viernes, 25 de julio de 2014

RANCHO EL SALVADOR

De San José de Gracia, a donde habíamos llegado de Garabatos, en poco menos de un año, a mediados de 1940, regresamos al campo, esta vez al rancho El Salvador, llamado antes Zapateros. Yo tenía unos cuatro años y medio y era el mayor de cuatro hermanos. María Mercedes, José Luis y Ramón eran los menores. Los tres lugares mencionados, cercanos entre sí, nos habían hecho vecinos de otros tantos municipios: Tepatitlán, Tototlán y Atotonilco, respectivamente. 
El Salvador, como muchos otros ranchos, incluyendo Garabatos donde nací, estaba aún revuelto por los resabios de las revoluciones, principalmente la Cristera (1926-1929) Crecía la migración familiar a lugares urbanos y ciudades importantes, y buena cantidad de hombres, aún no de mujeres y niños como ahora, de braceros a los Estados Unidos.  La falta de trabajo y servicios en un sistema de gobierno muy distante y ajeno a las necesidades del medio, eran una desgracia, como todavía al presente lo sigue siendo. 
La rentabilidad y los valores de las propiedades rurales se habían deteriorado. Con todo,  los terratenientes alteños, arraigados al terruño y al concepto sagrado de propiedad y de trabajo, se hacían vivir con muy poco. Los de mejor posición económica, que ya tenían o habían adquirido propiedad urbana, compartían las dos residencias, e incluso alternaban sus actividades de trabajo. No faltaban quienes dejaron sus tierras en manos de encargados, medieros o trabajadores del campo, que encontraran disponibles.     
En la corta estadía de San José de Gracia, mi padre no tuvo éxito con una máquina manual  para embotellar refrescos, todavía de aquellos con tapón de gancho de hule, aún con el intento de obtenerlo uno o dos meses en El Salto, cercano a Guadalajara. Fue definitivo el advenimiento del tapón corona, metálico, y la invasión de los mercados en masa de marcas reconocidas, y grandes empresas.  
Así las cosas, decidió comprar una propiedad rústica en El Salvador. Eran unos cincuenta solares, 13.5 hectáreas aproximadamente, de tierras enmontadas y desatendidas por su propietario, un anciano llamado Teodosio, que sólo tenía a su esposa y una hija solterona como inútiles segundas manos, quien una vez hecho el trato, se echó para atrás, teniéndole mi padre que mejorar el precio. A raíz de esto, se creó ahí el apodo Don Tocho para los rajones.  
Mi padre se dedicó con titánica destreza a acondicionar la propiedad lo más pronto posible. En un tiempo muy corto, sin ayudante alguno y con rústicas herramientas, desmontó y limpió el terreno, cortó grandes guayabos criollos y otros árboles similares, así como  deshizo corrales innecesarios y rehízo y reforzó las cercas que delimitaban de la propiedad.
La tierra, aunque pobre, deslavada y dispareja, así como llena de pedregales, ofrecía sin embargo buenas expectativas por la abundante agua rodada, limpísima, de que disponía, surtida por un canal que la abarcaba de lado a lado, y sabido es que con agua no hay tierra mala. Los logros del nuevo e incansable dueño fueron sorprendentes para propios y extraños. Implementó cultivos de riego de cacahuate, alfalfa y un poco de caña de azúcar, huerta de naranjos y papayas, así como de hortaliza, sin dejar la siembra de temporal de maíz terciado con frijol.  
En los ranchos las actividades cotidianas se reparten entre todos los miembros de la familia que puedan hacer algo desde temprana edad. Conforme a un considerable grado de precocidad, que en el campo se da naturalmente para estos menesteres, los niños realizan tareas que en los medios urbanos no tienen lugar ni se pueden hacer. En los hijos mayores generalmente recaen más estas obligaciones.  
Entre éstas figuraban cuidar a mis hermanos mencionados, y luego a Cipriano y María de la Luz que ahí nacieron después; Adolfo, Evangelina, Rosa María y Jorge, de por medio una mala cama de mi mamá, nacieron en Atotonilco. Además me tocaba darles de comer a los animales caseros, y de pila al ganado mayor en tiempo de secas; apialarle a mi padre las vacas para su ordeña diaria; llevarlas luego con sus becerros a pastar al potrero correspondiente, y a media tarde apartarlas de éstos, para la ordeña del día siguiente; pasear o enfriar el caballo de trabajo al terminar la jornada diaria al retorno de mi padre; aprovisionar leña para la cocina; limpiar los frijoles y otros comestibles del diario en la comida.
Al término del segundo año, todavía se dio mi padre el lujo de rentarle unas tierras al tío Guadalupe de la Torre de la Torre, de Garabatos, enfrente de la propiedad, camino real y río de por medio, alternadamente para siembra y agostadero. Se trajo luego de ahí, pero de con mi abuela Emilia, que había reducido mucha siembra, uno de los medieros para que le ayudara. A estas tierras, en su caso, me tocaba llevar las vacas después de la ordeña. 
