miércoles, 18 de mayo de 2016

INCIDENTE CASERO

Mi amiga se decidió por fin a salir de vacaciones una semana con la familia de su única hija y le ofrecí revisar su casa por aquello de los ladrones, y cambiarles el agua y la comida a los pajaritos que tenía en una jaula metálica gigante de varios niveles, así como atender de la misma manera a las dos perritas que deambulaban en las áreas del lavadero y la azotea de la finca. Programé hacerlo por la noche el martes, jueves y sábado.  
El chequeo correspondiente al jueves, decidí hacerlo diferente al del martes, en el que en la mesa de la cocina había hecho un tiradero que no me gustó; así que las labores descritas las realicé en el lavadero en el traspatio de la cocina, pero al abrir la puerta del pasillo, que por cierto no cerraba muy bien, las dos perritas salieron a corretear por toda la casa y a meterme luego en un brete  para regresarlas a su lugar.  
La cocina tenía otra puerta al lavadero, de dos hojas, un tanto desvencijada y prácticamente clausurada, que incluso a mi sugerencia se había reforzado con un aldabón metálico de pasador y cadena, y además una tranca transversal de madera.  
El sábado quise asegurarme que las perritas no me repitieran el jueguito del jueves, cerrando más la puerta; pero ya fuera porque con el talón del zapato izquierdo le di un jalón o por la contribución del airecito que estaba haciendo, la puerta de acceso al lavadero se cerró de golpe.
¡En la madre! Después de auto pendejearme severamente unos segundos, decidí que iba a salir del lío a como diera lugar. Eran pasadas las nueve de la noche. Mi diabetes me mantenía ya a dieta y en una o dos horas podía empezarme a bajar el azúcar por falta de alimento. Aparte de que no me convenía llamarle a algún conocido, que tendría primero que buscar un cerrajero en sábado y a deshora, y que el vecindario se diera cuenta; la solución de todas maneras duraría mucho más tiempo. Aparte, ¡Peor cosa! Mi celular estaba al alcance, ¡pero en mi saco colgado en un mueble de la sala.  
La finca en el centro de la ciudad, en zona de casonas en parte abandonadas por sus dueños, tenía contigua sólo una ocupada, que el propietario, de quien yo no era de los santos de su devoción, pero me guardaba respeto, tenía amurallada su casa, por lo que pedirle auxilio, que era lo último que quería hacer, resultaba difícil y podía perderse mucho tiempo.  
Busqué inútilmente entre los tiliches del lavadero algún duplicado de la llave. Si la puerta a la cocina hubiera sido reforzada con la tranca de madera, ¡doblemente en la madre! No habría esperanzas de abrirla, pero sí, si solamente tenía puesto el aldabón metálico. Le di un fuerte empujón y se movió cosa de nada; insistí y logré una pequeña abertura como de dos o tres centímetros y la esperanza de que no hubiera tranca. Varios intentos después cedió un poco más, pero mi mano izquierda ni siquiera encontraba la cadena que jalaba el pasador del cerrojo.  
Encontré el travesaño de madera de una jaula desechada por vieja. En el primer intento de usarla a modo de palillo chino, se deshizo en varios pedazos por lo podrido que estaba. Encontré al cabo de varios minutos otra tablita en mejores condiciones debajo de una caja desvencijada, y reanudé mis intentos por salir de ahí.
Para esto, el par de perritas tan cariñosas y fiesteras conmigo antes, una vez visto que mi objetivo era cosa poco menos que imposible, se largaron a la azotea y me dejaron solo.  
En mis rezos suplicaba a Dios y a la Virgen de San Juan de los Lagos que me sacaran de la bronca en que me había metido. Batallé más de dos horas, sin poder arrastrar el pasador al punto de salida o desprendimiento. Traía ya bastante raspados los nudillos de mi mano zurda con algunos hilitos de sangre. De repente sentí que la cadena reculaba más espacio y ¡zas! que oigo el sonidito liberador de la misma. Empujé una de las hojas de la destartalada puerta y ¡gran alivio!  Estaba al fin en la cocina.  

Un vaso con refresco de cola y unos minutos de reposo, para normalizar la glucosa, me facilitaron regresar a mi casa sin novedad.      

AMENAZA CUMPLIDA

En un pequeño e incomunicado pueblo del sur del Estado, conforme al dicho,  lugar dejado de la mano de dios, manejaba las cosas a su antojo con la ley del más fuerte, el cacique correspondiente, como en muchos otros lugares similares de la entidad y el país.  
Ahí, don Darío Ramírez era la encarnación típica de este personaje. Tenía junto con mucha riqueza, comprobada fama de hombre implacable, violento y mujeriego. En los negocios y muchas cosas, obraba siempre con ventaja, valido de su prepotencia y fortuna material. Sus malos instintos identificaban sus principales actos.  
Rosario era una hermosa mujer, casada con Santiago Sánchez, campesino y mediero, para su desgracia, de don Darío. Éste pretendía a la esposa con resultados repetidamente negativos. Valiéndose de artimañas infames, logró al fin hacerla caer, en lo que intervino, como casi siempre sucede en estos casos, una alcahueta del pueblo. La bella mujer se negó firmemente a tener nuevas relaciones con el patrón, por lo que éste inició un acoso feroz del más variado tipo en contra de los esposos, que no era desconocido por la comunidad.  
En el término normal nació una niña fruto de la villanía del cacique.  El esposo ofendido  desapareció unos meses antes, no volviéndose a saber más de él. Unos, sin comprobarlo, decían que se había ido lejos donde ya tenía otra familia. Otros, que lo encontraron luego de su partida tirado en un barranco cercano. El potentado siguió pretendiendo de manera tenaz a la viuda. 
En lugar tan pequeño, tenían que verse las caras víctima y victimario de alguna manera.  En un convivio familiar, en que por enésima vez quiso el malandrín hacer de las suyas, unos invitados de Guadalajara, que no temían represalias del agresor, impidieron que llevara a cabo sus intenciones, siendo tal el enojo que profirió ferozmente amenazas de muerte, que en la primera oportunidad cumpliría contra Rosario.  
No tardó en encontrar la ocasión. Rosario al quedar sola, se ayudaba económicamente confeccionando ropa a las mujeres del pueblo que se lo requerían. Por sus penurias había visto un tanto mermada su salud. De visita a una de sus clientas para entregarle unos vestidos, coincidió que ahí se encontraba el odioso abusador, en compañía de otras personas. Quizá con la complicidad de la dueña de la casa, con quien la recién llegada había ido a una recámara a probarle una de las prendas, don Darío vertió en la taza del té de Rosario, que a todos les habían servido, una fuerte dosis de laúdano, que a las pocas horas le quitó la vida a la desdichada mujer, en el lecho de su casa.
Con la ayuda de una de las asistentes en la reunión fatal que la había acompañado, mandó llamar de urgencia al señor cura del pueblo, que era su padrino al igual que de Margarita su hija de unos cuantos meses de edad. Después de la confesión y recibir los demás auxilios religiosos en artículo de muerte, le entregó y encargó mucho a la niña, y con el testimonio de la vecina presente, acusó al culpable de su desgracia.  
El pueblo indignado pretendió hacer justicia por mano propia. Secuestró al malhechor y después de inmovilizar a sus principales achichincles, pretendían colgarlo de una de las arcadas de la casa grande de su propiedad. Suplicaba piedad, como sucede generalmente a estos tipos cuando les llega la soga al cuello. El señor cura impidió el linchamiento con ayuda de algunas personas respetables del pueblo.  
La turbamulta le advirtió al rufián que si seguía en las mismas, después de darle una paliza, lo castrarían antes de ahorcarlo. La amonestación no sirvió de nada, el sujeto no dejó de satisfacer sus apetitos. Castigó rabiosamente a varios de los atentadores. Además, con renovada voracidad aumentó sus tranzas de agio, acaparador de tierras y ganados, puestos políticos y otras ambiciones, haciéndolo más temible y poderoso.  

Al tiempo, cerca de su fin, enajenado, veía fantasmas en todas partes queriéndolo envenenar. Murió abandonado como un Pedro Páramo de tercera, de más de ochenta años de edad. Sus hijos, varios de ellos medios hermanos, algunos venidos de otros lugares, acudieron más por interés de la herencia que por afecto. Como buenos hijos de hiena, ya se estaban disputando los bienes aún sin terminar el sepelio.   

