistí como invitado, sorpresivamente me enteré de actos deshonestos de algunos miembros de la misma, decidiendo renunciar de inmediato. Lo hice en la misma semana. Al argumentar la asamblea que no lo podía hacer por reglamento y a mi inflexible postura, admitieron pero que sólo podría ser ante el señor cura ausente que era el capellán. Antes de la siguiente reunión él me llamo a la parroquia. 
-Ahora que mosca te picó; que ya no quieres pertenecer a la orden.  
-Así es señor cura, no me gustan algunas cosas que hacen ciertos socios, cuyos nombres no voy a mencionarle como tampoco lo hice en la reunión.
-Está bien, como siempre te sales con la tuya.
Pensé que el Sr, cura no era ajeno a lo que le decía. 
En el año 1958 o 1959, para la celebración del baile tradicional del 15 de Septiembre en el Social Recreativo Atotonilco, los sacerdotes adscritos a la parroquia, dependientes del Sr. cura (Franco, Zermeño y de la Torre-J. Guadalupe) avisaron en varias misas previas que descomulgarían a quienes asistieran al evento. En general la gente debe haber visto con ojos sordos la recomendación (ver el relato ¿Excomunión?) Con mi novia, luego mi esposa, Teresa de Jesús Gutiérrez García, fuimos al festejo, que fue un verdadero dolor de cabeza porque a uno de sus hermanos se le  ocurrió sacarla forzadamente y darle una golpiza en su casa.  
Dejé de ir a confesarme y al tiempo ocurro otra vez al llamado de nuestro párroco.
-Haz dejado de confesarte ¿qué pasa?  
-Es que estoy descomulgado.
-Que qué, quien te dijo esa pendejada.
-Pues sus achichincles porque asistimos al baile del 15 de septiembre.
-No tienes idea de lo que es excomulgar.
-Indíqueselos a ellos, nos lo sentenciaron más que claro en muchas misas.
-Ni que excomunión ni que nada, vente a confesar y comulgar cuando quieras. 
Siguieron los problemas con la familia Gutiérrez por el noviazgo. Creían que mis genes, principalmente de la Torre, reflejarían en mí la parte parrandera y jugadora de algunos familiares. Varias veces me afrontaron. Mi suegro me interceptó un día en la calle para preguntarme cuándo nos casábamos y para finiquitar la cuestión mi respuesta fue que estuviera seguro que lo haríamos pero cuando fuera conveniente y lo decidiéramos; a su gesto de duda, agregué que no aceptaríamos presiones de ninguna índole. Mi suegra también insistía en que ya nos casáramos. Con mis cuñados Manuel y José, los golpeadores de casa aparte de su papá, varias veces discutimos en la calle, llegando a tener que decirle al segundo ante sus bravatas, que una vez estúpidamente hasta una pistolilla me sacó para hacer el ridículo, que no necesitaba las dos manos para ponerlo en paz. Enrique el de en medio siempre se portó bien conmigo. Los incidentes llegaron por supuesto a oídos del Sr. cura y al contestarle en términos parecidos y que no me iba a dejar para nada, me dio una vez más la razón.  
En la primera misa vespertina ya autorizada, seis de la tarde, celebrada en Atotonilco, oficiada por el Señor Cura José de la Torre Rueda, en la Parroquia de San Miguel Arcángel, quien se vino convaleciente aún de una operación de implante de cadera en Houston, Texas, nos casamos el sábado 19 de agosto de 1961. El festejo fue en el Club de Leones ubicado en la calle Hidalgo, entre 20 de Noviembre y Zaragoza, cuadra y media al sur del templo.  La luna de miel fue en Acapulco en el hotel Linda Vista muy cerca de la playa de Caleta, que nos recomendó nuestra amiga Arcelia Valle Núñez, una semana, y otra en la ciudad de México, alojándonos por invitación en la casa de mi amigo Servando Muñiz Hernández, cuya familia, se habían ido a la capital años atrás. Entonces estaba ya destinado por Banamex en la sucursal Guadalajara ganando más del doble (ver relato Guadalajara Uno) 
Tiempo antes me había encargado el Sr. cura algunas cosas, como vender a los conocidos  joyeros Peregrina de nuestra capital, las monedas metálicas de plata y cobre fuera de circulación, que se habían acumulado de las limosnas por años en el templo. Muchas eran verdaderamente valiosas y le sugerí que buscáramos primero una comercializadora en numismática y medallística pero prefirió a los joyeros.  
El clero lo nombró al tiempo Canónigo en Guadalajara, cargo que a veces se considera una jubilación simulada, un arrumbamiento u otras cosas desventajosas al caso, como  creí.                                             
Se alojó en una casona en el centro en la calle Liceo entre Herrera y Cairo y Angulo, frente al mercado Alcalde. No usaba automóvil y no quiso atenciones de sus superiores. Al bajarse del camión urbano frente a su domicilio, el chofer arrancó prematuramente tumbándolo al piso. Para quitarle la culpa le pidió al cafre del volante que se fuera para evitar el castigo. Murió a consecuencia del golpe. Yo no estaba ya en Guadalajara. Me enteré después.