Las trasladaba por el camino angosto paralelo al canal del agua, a su vez paralelo a la cerca de piedra que dividía la propiedad, con la orilla inmediata de las siembras al lado contrario. Los animales tendían a invadir los cultivos con tanto celo cuidados, y a mí así me iba con mi padre sí lo lograban. El ganado, criollo, no era precisamente dócil.
Al llegar con el pequeño hato a la puerta cuata de madera que daba acceso al camino real, tenía que abrirla de espaldas a las vacas. Las teleras centrales inmediatas arriba y abajo de la tranca pasadera, eran curvas opuestamente para dar mayor espacio, quedando así una abertura amplia en  relación a las demás. A una de las dos vacas, llamada La Colmena, un día se le ocurrió levantarme en vilo por el cinto, a través del hueco de la puerta. Caí ileso de pie al otro lado. Le di una certera pedrada en uno de los cuernos, que les duele mucho, haciéndola revolcarse y bramar en el suelo como loca.
En otra ocasión, en plena temporada de lluvias, se me fue otra de las reses al barbecho de cacahuate poco antes de abrirles la puerta. Al brincar del desnivel del camino hacia el sembradío, un asiento de botella me rajó la planta del pie izquierdo, al voltearse por lo llovido y el impulso, mis huaraches de raya. Continué la tarea y regresé marcando el camino con un hilito de sangre. Mi mamá me lavó muy bien con agua hervida con sal, y me vendó con una tira limpia de manta, y ya, nada de agua oxigenada ni sulfatiazol. Me recuperé muy rápido y sin contratiempos, como sucedía y se requería en el campo. Me quedó una larga cicatriz, de la que luego dejé hasta de acordarme. De tétanos u otras infecciones propicias por el estercolero en que anduve, jamás supo el incidente.
En otra ocasión, siendo la ordeña en los terrenos rentados, otra de las vacas, "La Naranja", se propuso no dejarse ordeñar. Me había tumbado varias veces al intentar apialarla y al suplirme mi padre en el amarre, también lo tiró. El animal ya entrado en gastos corrió desaforado cuesta abajo hacia el río y él utilizando una soga de jarcia común, no de lazar conocida como de chavinda, con una habilidad inusual la lió por los cuernos y sin punto de apoyo, más que sus pies en el piso disparejo, volcó la vaca hacia atrás, dejándola clavada patas arriba con los cuernos enterrados en la grama. El grado de dificultad de esta faena es enorme, sólo lo pueden hacer personas muy fuertes y de destreza extraordinaria.     
Los vecinos destacados de ahí, que llevaban muy buena relación con nosotros, eran, entre otros, los Sres. Filemón Abarca, Salvador Barba, emigrados luego a Guadalajara, Crispín Gallardo, todos con negocios de abarrotes, Pascual Barba padre de Salvador, que tenía negocio de arriería; los hermanos Natividad, Inés y Pascual Aceves. También sobresalía la familia del Sr. Tomás Mireles. Rosario hija del Sr. Abarca, se casó con Francisco de la Torre Franco (qepd), primo hermano de mi padre, que radicó en Atotonilco. Otra de sus hijas, creo que Carmen, novia de mi tío Alberto, el hermano menor de mi padre, en una clase dominical de doctrina, de las pocas que a regañadientes asistí, rifó en caballito de sololoy, que “gané” diciendo el número 12, que ella me “sopló” que era el bueno.   
Lupe Aceves, hija de don Inés, fue la esposa de Julián Morones, que mi padre había traído como mediero, con su mamá y una hermana, quedándose éste ahí al comprarles a los tíos de la Torre de la Torre, unos solares de las tierras rentadas por mi padre, 
El Sr. Crispín Gallardo, abarrotero, era aparte guarda vinos de una de las dos fábricas de tequila que en ese tiempo había en el rancho: la del Ing. Porfirio Barba, hijo de don Andrés Z. Barba, hombre muy conocido en el medio de la charrería y en el folklore nacional. Esta propiedad es ahora de Enrique Franco Galindo, primo hermano del que esto escribe, al igual que del predio de la otra fábrica que era de Carlos y Julio González Estrada, después de pertenecer un tiempo, ya improductiva, a Andrés González Morales, hijo de don Carlos.
Jesús Mireles, hijo de don Tomás, después de comprarle a quien mi padre había vendido la propiedad y completar el descuido de la misma, muchos años después en una visita a Garabatos con mi papá, en el paso obligado por El Salvador, ni el saludo nos contestó. Después fue asesinado y dejado en un barranco, en donde al parecer ni los restos se encontraron. Sus hermanos hombres eran Trinidad, Pedro y Alfredo. El último murió también de forma violenta, radicado en San Francisco de Asís, del municipio atotonilquense.  