MARGARITA

Margarita era una vivaracha jovencita de catorce o quince años a mediados de los años veinte del pasado siglo. Había quedado, unos meses después de nacida, a cargo de su tío y  padrino, el señor cura del pueblo. Su madre, esposa mancillada, murió envenenada por órdenes del cacique del lugar al continuar siendo rechazado por ésta, después de que en un despreciable acto de violación, le había dejado a Margarita como fruto de su vileza. El marido de la víctima, que era campesino y mediero del patrón, tuvo que dejar el destino de la niña en manos del párroco, su pariente más cercano, para abandonar el pueblo con su demás familia.  
La muchacha había permanecido al cuidado del recto y bien querido sacerdote, quien desde al nacer la niña, mayormente conociendo la tragedia de su madre, le tenía especial   cariño, como así mismo se lo profesó a la víctima del malvado hombre fuerte del pueblo.  Viéndole facultades para el comercio a la jovencita, le puso un tendejón, en el que pronto confirmó sus habilidades. Su buena presencia, trato y carácter eran notables. Muchos jóvenes  se sentían afortunados con su amistad y no pocos aspiraban ir a terrenos más formales.  
En aquellos años, el país estaba todavía muy revuelto. Los levantamientos en armas de hombres en desacuerdo con la mala situación prevaleciente y de otros por el simple oportunismo de riqueza y poder, eran cosa normal. Los caciques, como siempre, seguían disputándose encarnizadamente la explotación de un pueblo a su merced.  
Entre los levantados se encontraba Jesús Penella, hábil campesino y caballerango, de veintitantos años, a quien su gente respetaba y quería bien. Se le tenía en la comunidad  por hombre valiente y arrojado, pero también violento e inclinado al alcohol y a las mujeres. Su actividad le redituaba un buen número de enemigos.  
Frecuentaba Jesús cada que podía, sobre todo los domingos, la tienda de Margarita y se veía a las claras que la joven le gustaba. La relación no iba más allá de los usuales y lacónicos saludos de la gente del medio rústico jalisciense de entonces. La muchacha, aunque no le disgustaba el rudo pretendiente, le  guardaba mucho respeto y ... temor. La gente conjeturaba acerca de aquella relación. El señor cura, como buen tutor quería lo mejor para su ahijada y la trató de disuadir. El pretendiente estaba cada día más metido en las armas y el destino de la pareja, por lo tanto, no era nada prometedor.  
Los rumores de que se la iba a robar y un beso en la frente, hurtado un domingo ante varios testigos, fue el compromiso, tácito, de matrimonio entre los dos jóvenes. Este hecho, junto con el rapto, era considerado por la costumbre como signo ineludible de compromiso nupcial y al realizarse éste, lavaba la deshonra de la consorte. En los tiempos actuales estas cosas resultarían del todo intrascendentes y hasta increíbles para tan serio compromiso,  pero entonces era todo lo contrario.  
El matrimonio, a pesar de las condiciones adversas y los vaticinios en contra, fue bien avenido, y en lo posible feliz. Desafortunadamente duró poco menos de un año y medio. La joven esposa había continuado manejando su tienda y el marido sorteando las dificultades de su peligrosa actividad que en ningún momento dejó.  
Jesús fue siempre respetuoso y responsable de sus obligaciones conyugales, con las salvedades que le imponía su situación de hombre fuera de la ley. De la misma manera satisfizo como mejor pudo las necesidades de la gente que no dejó de seguirlo. Falleció en una emboscada que le preparó el ejército, mediando la traición del capitán al mando, que era su coterráneo y supuestamente su amigo.  
Procrearon dos hijos. El primogénito, venido a los nueve meses de sus bodas, falleció a consecuencia de una caída del mostrador de la tienda, cuando Margarita atendía su trabajo. La niña, concebida unos días antes del fallecimiento del padre, después de una niñez y juventud azarosas, se dedicó a la docencia en la capital del estado y en algunas de sus cabeceras municipales.  
Margarita, ya viuda, le tocó auxiliar en agonía a una amiga de la infancia, quien faltó al dar a luz dejando ocho huérfanos a su esposo don José Romo, reconocido hombre de campo y de a caballo en la región. Al quedar solo se había convertido en un atractivo partido para las mujeres casaderas. Admiraba a Margarita desde chica, y más por las atenciones prestadas a su esposa y a sus hijos.  
En una ocasión concurrió la viuda a regañadientes a un día de campo con otras amigas. Antes de la comida decidieron bañarse en el estanque del lugar. Margarita se enredó en unas raíces profundas en el fondo del agua. A los gritos de ayuda de las muchachas apareció el señor Romo para rescatarla.  
El matrimonio se celebró después de guardar los dos años de luto tradicional por la amiga fallecida. La nueva pareja iniciaba su destino con siete hijos, cuatro niñas y dos niños del esposo y la  niña de ella. Junto con el amor y agradecimiento a don José por haberla salvado de ahogarse,  Margarita tuvo que tener también muy presente el compromiso,  hecho a su amiga en artículo de muerte, de cuidar de su esposo  y de sus hijos.  
Las jovencitas entenadas, no obstante los esfuerzos y afanes de su madrastra, fueron siempre su quebradero de cabeza, y no pocas sus acciones incorrectas. Lograron, empezando, que su marido convenciera a Margarita de enviar a unos parientes lejanos a su hija del primer matrimonio, que así jamás vivió con ella. A sus cuatro nuevas hijas, sus medias hermanas, les hicieron mil tropelías, varias de estas realmente graves.  
Aparte de vicisitudes por la tierra, como muchas otras familias en tiempos difíciles, afrontó Margarita otros contratiempos. A mediados de los cincuentas emigraron a Guadalajara porque la salud de su cónyuge empeoró paulatinamente. Un despojo político como opositor municipal lo desilusionó mucho. En la capital del estado tuvo un mal negocio comercial, en el que sus hijas mayores más extraían que aportaban. En pocos años falleció.  

Viuda de nuevo, el personaje principal de este relato, tuvo que sortear otros problemas para formar a su numerosa familia, integrada principalmente por mujeres, en un medio por esto último, mucho más difícil. Al final entre las malas artes de sus entenadas, sufrió el despojo de un terreno que con todo derecho le había dejado sus esposo, cooperando en el acto algunos cónyuges de éstas, y de cuyo usufructo además nunca le rindieron cuentas. 

ASOMNIA: DORMIR POCO

Despertar a voluntad o dormir poco, y hasta nada, sin problemas de sueño, queda dentro de la acepción Asomnia “Facultad etiológica desconocida, que permite a un sujeto controlar el sueño fisiológico hasta el punto de anular su necesidad durante un período prolongado” Jacobo Zabludovski, por ejemplo, decía que él dormía más aprisa cuando dirigía el noticiero 24 horas, que le demandaba un trabajo muy intenso y prolongado.  
Muchas personas nacen con esta cualidad y algunas la llegan a obtener por disciplina y necesidades de trabajo. En el campo por ejemplo, es común en diversas tareas previstas o imprevistas que requieren atención en cualquiera de las veinticuatro horas del día, como atender semovientes afectados por traumatismos o fenómenos de la naturaleza; traslados inesperados por urgencias de salud ante médicos, curanderos o sacerdotes, etc. etc. En actividades urbanas por ejemplo, la impresión y la distribución de prensa diaria y otras publicaciones periódicas y su envío por diferentes medios para ponerlos a la venta en tiempo, “llueva, truene o relampagueé”  
Mi padre, quien ejercía en el rancho una titánica y variada actividad física, se levantaba invariablemente a las cinco de la mañana o antes a cualquier hora si era al caso, aunque prácticamente no hubiera dormido. Mi madre no le iba muy a la zaga también madrugando. A toda su prole, fuimos diez, nos levantaban temprano aún ya emigrados al pueblo. A los mayores o primogénitos, como yo, nos tocaban más tareas y más tempraneras, especialmente en el citado medio rural.  
Respecto a mi padre, sus proezas, a casi un siglo de distancia, nació el 30 de junio de 1909 y a los trece si hizo cargo de su madre y sus seis hermanos por el asesinato infame de su padre (relato Un artero y cuádruple asesinato), todavía en los ranchos en que vivimos y en la región, se comentan éstas con justificada admiración.  
Estos ejemplos y premisas fueron forjando, para bien o para mal, mi carácter y disciplina en el proceder cotidiano, que, lo reconozco, a no pocos ha incomodado.  
Entre los muchos casos en que he participado al respecto, voy a mencionar los siguientes.
Como cobrador, puesto que me gustó y satisfizo mucho, recién ingresado a Banamex en Atotonilco en junio de 1954, me tocó desde el principio elaborar los duplicados de las cuentas de cheques. Los hacíamos con una máquina eléctrica enorme que le decíamos la ametralladora y era un avance tecnológico enorme comparada con la tradicional sumadora manual mecánica, “burrito de batalla”  burroughs  que los bancos usaban, y de la que nosotros como sustituto echábamos mano cuando la corriente eléctrica fallaba.  
Conseguí a regañadientes el permiso del contador Enrique Moncada Hernández, para que me prestara las llaves del banco en los apagones e ir a hacer los estados de cuenta trasladándome desde mi casa a la hora que llegara la luz, a fin de que no quedaran, a mi entender, tan de mal gusto con la burroughs y sello fechador.  Así, en muchas ocasiones en horas nocturnas hice esta tarea como trabajador solitario en la sucursal. Los policías y transeúntes noctámbulos, conocidos, no les extrañaba ya mi presencia tan a deshora.  
Luego vinieron las fiestas y las corridas de juventud, y las del resto de mi andar por mi vida larga de trabajo, en lo que el medio social atotonilquense en especial, ha sido siempre muy prolijo. En todas circunstancias he podido defenderme, por fortuna, bastante bien, y conjuntando mis facultades naturales para lidiar con los licores, atoxinia, (relato Resistencia a los licores), realicé muchos actos verdaderamente sorprendentes sin afectar mis responsabilidades en lo laboral,  ya sea como dependiente o por mi  cuenta. Llegué a pasar multitud de veces durmiendo unas cuantas horas o minutos y hasta nada, y cumplir con mi trabajo a cabalidad. Hablo desde luego hasta hace unos años, pues ahora en los últimos de mis setentas, lo de tomar y desvelarme pasó a mejor vida, aunque … el que tuvo, retuvo. No he dejado de trabajar día con día desde los quince años y en los anteriores, incluyendo los del rancho y de la primaria en Atotonilco, desarrollé quehaceres diversos.  
Una vez como subgerente en Zamora, en una comida con un cliente importante nos la pasamos de farra toda la noche y gran parte de la madrugada siguiente. La postura en jarras de mi esposa en el remate de la escalera de la puerta del departamento donde vivíamos, fue lo que moralmente más me dolió. Entré directamente a la regadera y en media hora, bien arreglado, llegué al banco antes de iniciar labores. El cliente con quien anduve llegó al banco como a las once; no podía creer que no aceptara ni a salir a tomarme cuando menos una cerveza. La cruda o resaca no fueron problema para mí y tampoco la necesidad de tomar algo al día siguiente. Don Claudio Pita Hurtado mi gerente, ni por enterado se dio, o cuando menos eso creí. 
Ahí mismo en Zamora, las nueve posadas de 1965 fueron otras tantas desveladas, llegando en algunas de ellas muy de madrugada. Tere mi esposa, en son de chunga me adelantaba el horario más largo que me tocaba llegar al día siguiente. Aparte de Atotonilco, Zacapu y los tres destinos en Guadalajara, fuera de BNM, al que habíamos hecho alcahuete de nuestras andanzas, las cosas de festejos, en su mayoría alargues de comidas y cenas con proveedores y clientes, fueron de la misma tónica. Pero en el mismo tono, igualmente había desveladas y verdaderas proezas extra tiempo en aspectos del trabajo, mismas que no son objetivo de este relato.  
De las múltiples veces que estuve en la Ciudad de México, por asuntos de Banamex, voy a poner dos anécdotas entre tantas que me tocaron ahí en el aspecto  parranderil.  
En un seminario impartido de los últimos días de mayo a casi todo junio de 1966, estando en la ciudad de los chongos, que inauguraba en BNM el tema de dinámica de grupos, destinado a una selección de gerentes de toda la república y yo como único subgerente y algún funcionario de la dirección, como premio a los resultados nos inscribieron en el evento anual de una semana de ejecutivos de ventas y mercadotecnia. En la sobremesa en la comida del banco por el fin del curso, ¨la seguimos” con el famoso Austreberto “Chato” Contreras, con el que, como en no pocas veces me sucedía en estos menesteres, quedé al final acompañándolo. Anduvimos en una serie de lugares de diversos tipos en el que él y los encargados se conocían mutuamente. Como de hecho yo pagaba las cuentas, el alargue fue hasta la madrugada. En el último lugar le salieron al chato las reacciones violentas, de las que ya me habían advertido. Lo quise controlar de varias formas sin que hiciera caso; hasta que me mentó a mi progenitora, y con todo el pendiente que me dio y más que sus “amigos” del lenocinio en turno lo desconocían, tuve que dejarlo solo, con todo y el pendiente que sentía por él.  
Por cierto previo al inicio del evento, el domingo 29 de mayo del citado 1966, asistí a la inauguración del estadio azteca a lo que entre los gerentes que ya habían llegado le insistí infructuosamente a don Miguel Belmán Torres que fuéramos al partido, por lo que me fui solo y a las diez de la mañana estaba ya haciendo cola en las taquillas del asombroso estadio, y luego sin conocer a nadie y sin lugar para sentarme, una familia y amigos que le iban al América, me ofrecieron un asiento. Por de donde iba, no les extrañó mi filiación al Guadalajara, que dominaba ampliamente en logros y simpatizantes a su equipo y a todos los de la liga. De ir ganando 2 a 0 se dejaron empatar por el Torino de Italia, el primer gol fue anotado por el brasileño Arlindo. Las porras de los equipos capitalinos, perfectamente distinguidas en el estadio por sus colores, ninguna le llegaba a la mitad a la de las Chivas, por lo que no es duda que los demás fans fueran absoluta mayoría y para nada el 80% que falsamente presume América, cuando incluso el Atlante tenía muchos partidarios.  
Participando en otro curso BNM coincidió en México mi compadre José González Duarte (QEPD)  auditor entonces de la institución. Fuimos a comer al restaurante El Abajeño, en la calle Yácatas de la colonia Narvarte. En el negocio se prohibía servir más de tres aperitivos a los comensales antes de la comida; nosotros ya llevábamos 6 o 7 tequilas y el capitán, que nos reconocía en perfectas condiciones, no nos sirvió más. Comimos opíparamente los famosos platillos del lugar y nos fuimos al centro a seguirla en el bar del hotel Del Prado, que por cierto se acabó con el terremoto de septiembre de 1985. Al vodka que estaba muy de moda, ante la fuerza que nos dieron los magníficos nutrientes del atrancón en el abajeño, lo cambiamos en la segunda botella por nuestro tequila blanco de siempre.  

Habíamos convenido el domingo, día siguiente, ir al museo del Castillo de Chapultepec; sólo logré que se levantara hasta la noche y me acompañara a ver una película europea de las que ponían en uno de los cines por Paseo de la Reforma. 

ATOXINIA: RESISTENCIA A LOS LICORES

Solamente el que no toma no se emborracha. Hay a quienes les pasa con una copa y otros ni con una botella. El tipo de licor cuenta, pero hay también personas que no pueden ni siquiera oler el vino, otros que lo aguantan regular o mucho, y así mismo existe una minoría de formidables tomadores que difícilmente pierden la compostura y el control, ni el satisfactorio desarrollo de sus actividades, por mucho licor que reciba su organismo. También cuenta en la resistencia de un bebedor, su estado de ánimo y el propósito de no sentirse mal.  
Toxina es el término que define a esta facultad como el “presunto fenómeno parabiológico que permitiría a un dotado inmunizarse frente al suministro de cualquier agente químico tóxico”. Así mismo el factor genético juega su parte. Familias como la mía, de un padre buen tomador, algunos de sus hijos somos iguales o mejores y otros no toman.  
Descubrí como a los 16 años de edad que podía tomar sin descomponerme. Sin embargo tuve antes, como a los 10, un incidente que quizá me haya acondicionado para lidiar con el licor en el futuro. Estaba a punto de desayunar para asistir a la escuela cuando a un té, o agua caliente como le decía mi mamá, preparado con varias hierbas, que nos daba todas las mañanas, se me ocurrió  ponerle un chorro de alcohol. Se me pasó la mano y me mareó un rato pero pude recuperarme a tiempo de almorzar y acudir a clases sin problema. Por ningún motivo, y menos por ese, quería tener una falta.  
En las reuniones consumes lo que se ofrece. Es decir, la haces de  “garganta universal”, a menos que haya o puedas escoger lo de tu preferencia. En grupos relacionados con el banco y de nivel similar se ofrecía entonces invariablemente Whiskey y Cognac y eventualmente licores ajenos al tequila, hasta que éste a mediados de la década de 1970 empieza a conquistar el mercado  con marcas tradicionales conocidas. Al tiempo aparecen marcas suavizadas o afrutadas en las que el impacto turístico en el país y la mercadotecnia, juegan un papel determinante, como Don Julio, en honor de don Julio González Estrada, industrial tequilero atotonilquense, Patrón, que se elabora también en Atotonilco el Alto, de la Cía. Patrón Spirits con sede en Las Vegas, Nevada, E.U.A, son dos claros ejemplos.  
Los tequileros tradicionales a quienes no distraen las marcas nuevas, que son muchísimas, ni admitimos los nada raros intentos de “gato por liebre”, preferimos el tequila de siempre. En lo personal el blanco, el buen tequila blanco, elaborado con agave de óptima calidad y sanidad. La norma mexicana del Consejo Regulador del Tequila ha rebajado hasta menos de 35º la calificación 100% agave. Más abajo de 38º, considero que este producto insignia nacional y jalisciense, es débil o aguado. El Herradura Blanco que afortunadamente se conserva a 46o e incluso estuvo antaño a 48º, es para mí el mejor, respetando la postura de que para cada quien el que le guste es el mejor. A falta de Herradura, me voy por el 7 Leguas, de la presentación cilíndrica original, que tiene una graduación de 40º.  
Don Francisco Javier Sauza, contribuyó mucho en el impulso internacional de esta bebida mexicana, desarrollando una labor titánica para situar de manera importante su marca en varios países.  
Desafortunadamente, ahora las principales empresas tequileras han pasado a manos extranjeras. Sauza hace tiempo fue adquirida por Casa Domecq; y recientemente Herradura por Brown Forman, de E.U.A, Cazadores por Bacardí, y hasta una marca chica, Espolón,  por la italiana Campari. Solamente Casa Cuervo, que sin embargo le acaba de vender el 50% de la marca insignia Don Julio a la empresa británica Diageo (2015) a cambio de su whisky Bushailes Irish, se mantiene mexicana, pero permanentemente acosada por pretendientes internacionales.
Antes del repunte del tequila, entre las marcas mexicanas de otros licores que tuvieron su oportunidad en el mercado, recuerdo de Casa Madero su Aguardiente Blanco 5X y sus brandies Sagargnac y Evaristo I; otros brandies Viejo Vergel, Berreteaga, Mogavi; después llegaron Presidente y Don Pedro, de Domecq; los rones, antes de Bacardí, Castillo, Potrero, Potosí, Club 45, Batey.  
Los tequilas reposados y añejos lo único que traen como valor agregado es el sabor de las barricas de madera en que se guardan determinado tiempo y, un precio más alto. De los mixtos o mezclados, que hay muchísimos, incluso de las compañías fuertes, prefiero no hablar, y menos de los que de agave tienen muy poco y hasta casi nada, obviamente a precios bajos, destinados al mercado de escasos recursos.  