Javier Barba Hernández, hijo de don Salvador, al tiempo se dedicó en Guadalajara a negocios y actividades fuera de la ley, muriendo también por las armas. Una de las hijas del Sr. Mireles fue esposa de Toño Franco, que en Atotonilco durante muchos años tuvo una tienda de abarrotes que combinaba con licores, donde un grupo de amigos nos la pasábamos muy a gusto, según describo en estas vivencias en el apartado correspondiente.
Dos hermanos, personajes turbios, desconocidos en el rancho, que de similar lugar habían llegado a El Salvador un poco antes que nosotros, a instalarse en el margen pedregoso del río chico, antes de juntarse éste con el río principal, se la traían de a gratis contra mi padre.
Los almácigos o planteros de cebolla, estaban siendo destruidos por una de sus marranas. Al descubrirla una noche velando la siembra, mi padre le dio una pedrada fatal en la cabeza. A la mañana siguiente, amaneciendo, se presentaron los afectados y sus familias cargando el animal dañero, en demanda de su pago. Mediando la prudente e inteligente intervención de mi mamá, pagó a cambio de corregir la situación, que a la postre mal cumplieron.    
Aunque mi padre nunca lo comentó, creo que la suma de esfuerzos tan relevantes durante su vida, no reconocidos ni retribuidos debidamente, sino algunos, tomados en su contra; las  dificultades de su infancia, además de la insistencia de familiares y extraños de procurar a sus hijos educación escolar, lo orillaron a salir del medio rural para él tan conocido y llevarnos al sector urbano.   
Careció de escuela, enseñándose a medio leer y poner su nombre, cuidando el hato de chivas de su casa, en un silabario y cartilla de San Miguel; hacerse cargo de su familia a los 14 años al ocurrir el artero asesinato de su papá; el robo descarado del dinero a cuenta de la compra de una fracción de tierra en la división fraudulenta del rancho; buscar mejorar la situación familiar como bracero en los EUA, con la poca cooperación de su primo, y lo peor, que los envíos de dólares fueran despilfarrados por sus hermanos, y la caída de su mamá, viuda, ante un militar de paso en la guerra cristera.
Los esfuerzos sin mayor éxito al regreso de EUA para hacer gentes de trabajo a sus hermanos; el no cabal reconocimiento de su destacado desempeño en el rancho a la muerte de mi abuelo, por parte de su suegra, y más aún la falta de apoyo ante el incidente con una yegua del rico tío José Galindo.   
En una ocasión, muchos años después, le comenté, por aquello de que la cabra siempre tira al monte, si no hubiera sido mejor quedarnos en el medio rural, que él tan bien conocía y era tan reconocido por sus hechos de nobleza y hazañas de trabajo, de lo que nosotros bien habíamos podido heredar parte, y que además la gran mayoría de nuestra extensa rama de familiares ahí se había quedado y la pasaban bien. Con su contundente forma de contestar, sin afirmarlo ni negarlo, me dijo secamente que nosotros no estábamos para eso. 

DÍGANLE SÓLO JESÚS

Por costumbre, en muchas familias como la nuestra, al primogénito le tocaba llamarse como el abuelo paterno, en mi caso Cipriano, y si hubiera sido mujer, Manuela por mi abuelo materno Manuel. Al corresponderme en el santoral el del único santo mexicano, decidieron mis padres no hacerle caso a la regla y bautizarme como Felipe de Jesús. También como regla tampoco escrita, pero que al caso sí se cumplió, mis padrinos fueron mis abuelos maternos.
Al registrarme en Atotonilco el Alto en vez de Tototlán, a cuyo municipio corresponde el rancho Garabatos donde nací el 5 de febrero de 1936, que divide las dos municipalidades mencionadas y la de Tepatitlán, mi abuelo declaró, por haberse pasado más de siete días, que había venido al mundo el día 14, dos antes del registro, y no en el rancho citado, sino en el lugar de registro. Curiosamente conocí Tototlán muchos años después.
Mi padrino y abuelo pidió, como quien dice ordenó, que me llamaran sólo Jesús, como su estimado cuñado y compadre hermano de mi abuelo Cipriano (ver relato Un artero cuádruple Asesinato) Así que fui Jesús, y lo sigo siendo para la mayoría de parientes y conocidos del medio rural. Cuando nos trasladamos a Atotonilco, procedentes de El Salvador, este rancho sí perteneciente al lugar, estaba por cumplir 9 años. Al inscribirme en la primaria, junto con José Luis, hermano menor, mi madre nos mandó solos a la escuela, diciéndome a bocajarro, mi nombre completo. Al dar sólo Jesús, ni en cuenta lo de Felipe, la directora María Felícitas Sánchez Ramírez, a un codazo rectificatorio de mi hermano, di mi nombre completo, pero por falta de espacio o comodidad, anotó sólo Felipe, en la Escuela Urbana Foránea para Niños No. 15 Benito Juárez.