En otros relatos describo incidentes y circunstancias diversas respecto de este tema.

MARÍA ELENA

-Andamos en estas desde mediodía y ya es tarde, pero hay venimos, como siempre.
-Yo te vi el otro sábado y también a tus compañeros, aquí son muy conocidos. ¿Te acompaño, sólo para platicar, sí tú quieres? Me llamo María Elena.
-¿Con todo y la borrasca que traigo? Siéntate, eres muy hermosa ¿Quién te tenía escondida? ¿Te puedo llamar Malena?
-Sí, aquí estoy desde hace poco. Te acaparan otras compañeras. Eres muy solicitado. Estás muy guapo.
-Achícale, achícale.
 Él, un poco antes de la mitad entre los treinta y los cuarenta años, había llegado al filo de las diez de la noche con dos compañeros de trabajo, al centro nocturno “Las Modelos” La seguían después de dos reuniones sabatinas con clientes del grupo financiero en el que era gerente. En la segunda reunión las cosas se habían puesto delicadas con unas damas a cuyas sugerencias íntimas no era conveniente corresponder. Como consecuencia o costumbre más o menos frecuente, se dirigieron al centro nocturno, uno de los dos o tres en que se remataban las juergas en la Perla Tapatía de principios de los setentas del pasado siglo XX.
María Elena a insistencia de su acompañante aceptó tomar un coñac y él como siempre, pero ahora a diferencia de botella, pidió un Herradura Blanco doble derecho y sus acompañantes rones con refresco de cola. Ordenó también, para recuperar fuerzas, filete grueso en trocitos, con molcajete de salsa martajada picosa y tortillas de maíz. El gerente del lugar, después de sus comedidos saludos, le encargó al mesero que siempre los atendía, que les prestara la mejor atención.  
Malena tenía 23 años. Alta, morena clara, con cuerpo juncal cuya exuberancia impactaba al más exigente parroquiano. Vestía un entallado vestido negro con pequeños adornos blancos, que extasiaba de inmediato. El encanto se aumentaba con su discreto arreglo personal de un poco de carmín en sus labios y de rímel, hasta innecesario, en sus largas y curvadas pestañas negro azabache.  
La plática fluyó al parejo de la mutua atracción. En momentos el acompañante notaba un asomo de inquietud disimulado por Malena. En una ida al tocador un mesero le dijo algo que ella negó con la cabeza. A su regreso siguió la charla en la misma situación. De repente apareció un hombre como de la edad del que le hacía compañía, con indumentaria campestre, barba de días y la piel bronceada.  
-Tienes que regresar conmigo y aceptar lo que te ofrecí; es mucho mejor que esto y más de lo que te mereces.
-Como te dije entonces, no me interesan tus promesas ni las de tu familia; quédense con todo.
-Somos tu familia y no permitiremos que la deshonres más.
-La única deshonra tú la has provocado con tus mentiras y mañas. Vete, no quiero que me molestes más.
-Ya veremos cuánto tardas en cambiar de parecer, adiós. Y salió enfurecido.
-Es mi primo hermano. Tienen un rancho en Los Altos cerca de San Miguel, de donde salió al Norte (E.U.A) mi abuelo paterno y coheredero del rancho hace muchos años en compañía de mi padre, muy niño, quien se casó joven. Mi mamá murió de la cama de la última de mis dos hermanas más chicas. Hace como año y medio nos fueron a visitar, diciéndole a mi padre que querían enmendar el atropello a mi abuelo ya fallecido, y que como heredero les firmara un poder para los trámites legales, resultando que el papel era su conformidad para pagar con lo que le tocaba una deuda que tenía su papá.  
-Mi papa –siguió contando- tenía un problema del corazón a su regreso como veterano de la Segunda Guerra Mundial, después que como ilegal en Texas lo habían enrolado en el ejército en 1943, y la mala acción de sus parientes lo terminó de llevar a la tumba. Luego fueron cínicamente a darnos el pésame, dejándome en mal momento convencer de que viniéramos a pasar unos días con ellos. Me hice novia de este primo, cayendo por tonta en sus malas intenciones y al mes se casó con la novia a quien primero había hecho lo mismo, obligado por la familia de ella.   
-¿Algún abogado o persona de confianza revisó lo que firmó tu papá, así como los elementos de la deuda de tu abuelo? ¿Te entregaron algo escrito?
-Me llevaron con unas gentes mayores del rancho, con quienes estaba un representante del municipio y me dijeron que todo era legal, y que si quería reclamar que lo hiciera. No, no tengo ningún papel. Dejé las cosas en paz, que era la que necesitaba. Gracias a Dios no había salido con niño. No quiero saber nada de mis parientes de acá. Insistió en que podía haber algo que pudiera ayudar, pero la posición de ella era definitiva,  y cambiaron al tema interrumpido por la inesperada visita. Los compañeros de trabajo ya se habían retirado.  
Malena llevó la charla a terrenos más íntimos. Él revisó discretamente como andaba su cartera después de tanto gastadero del día; por prevención le aceptó la palabra de otras ocasiones al amigo mesero,  reforzándose económicamente, por si fuera necesario, con la condición de que el lunes pasara a cobrarle a la oficina.  
El encuentro con María Elena, primero de muchos otros, fue pleno y altamente satisfactorio para ambos, ajeno a la costumbre trivial de estos menesteres. La portentosa mujer lo demostró con palabras y sin ellas. ¡Qué diferencia con el ultraje físico y moral de su primo!  
La auxiliaba económicamente lo más generosamente que podía, aunque no mucho. Ella estaba fascinada con su trato y delicadeza. Siempre estaba atenta a sus visitas sabatinas y se alegraba sobremanera cuando en otros días ocurría y corrían a avisarle los meseros o sus amigas. Por necesidades de su trabajo tuvo que asistir a unas juntas en el Distrito Federal, que de ahí se turnaron a otro lugar, que convenía a su carrera, por poco más de un mes.  
El fin de semana inmediato a su regreso a Las Modelos, el amigo mesero le informó que hacía dos semanas Malena se había regresado a su tierra sin dejar domicilio. No quería que se le empezara a notar el embarazo. También le informó que en su ausencia no había tenido otras relaciones. Ninguna de las muchachas, ni del demás persona nada. El primo violador se apareció algunas veces por ahí buscándola. Por suerte una compañera dio señas vagas del departamento que alquilaba.  
Después de muchas pesquisas dio con los departamentos donde vivía. La encargada le informó de su regreso a la casa materna de Torreón, Coahuila, con sus hermanas, a donde le había enviado unas cosas que no pudo llevarse, pero que de ahí iban a irse las tres a los Estados Unidos, sin decirle a donde. Por gestiones a través de contactos de su empresa, logró identificar el domicilio de Torreón, pero con nuevos propietarios que no sabían el paradero de las guapas muchachas. Tampoco pudo avanzar con algunos vecinos del rumbo. Publicó anuncios clasificados en periódicos de ciudades fronterizas, con iguales resultados. En San Miguel se enteró que el primo malandrín había perdido la tierra al cometer un asesinato, y su familia no sabía ni quería saber nada.                                          
Ahora retirado y entrado en años, alimenta la esperanza de alcanzar a conocer a su posible hijo y volver a ver a María Elena. 

martes, 17 de mayo de 2016

PERSONAJES TÍPICOS MARGINALES DE ATOTONILCO

En Atotonilco existieron varios personajes populares que sufrían alguna discapacidad, y que, desafortunadamente no recibían atención ni asistencia alguna de parte de las autoridades municipales; viviendo la mayoría de la caridad pública. Casi todos, aparte de menesterosos, eran verdaderos filósofos del pueblo. Sobrellevaron de manera digna y resignada, sus penurias y desaires de la sociedad con la que les tocó vivir.  
Los nombres que recuerdo de estos personajes, ya fallecidos, a reserva de agregar otros, son:
Pancho Violines; La Trucha; El Moreno; María Pollos; La Verónica; El Babalú; La Cinia; y don Jesús Dueñas. Con los pocos datos que recuerdo, voy a describirlos.  
Pancho Violines era de complexión delgada y más bien bajo de estatura. Vestía ropa rústica de manta blanca, limpia siempre. Portaba sombrero de palma y un morralito de ixtle, donde guardaba algunos objetos personales y algo de lo que se le obsequiaba para comer.  
Aparecía caminando por el centro, a eso del mediodía, pasando enfrente de la escuela primaria para niños, donde yo estaba, por la calle Juárez y Aldama, a unos pasos del puente rastrojero. Al gritarle los alumnos que salíamos del turno de la mañana, el consabido “Pancho Violines te vas a morir, chorros de mocos te van a salir” se enfurecía contestando a pedradas, cuyos proyectiles sacaba del morral o recogía del piso, de empedrado que aún portaba, como todas las demás, la calle Juárez, eje oriente poniente de la ciudad, hasta que la poniente se convirtió en Colón.  
La Trucha era un hombrón alto, moreno renegrido por el sol y la falta de aseo y cambios de ropa. Parece ser, aunque no hay certeza, que fue cargador en la estación del ferrocarril y en otras labores. En algún momento tomó adicción a la marihuana y vivía permanentemente bajo su influjo. Curiosamente murió ahogado al bañarse en el compartimiento más hondo de los cinco que había en los baños públicos El Edén, que se ubicaban en la esquina de 16 de Septiembre y Santa Rosa.  
El Moreno, aunque más bajo de estatura, era de complexión y hábitos similares a La Trucha. Familiar oculto de una de las familias más opulentas de Atotonilco, que jamás lo ampararon. Era menos callado que los anteriores; me tocó varias veces platicar con él en la banqueta de la calle Mina, donde vivíamos y solía pernoctar.  
María Pollos, hermana de El Moreno, solía entrar a la parroquia de San Miguel, en el centro, gritando incoherencias durante las misas, cargando pollitos en los senos.  
La Verónica, era infaltable rezandero en los velorios y duelos en el panteón del Barrio de Josefino. Interpretaba los rosarios muy a su manera y sin salirse de lo reglamentario, era un verdadero show que distraía a la concurrencia de los eventos. Tenía este personaje, lo que ahora se denomina preferencia sexual diferente, que le provocaba mayor rechazo de la gente.  
El Babalú, junto con La Cinia, eran los dos más cuerdos del grupo. Este personaje de mote musical, era cargador en la abarrotera de los señorees Víctor y Ezequiel González Orozco, antes Eleuterio González e Hijos, que se ubicaba en las calle Juárez, a media cuadra entre  5 de Febrero y Madero. Su jefe directo era don Ezequiel, y de todos eran conocidas las alegatas entre ambos e irreverencias del empleado con su jefe, que éste, con todo y su fuerte carácter le consentía.  
La Cinia, se sabía, sin pronunciarlo, que era hijo de un importante y conocido hombre de negocios atotonilquense, y de una señora medio sirvienta medio alegrona. Era popular y de buena presencia, aunque un tanto difícil de carácter. Se dedicaba a lavar coches para sostenerse, gozando como clientela a los dueños de los mejores autos, e incluso se daba el lujo de negarles el servicio a propietarios pobretones.  
Don Jesús Dueñas era un hombre de amplia cultura, que por alguna razón perdió sus capacidades. Su esposa era de una de las familias más importantes de la ciudad, en cuyos negocios don Jesús tuvo un cargo importante. En sus ratos lúcidos disertaba con toda normalidad de diversos tópicos culturales.  

Desde luego que los ocho personajes darían para información más copiosa, la cual me empeñaré en lograr, y agradecería mucho a quienes la tengan, y así ampliar estos raquíticos apuntes.   

LA BURRADA

En la plenitud de la temporada de lluvias, ahí por fines de agosto, se realizaba antaño en Atotonilco una romería sabatina al lugar denominado Los Tepames que está al terminar la cuesta de Los Altos, un poco antes de Lagunillas y al lado derecho de Los Mesones donde se encuentran ahora varias casas de campo de atotonilquenses, y así mismo no lejos del antiguo camino real y de una parada que se llamaba la Casa Blanca. 
Este singular festejo se preparaba con la anticipación necesaria para su mejor lucimiento. Se iniciaba del centro de Atotonilco a las 10 de la mañana y regresaban al lugar de partida a las 6 ó 7 de la tarde. Durante unos 15 años, hasta que se dejó de hacer hará como 20, lo organizaba la  Srta. Arcelia Valle Núñez. Lo peculiar de este acontecimiento era que el traslado se hacía en burros en una cantidad muy numerosa, hasta con más de 200 jinetes en este tipo de transporte, agregándose algunos en caballos, muchos a pie y cada año más en vehículos automotrices por la escasez de asnos.  
 Los arrieros locales, encabezados por el mezcalero Pedro Zamudio, auxiliados a veces por otros de lugares de la periferia, rentaban todos sus animales para la fiesta. Venían participantes de casi todos los municipios alteños y también del plan: Arandas, Ayo el Chico, Tepatitlán, San Miguel, Lagos de Moreno, San Francisco de Asís, San José de Gracia, Tototlán, Ocotlán, así como de Guadalajara, Ciudad de México y hasta de los Estados Unidos.  
Mayor lucimiento y trascendencia tenía el evento sí, nada fuera de posibilidades, caía un fuerte aguacero, que algunos se bajaran de sus monturas contra su voluntad, y que la gran mayoría regresara con las ropas repintadas de lodo colorado alteño. La Srta. Valle controlaba con celo el comportamiento de los concurrentes, siendo esporádicos los casos de reprimenda. Sin embargo en años anteriores a su época, llegó a haber algunos desmanes que lamentar.  
Después del reposo opcional de la compartida y opípara comida, se organizaban en el espléndido y paradisíaco multicolor campo alteño en plenitud, grupos nutridos de juegos tradicionales, dedicándose buena parte de los sobrantes y eliminados a recolectar flores de Santa María,  Mirasoles y otras, y hasta Chirlos y Talayotes que entonces se daban en abundancia en dichos parajes y a la fecha están prácticamente extinguidos por el uso de herbicidas en los cultivos.  
Después del regreso y del baño absolutamente necesario, una parte del grupo continuaba el festejo de diferente manera en el Social Recreativo Atotonilco que fue propiedad de Don Benjamín Navarro Hernández y se ubicaba frente a la plaza en la esquina de Juárez y 5 de Febrero, donde ahora está el Portofino, propiedad de la Sra. Lupita Castillo. Se ponía la fiesta en grande. Aparte de contarse y refocilarse con los incidentes de la burrada, la amenizaban  conjuntos musicales, muchas veces el gustado mariachi del Regimiento de Caballería que tenía su sede en Atotonilco, o bien, la magnífica orquesta del maestro José Parra. Generalmente el ágape terminaba muy entrada la madrugada del domingo.  

Esta verbena se celebraba desde mucho antes. A la Srta. Valle la antecedió la familia Estrada, que eran muchos hermanos y hermanas: José, Cristina, Anita, Cuca, Narciso, Elías y Sofía. Seguramente a ellos los antecedieron otras personas en la organización de la peregrinación. Muchos años el festín de continuación se celebraba en la plaza de armas porque no existía aún el Social Recreativo.

LOS AÑOS DE LA ESCUELA PRIMARIA

Ingresé a la escuela primaria el lunes 1 de enero de 1945, cuando iba a cumplir nueve años. Mi certificado de esta enseñanza básica y la de Contador Privado por correspondencia en la Escuela  Bancaria y Comercial de la ciudad de México, que cursé después, son mis únicos estudios oficiales, aunque toda mi vida, principalmente por interés propio y también por requerimientos de trabajo, cursé becas, diplomados, conferencias magnas y otras oportunidades de aprendizaje.  
Habíamos llegado del rancho El Salvador a Atotonilco el Alto, cabecera municipal y entonces principal ciudad de la región,  porque en donde estábamos, como en general en todo el medio rural, no existía ningún tipo de escolaridad. No pocas personas habían reconvenido a mi papá para que nos diera escuela y no quedarnos de burros, con especial dedicatoria a mí, aunque mis hermanos María Mercedes y José Luis que me seguían, ya estaban también en edad escolar. Así, mi abuela materna y madrina de bautizo, Emilia González Franco, puso a nuestra disposición, compartida con otros inquilinos, su casa en el pujante lugar, llamado también El Vergel de Jalisco. La finca era la Núm. 31 de la calle Juárez, que después cambió a Colón, conformando el eje oriente poniente y su nomenclatura a los actuales Núms. 109 a 113. 
Entré junto con mi hermano mencionado, a la Escuela Oficial Urbana Foránea Núm. 15 Benito Juárez para Niños, y mi hermana a la 16 Lázaro Cárdenas para Niñas. La primera ubicada en la esquina de la citada calle Juárez esquina Madero y la ahora López Cotilla, entonces llamada Jardín Hidalgo, y la femenil en 5 de Febrero y Jardín Hidalgo. En el primer sitio existe ahora otra  institución escolar y en el de la segunda, reconstruido, una propiedad particular. A estas escuelas en su momento ingresaron mis otros siete hermanos, Ramón, Cipriano, Adolfo y Jorge; María de la Luz, Evangelina y Rosa María, respectivamente.  
Nos inscribimos solos mediante la solicitud verbal que mi papá había hecho ese lunes muy temprano, que al cabo según mi mamá, estaban muy cerca las dos. Obviamente  pedíamos atemorizados los tres que nos acompañara.
-¿Y qué vamos a decir?
-Su papá ya arregló, les van a preguntar sus nombres y tú, no te llamas nomás Jesús, sino Felipe de Jesús. -¡Primera noticia después de nueve años!
Ya en la dirección.
-Mi hermano es José Luis y yo Jesús -ni en cuenta lo de Felipe, y al codazo que éste me dio rectifiqué, pero por escasez de espacio anotó únicamente el primero, y así fui sólo Felipe hasta que en tercer año me animé a pedir la corrección. El incidente y sus complicaciones familiares, y al tiempo varias discrepancias resultantes en el Registro Civil, las describo en otro relato.  
Mi directora fue la maestra María Felícitas Sánchez Ramírez, originaria de San Miguel el Alto, que también impartía sexto año. Entre los maestros a su cargo recuerdo a Alicia Contreras, Ma. Dolores Flores y Jesús Sotelo. En la Lázaro Cárdenas la directora era Carmen Rodríguez y como colaboradoras su hermana Rosa, Odona, mamá de la Srta. Lola
y Josefina Rodríguez Pantoja, sobrina de mi directora, quien al tiempo ocupó en la femenil la dirección. Las escuelas primarias privadas o de paga, eran el pomposo Colegio Atenas para niños de la afamada profesora María Guadalupe Escoto, y para niñas, el Colegio Colón, manejado por religiosas. El horario de clases en todas era de 9 a 12 a.m. y de 3 a 5 p.m. de lunes a viernes.
Aparte, la señorita Seferina González tenía una especie de pre primaria donde preparaba de manera muy acreditada niños y niñas, que salían a segundo año de primaria, normalmente destinados a las escuelas de paga, por ser de familias con recursos económicos. Ahí, aparte de ella, los maestros eran sus sobrinos  Guillermina Rivera Gutiérrez, Teresa de Jesús Gutiérrez García (mi esposa) y Andrés “Chicho” Rodríguez.  