Y fui sólo Felipe hasta que al inicio del cuarto grado, pedí hacer la corrección. ¿Por qué tanto tiempo? Al principio por una timidez que parecería inexplicable y luego por haberme acostumbrado y no considerar importante el equívoco. Los problemas de la discrepancia no se hicieron esperar. Por ejemplo al irme a buscar los amigos, mi mamá en la casa me negaba porque ahí no vivía ningún Felipe y, que una tía dijera que era una fantochada que me hubiera cambiado el nombre. Las dificultades trascendentes vinieron después.
Documentos como el Certificado Escolar de Primaria, Mi Diploma y diversos papeles de Contador Privado de la Escuela Bancaria y Comercial, Cartilla Militar, Credencial para Votar, facturas de mis ya bastantes libros de varias librerías y editoriales, etc., contenían mi nombre, lugar y fecha de nacimiento ciertos. Banamex en 1955, había ingresado el 8/6/1954,  nos pidió actas de nacimiento a todo el personal. Así, me enteré de las diferencias y decidí gestionar la modificación del acta de nacimiento, que era lo correcto y más práctico, principalmente porque era la verdad; además, a diferencia de no pocos individuos que conozco, me gustaba el lugar donde dejé el ombligo. El Juicio de Jurisdicción Voluntaria correspondiente, por amistad a cargo de un abogado consultor del banco, en que obviamente no llevaba interés económico, como tampoco el tortuguismo oficial característico en estos asuntos, incluyendo la repetición de edictos dizque desaparecidos en el expediente, y la concurrencia testimonial de tres personas mayores que dieran fe de la petición, después de tres años,  tuvo feliz término.
Cuando el banco me dotó de tarjetas de presentación, como premio a mi calidad y cantidad de trabajo, dándole varias veces la vuelta a todos los departamentales de la sucursal, sin siquiera nominalmente el de Volante, que brincaba hasta para darle vacaciones al contador, tuve que pedirle que incluyera en las mismas “de Jesús”, por la confusión que originaban.
Las diferencias en los documentos del registro civil, como  nombres, fechas, lugares, etc., son muchísimas y muy variadas, provocadas en su mayor parte por los encargados de los registros civiles, inaptos o no entrenados para desempeñar el cargo, conjuntándose la aportación de datos inexactos de los familiares, en lo que, peor aún, se les ocurre identificar a alguien, como si nada, con otro nombre y hasta con un apodo.
Imprecisiones de diferente índole en los libros, como faltas de ortografía y de criterio, abreviaturas extrañas, y otras, llenarían considerable de páginas. En la emisión de certificados oficiales, las inobservancias u omisiones de las notas marginales por rectificaciones, como me pasa seguido al solicitar un acta de nacimiento, son cosa ,prácticamente común en los registros civiles; incluso en los centralizados o digitalizados con los sistemas modernos.
En la petición citada del banco, al compañero José Silva Carranza, lo localizaron en los libros hasta que, tiempo después por ausencia, su papá le dijo que no se llamaba José sino Martín como él.
Anotaciones como M M. Ma Ma. o J J. por María y por José, así como Velasco o Velazco, Hueso o Huezo, causan serios problemas, e igual lo chusco por ejemplo de los Ufemios o Ulogios, sin la E inicial. Al caso viene que el personaje Coné del cómic chileno Condorito, que es su tío, el registrador, no nada más en México se cuecen estas habas, asentó así el nombre por la  misma incongruencia.

GARABATOS

Nací, según me indicaba mi madre, como a las dos de la mañana del 5 de febrero de 1936, como Felipe de Jesús, en el rancho Garabatos del municipio de Tototlán, en el que colindan los de Atotonilco y Tepatitlán, en la zona alteña jalisciense. Mis padres fueron Francisco de la Torre Hernández y María Dolores Galindo González. Vine al mundo en la casa de mis abuelos maternos Manuel Galindo González y Emilia González Franco, porque el abuelo le pidió a mi padre al casarse (7/5/1935), conociendo su acrisolada honradez y destacadas cualidades para el trabajo, que se fuera a vivir ahí para que le ayudara en el manejo del rancho, que era ya el más importante de los cuatro de la zona.
Los otros tres ranchos eran el de los tíos de la Torre de la Torre del otro lado del río, hijos del tío Aurelio de la Torre de la Torre y Luciana de la Torre Álvarez, originaria de San Miguel e l Alto. Este señor fue uno de los muchos mártires cristeros civiles de la Revolución Cristera (1926-1929) que es motivo de otro relato. El tercer rancho, era el del tío Cirilo Franco Hernández, ver relato Un Falso Hacendado, concuño del abuelo, pues era esposo de Magdalena González Franco; y el último, el ejido Garabatos, asentado ahí en la década anterior por las malhadadas gestiones del Sr. Franco.