La recámara principal de la casa, que daba a la calle, llamada de la ventana o pieza verde, quedó a la disposición de la abuela Emilia, para ella y los familiares que iban al pueblo por diversas razones, lo cual era de ordinario los domingos. Mi mamá se encargaba de atenderlos a todos. En esa pieza se veló a su muerte a ella y a la tía Amelia al fallecer en el Saucillo, que menciono más adelante. De los parientes políticos que más frecuentemente iba, por sus negocios en Atotonilco, era el tío Alberto Navarro Navarro, esposo de la tía Julia.  
Los inquilinos mencionados que vivían ahí cuando llegamos, eran, en una recámara grande de la planta baja, don Jacinto García y doña Úrsula su esposa, padres de Manuel García conocido por “La Pavita”, que desde el principio fuimos amigos. Se dedicaban a la elaboración de huaraches y Manuel jugaba en la segunda de futbol del Atotonilco y yo le cargaba la maleta en los entrenamientos. En uno de éstos estando de pie, una bola perdida me impactó en el estómago. Me levantó  en vilo quedando sin aire varios instantes.  
En la planta alta vivían don José María Hernández Lara y su esposa doña Concha Michel, personas mayores, de La Piedad, Mich. Él era empleado del ayuntamiento encargado de las guías fitosanitarias, y ella elaboraba arreglos o azahares para ceremonias, que vendía bien incluso a clientes foráneos. Nos ocupaba como ayudantes, principalmente a Mercedes y a mí. Tenían dos hijas, Rosario y María, radicadas en Guadalajara.  
En Atotonilco nos era desconocido todo, pues en las zonas rurales, y en especial  los dos ranchos en que habíamos vivido, privaba un aislamiento geográfico y social mayúsculo. Aparte de caminando, sólo se trasladaba en animales domésticos y eventualmente en carretas o aparatos similares accionados por éstos. No se conocía, por ejemplo, si radio, cine, teléfono, telégrafo, futbol, y muchos etcéteras, eran cosas de comer, tomar o ponerse;  tampoco los regalos de navidad ni de los santos reyes. En Garabatos lo que sí conocí fueron los discos de pasta, frágiles, de 78 rpm, que como mi abuela, contadísimas personas tenían y que se escuchaban en victrolas de cuerda RCA Víctor.  
No obstante en El Salvador, a la edad de cuatro años, tuve la fortuna de escuchar a mi padre leernos, con no poco esfuerzo por su casi analfabetismo, pues había aprendido a leer y poner su nombre en un silabario y cartilla de san Miguel, cuidando las chivas de su papá, la historia de Guillermo Tell en un libro, infantil o juvenil, sin las primeras hojas, que encontró sin dueño. Este prematuro pero extraordinario y providencial suceso, fue la semilla que en su momento germinó mi afición a la lectura y a los libros, y también al cine y los cómics. Las vicisitudes y el heroísmo del personaje del libro, me impactaron de tal manera como valores irrestrictos a seguir, identificados en gran parte en mi progenitor.  
Cuando llegamos, mi padre se asoció con su primo, el tío Baudelio de la Torre de la Torre, quien se había independizado de su familia en Garabatos muchos años antes. Adquirió  un camión nuevo marca Fargo para fletear, en lo que el primo le enseñaría el oficio a la par que a conducir, encargándose el aprendiz de las faenas de carga y descarga. Como la participación de la contra parte fue insustancial, el trato tuvo que deshacerse, con el primo novato acaso empezando a tomar el volante.  
Con una carga de familia muy pesada, desempeñó varios trabajos, entre ellos, con el camión, en las flotillas de transporte de la construcción, en pleno cerro, de la empresa textil industrial Fábricas Unidas de Atotonilco, que procesaría fibra de linaza de los plantíos de la zona de los Altos, que a fin de cuentas fue un fracaso fraudulento desde su inicio. Al tiempo logró adquirir un carro de sitio y después otro con el que se accidentó yendo con pasaje a la frontera con E.U., según menciono más adelante.  
Mi madre había llegado de El Salvador bastante desmejorada de salud, por exceso de trabajo, deficiente alimentación y cinco hijos seguiditos. Se le diagnosticó una anemia muy severa. Aunque las cargas de trabajo no las pudo mejorar, la alimentación era un tanto mejor, y en su recuperación, aparte de algunos medicamentos, contribuyó mucho tomar en ayunas un jarro grande de leche recién ordeñada, con unas gotas de yodo; por el que yo iba a una ordeña que estaba a la vuelta de la casa por Colón, entonces Juárez, en el barrio de los posos, en la esquina de lo que ahora es Gral. Negrete.  
A la llegada a nuestro destino urbano, me propuse aprender aprisa todo lo que pudiera, para que mis compañeros de escuela y otras personas a las que trataba, no se burlaran de mí. Descubrí de manera sorprendente en la primera semana de clases, por invitación de sendos compañeros de salón, el cine y el boleo (robar naranjas en las huertas), que relato por separado. Ocupé rápido el primer lugar como alumno, manteniéndolo indiscutible hasta el sexto año. Por ello, para algunos compañeros, fui el consabido “machetero” objeto de sus sarcasmos. Esta  posición era, eventualmente, también objeto de menosprecio de los maestros, que querían ver alternancia de otros alumnos y no sólo “el mismo de siempre”.   
Como ejemplo, en una de las competencias de ortografía entre los grados cuarto, quinto y sexto, “perdí” al calificarme la maestra de cuarto Dolores Flores con B en vez de V el nombre propio de vaca, al ver la letra un poco más alta en la primera parte, pero ni remotamente para considerarse B en tan fácil pregunta, sin hacer la aclaración  correspondiente.  
Aparte de otros incidentes similares en el mismo tenor, el siguiente fue muy desconcertante para mí.  
Las autoridades escolares convocaron a un concurso estatal de alumnos de sexto año de primaria, mediante eliminatorias locales y de zonas para un gran final en Guadalajara. Las bases indicaban con claridad que se competiría de acuerdo al desarrollo de calendario del programa de estudios. Con todo, quise  estudiar las clases faltantes del ciclo, pero la directora no lo consideró necesario.      
Llegué a la final en la capital del estado, ganando de calle las etapas locales y regionales.  Los cuestionarios de todas maneras traían preguntas de las lecciones finales no estudiadas, que no obstante, pude contestar con algunas dudas obvias.  Al pedir aclaraciones al inspector de zona, no obtuvo o no quiso mostrar los listados de las calificaciones en cuya revisión había participado; concretándose a decir,  de manera poco convincente, que había obtenido el cuarto lugar a unos cuantos puntos de los ganadores. Supimos luego que los agraciados tres primeros lugares no eran tan aplicados, pero sí familiares y recomendados especiales de sus respectivas presidencias municipales.  
El entonces presidente de Atotonilco, Dr. Rafael Velázquez, en audiencia con la maestra Felícitas y el que esto escribe, ofreció aclarar las cosas y en un evento especial premiar de todas maneras mi actuación; proponiéndome, a bote pronto, como si tuviera atractivo alguno,  aprovechar una vacante estatal para agente de tránsito, que en lo personal, con todo respeto para dicha ocupación, no me interesaba. No pasó nada. Varios años después, ya como funcionario en Banamex, lo visité en su consultorio médico cerca del mercado Alcalde, en el centro de Guadalajara. A tono olvidadizo primero, pero ya bien identificado el punto, no le quedó más que acordarse de su falsa promesa y comparar favorablemente la diferencia entre su ofrecimiento y lo que había podido obtener con trabajo arduo y eficiente en el banco.  
Desde el primer año escolar, por ayudar, intervine en diversas labores en la escuela; como el manejo de la cooperativa, cobrar los sueldos de los maestros en la oficina de rentas, pequeños arreglos a las instalaciones escolares, y otras cosas.  
En relación al cobro de los sueldos, que lo hacía acompañado de un condiscípulo, en una ocasión al estar repasando visualmente el conteo que nos estaba haciendo el jefe de rentas, que era un hombre muy altanero y autoritario, vi que nos estaba dando de más. No permitió siquiera decírselo y como le urgía salir, prácticamente nos corrió. Afuera en el batiente de una ventana, contra la opinión de mi compañero, que decía que no existía error y que si lo había no lo regresáramos para que se le quitara lo mulo al viejo. Lo obligué a participar en el recuento, y al devolvernos rápido para alcanzarlo y regresarle el sobrante de $110 o 120 pesos, que era mucho dinero a mediados de los cuarentas; nos dio las gracias con un “traigan acá, pendejos” ¡¿Qué habría pasado si en lugar de sobrante hubiera sido faltante!? ¡Todavía estaríamos tratándolo de aclarar!  
Jugábamos volibol en el patio bastante grande de la escuela. En la azotea de la cuadra, que enmarcan las calles Juárez, Jardín Hidalgo, Madero y 5 de febrero, don Benjamín Navarro, propietario del Centro Social Recreativo Atotonilco, que daba frente a 5 de Febrero y que ahora es el restaurante Portofino, mantenía suelta una perra bravísima. Ya empezando a anochecer un día se nos fue la bola al techo y me propuse bajarla, pero mi condiscípulo Francisco Hernández Muñoz se empeñó en acompañarme, cuando yo insistía que el animal podía ver más fácil a dos. La perra, en plena penumbra, que yo veía como un descomunal monstruo, se nos echó encima, tocándole a mi amigo una dentellada profunda en la planta de la mano izquierda, dándose el can por satisfecho, gracias a dios.  
Algunas veces nos íbamos de aventura. Un sábado fuimos a cazar citos por el rumbo de Lagunillas, en la parte alteña del municipio. Son unos pajaritos pequeños, seguramente ya extintos o casi, muy sabrosos, de poquita carne similar a la de las huilotas o torcacitas. Decidimos no llevar nada de comer, porque con la caza tendríamos. Anduvimos en la búsqueda vagando varias horas, y al no encontrar nada, como a las tres o cuatro de la tarde, el hambre que traíamos nos hizo atracarnos de fruta verde de unos guayabos cimarrones chaparros, que encontramos en una hondonada del terreno. Al rato empezamos a tener fuertes retortijones, que nos hicieron dar por terminada la travesía e ir a nuestras casas a comer lo que cada quien pudiera.  
Desde el principio, no obstante ser el obstinado machetero en la escuela, o quizá por ello, hice amistad con varios condiscípulos y muchachos del pueblo, con alumnos de las otras escuelas, algunos mayores de edad, y también con adultos y personas consideradas importantes. Como Víctor Lomelí y Jesús Villagrán en la primera semana, que me invitaron al cine y al boleo respectivamente, que ya mencioné, Gerardo Orozco, Cuco Ocegueda, Juan Diosdado, Felipe Orozco, Ernesto Córdova, Servando Muñiz Hernández, Salvador y Bernardo “Nitos” Mercado, Jesús Valle Vázquez, Adolfo, Norberto y Enrique “Chato” Fonseca Navarro, don Víctor y don Ezequiel González Orozco,  don José González, cuñado de don Víctor, y don Jesús González, concuño, don Bardomiano Mendoza, don Ramón Orozco González, don Alejandro y don José Orozco, Cristóbal Lozano, Ignacio y José “Pepe” Castellanos Flores, don Manuel Navarro Ruiz, don Roberto, Dr. Fernando y Carlos de Alba Hermosillo, y muchos más, que por no mencionar quiero olvidar.  
En los cuarentas la violencia del país todavía tenía sus resabios. En Atotonilco, que era un fuerte imán de concentración de varios lugares, había hechos de sangre, sobre todo los domingos y días festivos. Llegué a oír que domingo que no hubiera muertito no era normal. Tuve un compañero en la escuela que sólo recuerdo su apellido Hernández, que quedó huérfano de esa manera. Me tocó presenciar a escaso un metro el asesinato de uno de los dos hermanos apodados los Chapeteados, dueños de una tienda de abarrotes en la esquina poniente de la calle Bravo y Colón. El hecho fue en la cantina que entonces había en la finca del Mesón de San Cayetano, en Terán esquina con la ahora Dr. Espinosa, donde después, totalmente reconstruido por don Enrique Fonseca Navarro, tuvo un negocio abarrotera su hermano Adolfo, y ahora es la tienda Milano. Iba caminando por la banqueta y el emparejar las puertas abatibles de la cantina, salió el fallecido de espaldas, con un tiro de frente en el cuello casi rosándome, para caer muerto boca arriba en frente de mí.  
En las vacaciones nos íbamos a Garabatos, básicamente a la casa de la abuela materna Emilia, lugar exacto donde nací. Aprovechábamos, sobre todo las largas de verano, para visitar en el mismo rancho a nuestros demás parientes, como  la abuela paterna Francisca Hernández de la Torre, viuda también, con su segunda familia e hijos José, Felipe y Jesús, y su esposo Juan Moreno Ubario, al que siempre le dijimos sólo tío; también a los sí tíos de la Torre de la Torre al lado norte del río, cuyo cauce y parte de las tierras son ahora asiento de la presa que irriga parte del plan del municipio. Destinábamos unos días para ir a Las Hormigas, ya en el municipio de Tepatitlán, a visitar a la tía Julia hermana de mi madre y su, como la nuestra, numerosa familia formada con su esposo Alberto Navarro Navarro; ahí saludábamos también a la familia del tío, primo hermano de mi madre, Ramón Franco  González y su esposa Cayetana Castellanos.  
En una de esas vacaciones, mi primo hermano Manuel “Manuelillo” Gutiérrez Galindo, hijo de mi tía Francisca, con quién llevé una entrañable amistad, más que con ningún otro primo hermano de los más de cien que somos, había comprado una motocicleta  en  Tepatitlán y junto con Leopoldo Navarro Galindo, de la tía Julia, fuimos a recogerla, montados en ella los tres hasta Garabatos, gran parte por caminos de a pie, yo en medio, y ya de noche, con un reflector de pilas en cada mano. En una ladeada de la moto, los rayos de la llanta trasera arrollaron mi pie derecho, con todo y zapato, cortando de tajo la parte talonera, dejándome bastante mal.  
Llegamos entre matorrales y lugares de concentración de ganado. La tía Pachita después de retirarme el desgarrado zapato, me lavó con agua hervida y agua oxigenada, me espolvoreó sulfatiazol y con un trapo limpio me vendó; nada de vacuna antitétano, ni cosa parecida. En un momento confundió un colgajo nervioso del talón con las pajas pegadas, y al darle un tirón, para bien, no pasó de un toque eléctrico que casi me desmaya. Salvo eso, a dormir porque en la mañana del lunes nos esperaban nuestras obligaciones.  
Al regresar a clases a pocos días del accidente, me curaba en Atotonilco de manera similar. No me impedía que diariamente en el recreo y en la salida jugáramos futbol en el jardín hidalgo, nuestra cancha habitual, con pelota de trapos y forro de media. Me enseñé, en consecuencia, a patear mejor con el pie izquierdo, y más si se trataba sólo de penales ante los estrechos marcos paralelos de las canastillas de basquetbol.  
En otras vacaciones, navideñas, acompañé a Manuelillo a Ojo de Agua de Latillas, Mpio. de 
Tepatitlán, a preparar unas tierras con la maquinaria agrícola que había adquirido. Comenzamos con las de un tío abuelo. La comida con él era tan poca y realmente mala que  nos quedábamos con bastante hambre. El segundo día de trabajo a eso de la una de la tarde, antes de comernos lo que llevábamos, compramos con el abarrotero dos sardinas Calmex, refrescos y galletas de soda. No nos ajustó una y, gran error, dejamos la mitad de la segunda para en la noche completar la cena. A partir de las diez u once de la noche estuvimos dando vueltas continuas al corral de la casa, en campo raso, hasta que como a las cinco de la mañana se nos cortó, bendita salud de juventud, la chorrera terrible que traíamos.  
Luego nos cambiamos ahí mismo a unas labores del rico Sr. don Jesús Villa, quien nos trató de maravilla, como si de él sí fuéramos su familia, quien conocía bien a la nuestra. En lo particular le tenía mucha estimación a mi padre. Y quien no, si sus hazañas desde niño eran bien conocidas en la región.  
Para regresarnos de Garabatos a Atotonilco de unas vacaciones navideñas del 47 o 48, Mercedes, José Luis, y yo de unos 11 o 12 de edad, fui a capturar un macho colorado muy manso que se utilizaba como mil usos. Lo reconocí luego entre la manada en el plan o tierras de riego del rancho, que en las aguas ese año no se habían sembrado y se estaban preparando para las siembras de riego de invierno. A la distancia conveniente solté el salitre que llevaba como cebo en mi paliacate, y pronto le puse la soga al cuello al animal.  
El hato se arremolinó disputándose la carnada, y una de las yeguas le dio unas patadas al macho, que empezó a correr alrededor y me arrastró enlazado por la cintura. Logré, de bruces, providencialmente controlarlo unos 25 o 30 metros después. Me causó mucho más susto el ver mi cabeza a escaso un metro de las rocas que las crecientes del río habían arrojado al terreno en el temporal lluvioso.  
En el curso de quinto año, el Sr. Agustín Contreras “El Abuelito”, exjugador del primer esquipo del Club Atotonilco, con la autorización de la escuela, organizó entre nosotros el Club Victoria de fut bol, en el que fui defensa derecho. Como a los tres meses de entrenar, el segundo equipo del Atotonilco, igual con adultos y grandulones como el primero, no nos quería ni ver. El equipo de Fábricas Unidas de Atotonilco, también de adultos pero no tan curtidos,  flamante y apantallador porque estaba muy bien equipado, a diferencia de nosotros que jugábamos unos con guaraches y otros con zapatos del ramo o de vestir, y de uniformes ni en piensos, aceptó a regañadientes “regalarnos” un partido, en vez de dominical, en un día festivo desocupado, creo un 5 de mayo. Dos o tres de sus elementos valentonearon que si les ganábamos dejaban tirados sus zapatos en el tradicional campo Almenas, ubicado entre lo que fue la alameda y el camino a la estación del ferrocarril.  
En el primer tiempo, que eran de 25 o 30 minutos cada uno, nos metieron con burlona facilidad 3 goles. Empezamos el complemento después de la consabida regañada del abuelito, “querían un partido ¿no? pues ahí está, sino ganamos se va a acabar el equipo” Resultó que cuando menos uno de los contrarios, Antonio Valvaneda, abandonó sus herramientas de juego en el campo, ya que les anotamos 5 veces para un contundente 5-3.  