En esta zona jalisciense de tierras áridas y pobres, donde al concepto de tenencia lícita se le da el más alto valor e inviolabilidad, y en que las extensiones de tierra de un solo propietario eran auténticos minifundios o pequeñas propiedades, el reparto agrario siempre fue mal visto y considerado fuera de lugar. La dedicación de los alteños al trabajo afanoso y no pocas veces heroico, ha sido motivo de reconocimiento de propios y extraños. Con todo, como en todas partes, no faltaron algunos cirilos en el arroz.      
Con el beneplácito de mis padres y por la arraigada costumbre, prácticamente ley no escrita, mis padrinos de bautizo fueron mis abuelos citados. Como el registro fue después de una semana, mi abuelo al inscribirme en Atotonilco el día 16, declaró que había nacido ahí y no en Garabatos el día 14 en vez del 5. Pidió luego a todos que me llamaran sólo Jesús, en recuerdo de su cuñado, amigo y compadre Jesús de la Torre Angulo, hermano de José y de mi abuelo paterno Cipriano, a quienes junto con un amigo mutuo, habían acribillado en 1923 en dicha ciudad, en un artero cuádruple asesinato, que también es objeto de otro relato, lo mismo que las consecuencias de los errores en mi acta de nacimiento.  
Las estrategias para fortalecer los patrimonios familiares de carácter cuasi feudal, eran, y lo siguen siendo en gran medida, emparentar con parientes o amigos de conveniente posición económica y social. Mi padre, sólo lejano emparentado político de su suegro, era muy apreciado por éste, por sus cualidades mencionadas, gozaba de su total aceptación, aparte de que, aún adolescente, a la muerte de su padre, se había  hecho cargo de la familia. Esto no era igual con su suegra, mi abuela, principalmente por su falta de patrimonio y por su carácter fuerte e independiente. Pero le convenía, entre otras cosas, para que adiestrara a sus dos hijos varones, un tanto bisoños todavía, Rafael y Gabriel, que completaban, con ocho hermanas, la numerosa familia Galindo González. Sobra pues decir, que no quería que el patrimonio fuera a caer por ningún motivo, en manos de sus yernos.
Al fallecer el abuelo en 1938, doña Emilia fue pensando en prescindir de los valiosos servicios mi padre, para dejar la hacienda en manos de sus dos hijos, quienes ya le habían aprendido bastante. Le vino a mano como pretexto un incidente entre mi padre y el tío bisabuelo José Galindo Castellanos, hermano de su suegro. Este señor, conocidísimo de todo mundo, era muy rico en tierras, ganados y otros bienes; acostumbrado a mandar y ser obedecido sin objeciones. Le reclamó a mi padre de manera muy violenta y arbitraria, el que en la caballada que se estaba utilizando para la trilla de trigo, se encontrara revuelta una yegua de su propiedad, de lo que era ajeno  mi padre. La enérgica autodefensa del inculpado le molestó mucho, llegando el asunto al conocimiento de la abuela.     
Garabatos fue de los ranchos incomunicados y dejados de la mano de dios, que en contraste, y tal vez por ello, llegó a tener una población de cierta importancia, máxime que la migración a los pueblos y cabeceras municipales, era entonces incipiente. Por ejemplo hasta en años recientes con la construcción de la carretera Tototlán-Tepatitlán, que lo ubica a una decena de kilómetros, las cosas han cambiado bastante, pero sigue siendo un espacio bastante despoblado y reducido por el vaso de la presa, también de hechura reciente, que irriga, a la eventualidad de las lluvias, otras áreas del municipio tototlense.               
La familia Galindo González llegó a Garabatos en 1917 o 1918, ya con seis hijos, que habían nacido dos en El capulín y cuatro en Ojo de agua de latillas, ambos pertenecientes a Tepatitlán, entre 7/1/1907 y 10/1/1917. Los cuatro restantes nacieron en su nueva y definitiva residencia a partir de 1919. 
El tío Cirilo arribó en la misma época como administrador, y no dueño como se ostentó,  procedente de los alrededores de San Ignacio Cerro Gordo, favorecido por una familia González de Jalostotitlán, éstos sí acaudalados hacendados, que habían aceptado la petición de sus padres para que sentara cabeza, pues ya con varios hijos, se seguía comportando como hijo de familia; además tenía problemas con la ley. Mujeriego, organizador de fiestas continuas, inquilino de carreras de caballos y gallos de pelea; todo esto nada fuera de lo común en muchos alteños, pero sí fuera de lugar su habilidad como sablista consumado, en lo que el objetivo acostumbrado a victimar era su concuño.    