Este club Victoria después desapareció un rato y luego se convirtió en el Independencia, el cual trascendió varios años, también surgió por ese tiempo el Cuauhtémoc, en el que jugó mi hermano José Luis, luego Ramón un tiempo en el resurgido Victoria, de donde pasó a las juveniles del Atotonilco y por último Adolfo en el, ya en liga local, Calzado Pepín. Todos en el mismo puesto de defensa derecho.      
La abuela Emilia tenía en Atotonilco entre sus propiedades, una vecindad en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces Callejón de Santa Rosa, que después le vendió a don Cristóbal Lozano, de la que pronto me encargó el cobro de las rentas. Una parte de los inquilinos, mejor dicho inquilinas, porque me tocaba tratar con las señoras, difícilmente podían, o querían, cumplir su compromiso y me hacían volver y desatinar mucho.  
Para ayudarme en lo económico, principalmente para mis gastos en libros y revistas, cine casi cada vez que se cambiaba de programa, y el alquilar en la plaza en el puesto de don Juan, de Chamacos, Pepines y otras revistas, empecé a lavarle el coche  y hacerle mandados al Dr. José Guzmán Martínez. Discurrí también en hacer saltapericos con garbanzos, clorato (que entonces se adquiría sin control alguno), y raspadura de cerillo, cuyo alcance de producción le vendía a una amiga güera pecosa y robusta que le decían la boxeadora, que manejaba un puesto de su papá también en la plaza. Este negocio duró poco, hasta que a mi hermano José Luis, al tomar a escondidas mi menjurje, que contenía un reley de coche, le explotó a la altura del tórax, destrozándole la mano derecha, en que si no ha sido por el Dr. Guzmán se le amputa, según describo también en el relato respectivo.  
A falta de los truenos, conseguí un trabajo, no muy agradable, que consistía en cargar en el camión comando para carga y pasaje que corría diariamente de Atotonilco a San José de Gracia, con parada en San Francisco de Asís, propiedad de don Antonio Gómez a quien ayudaba su hijo Jesús. Consistía en cargarle al vehículo los cueros frescos, estilando todavía algunos líquidos, que del rastro se enviaban a San José.  
Entre las labores cotidianas que me tocaba hacer en la casa, una era barrer la calle todos los días. Al lado, antes de que cambiáramos ahí la tienda, se le rentaba el local a don Miguel Parra para su sastrería. Uno de sus ayudantes, que le tocaba barrer su parte, a veces nomás aventaba la basura al lado nuestro ya barrido. Un policía maduro, no anciano, que creo le decían el ronco, se encargaba de revisar las calles. Llegó un día a reclamar que no estaba barrido y al decirle que yo había barrido como siempre, me dijo que volviera a barrer, sino me llevaba a la cárcel. Había leído en mis cosas que no se podía allanar una casa si no había orden superior; me alejé un poco del batiente de la puerta y le dije que se pasara por mí, para que viera como le iba. Con todo y su coraje se retiró sin alegar más.  
El recelo que en la población se le tenía al ejército, muy especialmente por sus atropellos durante la revolución cristera, aunque ya hubieran pasado casi veinte años, estaba muy vivo todavía. Por venir del rancho, escenario y testigo de muchas atrocidades, lo sentíamos más, sobre todo yo que había escuchado y luego leído bastante información al respecto. En Atotonilco que siempre tenía presencia militar, cada vez que veíamos un soldado, desde lejos nos cambiábamos a la banqueta de enfrente. Y ellos, que seguramente tenían iguales o similares desconfianzas, se portaban bastante hoscos con nosotros.    
Por mi afán de estudiar y conservar mi primacía absoluta como alumno y la cooperación con las necesidades de la escuela, me traspasaba mucho en la alimentación, llegando a pasarme algunas veces prácticamente sin comer todo el día. De repente en la mesa tumbaba o se me caían los alimentos de la mano. Mi papá se molestaba mucho hasta que cayó en cuenta que estaba enfermo.  
Un doctor  Dali por la calle Obregón y la 34 en el barrio de San Felipe en Guadalajara, me diagnosticó Danza de San Vito y más concretamente la variedad llamada Corea; que se debía a la falta prolongada de alimento y al tren de vida que llevaba. Me recetó una medicina a base de hierro, en suspensión, que recuerdo muy bien que se llamaba Perepar; que me fuera un tiempo al rancho. Así, estuve como niño mimado tres meses con mi tía Amelia, hermana de mi mamá en el rancho El Saucillo, entre Atotonilco y San Francisco de Asís, comiendo como rey y descansando todo el día. Me regresé totalmente recuperado a terminar el año escolar sin tropiezo ni menoscabo alguno en los estudios.  
Otro problema en esta época fue cuando tuvimos que regresar de improviso al rancho Garabatos, donde nací, porque mi papá en un carro de sitio de su propiedad sufrió un accidente catastrófico en viaje a la frontera con E.U.A., quedando sin coche y con deudas importantes. Afortunadamente un admirador suyo tenía ahí preparadas, ya en vísperas de las lluvias, dos labores para siembra de temporal que sembró y cultivó maravillosamente, sin ayuda alguna como era costumbre en él; para regresarnos al inicio del ciclo escolar siguiente, sin daño docente en absoluto. Mi padre, como he dicho en varias ocasiones, era un extraordinario agricultor y con una capacidad de trabajo titánica. Un aspecto singular de este suceso, fue que a falta de vaca, tomábamos leche de cabra, que no era  recomendable.  
Después de este incidente en que mi papá tuvo que deshacerse de un segundo carro de sitio que trabajaba con un chofer, con las deudas del accidente que tenía que pagarle al tío Gabriel hermano de mi mamá, decidió irse como bracero a los E.U.A., que conocía desde que adolescente aún, había emigrado ahí al asesinato de mi abuelo Cipriano en 1923, para hacerse cargo de su familia. Esto lo toco en un relato relacionado.  
Duraba en el norte seis meses de cada año. El patrón del ramo agrícola lo mandaba llamar previamente y con la carta de requerimiento pasaba la frontera con toda facilidad; además de que el productor del campo, lo estimaba mucho. Me enviaba los dólares para los gastos de la casa y los abonos a su cuñado, con quien pronto quedó saldada la cuenta.  
Egresado de la primaria y ya trabajando en La Colmena, tenía muchos problemas con mi hermano José Luis. Le pedí que ya no se fuera porque él y también mis demás hermanos lo necesitaban y no a mí como sustituto. Así, contra su intención de emplearse como cargador en la estación del ferrocarril, que tenía mucho movimiento, me empeñé, con discusiones fuertes incluso, que tomáramos en traspaso la tienda de abarrotes que estaba enfrente de la casa, en Javier Mina y Colón actual, que me ofrecía el Sr. José Trinidad Vázquez, con quien negocié de hecho contra su voluntad.  
Este negocio fue el principal sostén de la familia mucho tiempo. Después lo cambiamos a uno de los locales de donde vivíamos; se lo pasó luego a Ramón mi hermano y éste a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de María de la Luz. Una vez que disponía del domingo como descanso, en cuanto ingresé a Banamex en junio de 1954, lo suplía cada dos domingos. El otro lo aprovechaba seguido para irme temprano a Guadalajara en autobús, a ver dos funciones dobles de cine, según relato en “Al cine a Guadalajara”.  
En plena fiesta escolar del domingo 21 de junio de 1951, término de la primaria, de improviso se me presentaron cuatro religiosos muy bien ensotanados en café oscuro, diciéndome a boca jarro sin más que iban por mí. Ante mi lógico asombro y falta de antecedentes al respecto, me dijeron que como alumno número uno de la generación, me tenían preparado un destino fabuloso en su organización. 
Con todo y asombro, mi cortedad y enorme timidez, rechacé el ofrecimiento, explicándoles que iba a empezar a trabajar el lunes siguiente, para ayudar en todo lo posible al mantenimiento de la casa, porque éramos muchos y yo el mayor y mi padre no alcanzaba a cubrir lo necesario. Por sus modos, no podían ser más que de la Compañía de Jesús o de los Legionarios de Cristo. La información tuvo que salir de alguna parte. De la escuela, lo más posible, pero la maestra Felícitas Sánchez nunca me dijo nada. Quizá de la parroquia, pero el Sr. Cura José de la Torre Rueda, que me guardaba mucha estimación, sin duda me lo hubiera propuesto. Tal vez haya sido de las librerías jesuitas San Ignacio o Buena Prensa, de las que ya de tiempo era su cliente. En fin, nunca supe quienes me recomendaron, ni más noticias de mis entrevistadores.  

Efectivamente, había conseguido un trabajo eventual en la reconocida empresa citrícola y hortícola Casa Valle, que en lugar de uno duró tres meses, para de inmediato, a fines de  septiembre, ingresar a la abarrotera La Colmena, de la que en muy poco tiempo me hice cargo. Estas ocupaciones también ocupan relatos aparte.