El ejido, se había instalado, como mencioné, a instancias y componendas de don Cirilo con el gobierno. Después de no haberles rendido en ningún momento cuentas a sus patrones,  quedarse con el dinero que varios compradores vecinos le habían entregado como parte o total de respectivas fracciones del rancho, que como último recurso promovió ante los dueños y utilizó  indebidamente en connivencia con las autoridades para adjudicarse buena parte de la hacienda y cambiarle de nombre a esas tierras como El Carmen, porqué, trayendo la soga al cuello, provocó el advenimiento ejidal básicamente con gentes de fuera, incluyendo al  nefasto líder agrario. 
A los compradores, entre ellos mi abuelo paterno Cipriano, quien no contaba con otras tierras, el falaz embaucador les ofrecía recuperar parte de lo perdido, pero como ejidatarios, negándose todos rotundamente, al igual que la mayoría de medieros y campesinos dependientes, que querían enrolar para cubrir la nómina, teniéndola que complementar con fuereños como ya se dijo.
Entre las tropelías del comisario ejidal, además de amenazar continuamente a los pequeños propietarios con peticiones para ampliar el ejido, le canceló a mi padre, sin razón alguna, un contrato de arrendamiento para pastos de su ganado, dejándole cobarde y groseramente el aviso a mi madre. En su búsqueda para arreglar el asunto mi papá, para bien, no lo encontró en el escondite que había escogido, por lo que, ya más calmado, optó por venderle los animales, unas doce o quince cabezas de ganado, a su cuñado Rafael, a quien el malandrín, por otras reyertas personales, después asesinó. Al tiempo lo apresaron por otras fechorías en su cuenta, y el tío Gabriel no quiso agregar a sus culpas el homicidio de su hermano.             
Don Cirilo que siguió fiel a su modo de vida, durante la Revolución Cristera (1926-1929), se vio involucrado en un hurto de fondos del ejército. El militar de grado que envió posteriormente el gobierno a los Altos, General Miguel Z. Martínez, que comandaba el 54º Regimiento de Caballería, cuyas acciones tuvieron más de cacería de personas que de su apaciguamiento, lo colocó en el pelotón de fusilamiento, salvándose en el último momento mediante el salvoconducto que en el lecho de muerte firmó con gran dificultad en Tepatitlán, el bisabuelo Justo Galindo Castellanos, hermano del citado tío José, que aún era juez de paz y de acordada en la región.
Con 16 o 17 años de edad, al quedar huérfano en 1923, mi padre se fue de bracero a los E.U.A., para hacerse cargo de su familia. Aunque era el segundo hijo, el mayor, Agustín, no respondía al compromiso y el resto estaban pequeños. El primo Filemón de la Torre de la Torre, después esposo de su hermana María, le pidió acompañarlo. Realizaron en el norte, durante aproximadamente tres años, trabajos duros como el del  “traque” (ferrocarril) y agrícolas en el campo, de los que el primo, no tan necesitado ni entusiasta, luego quiso abandonar. Don Cirilo le había prestado a mi padre doscientos pesos para irse, que al regresarse le pagó religiosamente, no obstante el despojo de que había sido víctima la familia. Al no darle sus hermanos el destino indicado a las remesas que regularmente estuvo enviando, decidió, junto con el primo, regresarse para enderezar la situación, que incluía otros problemas, como la maternidad extramarital de su madre, en lo que se agregó a la cuenta de fechorías de Cirilo Franco y de una amante, su alcahuatería en el caso.     
Mi padre, con especial dedicación, no teniendo tierras propias y no haber otras alternativas, retomó las actividades agrícolas como mediero y jornalero en los cultivos del Sr. Franco, tocándole ahora, al igual que lo hizo con sus dos cuñados, enseñar a trabajar, sin mayor éxito, a los tres hijos varones de don Cirilo, Ramón,  Maurilio y Jesús. Obligó a participar en sus extenuantes tareas a sus hermanos, quienes nunca pudieron irle a la zaga. En Garabatos y en los ranchos del área, aún son relatadas sus hazañas insuperadas de trabajo. Se hacía cargo hasta de tres labores de siembra de temporal, maíz junto con frijol, y combinar en el tiempo de secas tareas a destajo en los cultivos de riego, trigo y garbanzo, en las que obligaba a participar a sus hermanos.  
La abuela paterna, Francisca Hernández de la Torre, pariente del marido asesinado, mi abuelo Cipriano, contrajo segundas nupcias con Juan Moreno Ubarrio, originario del norte del estado, quien como otros coterráneos suyos había buscado mejores horizontes hacia el sur. Procrearon dos hijos, Felipe y José, agregándose el entenado Jesús, fruto de la felonía que el miembro del ejército, Darío Vázquez,  le había dejado. El tío Juan, no abuelo, como siempre le dijimos, fue uno de los que aceptaron el agrarismo, en parte por no tener el concepto alteño de propiedad, y en parte, según aducía, para recuperarle a su esposa parte de lo perdido.
La comunidad ejidal, como era de esperarse, no gozó en ningún momento de empatía con los terratenientes, ni prosperidad ostensible, provocando como en muchos ejidos del país, el manoseo de parcelas y la más rápida migración a los pueblos, y peor todavía, a E.U.A., como braceros ilegales principalmente.  
Los cuatro hermanos hombres de mi padre, al tiempo fueron buscando otros rumbos. Su hermana María, como mencioné, se casó con el primo Filemón, cuyos hijos, primos hermanos y terceros nuestros, son en línea cinco veces de la Torre en siete roles, sin lamentar, afortunadamente, problemas de salud importantes. ¡Bendita vida del campo y más en aquellos años! En estos matrimonios consanguíneos tan frecuentes en el medio, siempre mediaban los permisos respectivos de Roma, mediante la intermediación clerical mexicana.      
José Moreno Hernández, medio hermano de mi padre, fue un admirable pintor sin manos, miembro oficial hasta su muerte de la organización internacional del mismo nombre, con sede en la ciudad de Vaduz, Liechtenstein en Europa; así como escultor, reparador de maquinaria, incluyendo relojería, e inventor. A principios de los cuarentas la familia tuvo que regresarse por poco tiempo a la tierra del tío Juan, Estación Castro (ahora Santa Bárbara en el municipio de Encarnación de Diaz) en la zona norte del estado. En una desbocada y caída de caballo de su hermano mayor Felipe, por la impresión quedó paralizado, quedándole sólo el cuello y la cabeza sanos. Al mismo tiempo, al parecer, contrajo polimiélitis, enfermedad que aún no era conocida. Se capacitó a base de esfuerzos propios extraordinarios y fue un benefactor del rancho. En relatos independientes, me ocupo de su trayectoria y la del medio hermano Jesús, quien al contrario, fue un hombre fuera del orden y la ley.      
Por la situación a la deriva, mi padre a fines de 1938 o principios del 39, con el producto de la venta del ganado al tío Rafael, y alguna otra cosa, buscó nuevos horizontes. Nos fuimos a San José de Gracia, municipio de Tepatitlán, en donde compró casa y una máquina manual para elaborar y embotellar refrescos, de aquellos que todavía tenían un gancho de corcho como tapón. La actividad, con el advenimiento del tapón corona de los competidores organizados  industrialmente, fracasó después de nueve meses, incluyendo uno o dos de reintento en Juanacatlán, cerca de Guadalajara. En ese tiempo llegaron a los pueblos chicos los refrescos con corcholata que conocemos.  
Le vendió la finca al tío Jesús Galindo Franco esposo, primo hermano y sobrino de la tía Consuelo hermana de mi madre. Decidió volver al campo, su elemento natural, de donde no debió salir, en cuyas faenas, como he dicho, era extraordinariamente experto. Adquirió en una buena oportunidad a fines del 39 o inicios del 40, un predio en el rancho El Salvador, contiguo a Garabatos, ya en el municipio de Atotonilco. Constaba de unas 13 hectáreas, propiedad de un anciano llamado Teodosio que lo tenía abandonado y vivía con una hija solterona, que creo se llamaba Eloisa. Al vendedor se le tuvo que mejorar el precio después de echarse para atrás, dando cabe el caso en la zona al sinónimo “Don Tocho” como sinónimo de rajón.      
El tío Gabriel manejó libremente el rancho familiar desde el final de los años treinta hasta la muerte de su mamá (19/8/1962). Repartió entonces las tierras correspondientes a las hijuelas de sus ocho hermanas, que se elaboraron a la muerte del abuelo; no formando  parte de este reparto la de su hermano fallecido soltero. Repartió simbólicamente también una decena de cabezas de ganado bovino a cada una. Astutamente no adquirió en ningún momento, más tierras en el lugar, pero sí, al igual que otras propiedades importantes, fuera de ahí. Llevó a cabo por su cuenta otros negocios, como la compra de novillos flacos a precios de oportunidad en el estiaje, para engordarlos en agostaderos del rancho, reservados de aguas a secas, y venderlos favorablemente para el consumo. También tuvo un criadero muy selecto de chivas lecheras muy reconocido en la región. Otros de sus negocios  personales fueron el cultivo de mezcalillo o agave tequilero, y el atesoramiento de valores monetarios.   
Las propiedades de los tíos de la Torre de la Torre, hijos del mártir cristero don Aurelio, están ahora en poder de sus hijos y algunos nietos, primos y sobrinos del que esto escribe, a excepción de la parte de uno de ellos, el tío José María, quien radicando en Tepatitlán, la vendió de manera un tanto rara a un tercero, que no la explota. La hijuela de mi madre, conjunta a la del tío Filemón cuñado de mi padre, fue adquirida por éste. 
El rancho de don Cirilo, de similar manera, a la muerte de su esposa, había quedado en manos de Jesús su hijo menor y albacea, quien les había ido comprando a sus hermanos, dos hombres y tres mujeres. Heredó a su muerte a sus hijos, junto con otras propiedades.
El embalse de la presa Garabatos, construida años después para irrigar otras áreas de la municipalidad de Tototlán, afectó buena parte de estos tres ranchos, primordialmente las partes de riego para las que bastaba el agua del río con sus pequeñas represas. El ejido, a diferencia, prácticamente no se vio afectado por ésta y sí de alguna manera beneficiado, al explotar exclusivamente los productos pesqueros de la misma.   
Los medieros campesinos que disponían de tierras e insumos del patrón respectivo para cultivar sus siembras año con año, normalmente maíz, combinado con frijol a una mata si y una no, y agregados como calabazas, chilacayotas, etc., que a su vez, junto con otras personas dependientes, se convertían en los tiempos desocupados, en asalariados para las labores cotidianas de las propiedades, en su mayoría formaban parte del equipo de la familia Galindo González, y en menor de la de don Cirilo. Los tíos de la Torre de la Torre, J. Guadalupe, Filemón, José María, Baudelio, Ascención y José, prácticamente se bastaban así mismos y sólo excepcionalmente contrataban alguna de estas personas; sus hermanas, todas solteras fueron Juana, Victoria, y Concepción, y en el ínter., que murieron jóvenes, Senorina y Maclovia.
De las familias de planta en el rancho de la abuela, recuerdo a Tacho Sánchez con su tía Cirila; un Sr. Gazca su esposa e hijo; doña Pachita Morones y varios de sus hijos, la familia Morales que vivían en lo que fue la hijuela de mi madre, trasladándose todos los días una parte de la misma familia desde Ojo de Agua de Latillas; lo mismo, a apoyar conforme a la demanda, algunos de los demás hijos de doña Pachita y el famoso chivero Ángel  “El Manso”. Con don Cirilo, recuerdo las familias de don Esteban Villa, José Ramírez y aunque no de planta, a una familia Villalobos.
Lugares vecinos a esta área de Garabatos, son, dentro del mismo municipio de Tototlán, San Agustín, que todavía algunos vecinos llaman por su nombre antiguo Chapulines; Los Algodones, donde vivió un Sr. Alfredo de la Torre que luego se trasladó a Ameca;  El ranchito, donde vivía don Francisco Orozco; parte del casco de la ex hacienda La Peñuela, que fue propiedad de don Andrés Z. Barba, y una parte de la misma llamada ahora La Uva. En el municipio de Atotonilco El Salvador, antes llamado Zapateros; Agua Zarca, Agua de la Vaca y El Zopial. De Tepatitlán San Ramón, Ciénega, donde está la antigua fábrica de tequila San Matías; Ojo de agua de latillas y Santa María.  
En el citado Los Algodones, con anterioridad y en una extensión mayor, radicó don Francisco Arana, hombre acaudalado que a fines de los veintes, en el cerro denominado La Mesa, enterró en varios lugares una gran fortuna en monedas de oro, que transportaba en una recua de mulas, ante el acoso del bandidaje de la Revolución Mexicana. En este cerro enorme, luego en manos de los tíos de la Torre, se han producido varias veces las mejores cosechas de agave tequilero de que se tenga noticia en los Altos, yéndole a la zaga sólo la hijuela de la tía Julia, hermana de mi madre, en el rancho San Ramón ya mencionado. Las  gentes del entorno han buscado continuamente el tesoro del rico Sr. Arana, en especial los Jueves Santos, no sabiéndose que alguien haya encontrado algo. 

COMO HABÍA PODIDO ESTUDIAR CINE

A fines de 1950 o principios del 51, vino de vacaciones de la ciudad de México a Atotonilco,   la Srta. Irma amiga de Mercedes la mayor de mis hermanas, con cuya familia de origen atotonilquense la nuestra llevaba una vieja amistad.
Me había dado entonces por hacer reseñas escritas y dibujos de algunas de las películas que veía y/o analizaba. Mi afición como he dicho en los relatos anteriores del tema, era a tal grado fuerte que sólo la falta de recursos económicos o el inflexible impedimento paterno o de otras instancias morales por la clasificación para adultos, me impedía brincarme las trancas para estar frente a la pantalla. En lo tocante a minoría de edad, tal vez por mi aspecto de formalidad, nunca tuve problemas. Después así mismo muy raramente tenía que mostrar la cartilla del servicio militar, ni a su tiempo la de votar, ahora del IFE.  La opción de entrar al cine de contrabando sin pagar, ya no me atrevía a llevarla a cabo.   
Con la complicidad de mi hermana, Irma mostró interés en mis apuntes. Pensé que era sólo benevolencia sentimental. Al cuestionarme sobre ponerle una dedicación más alta al asunto del cine, le contesté que eran meras puntadas de aficionado. Las cosas quedaron en nada y ella regresó en su momento a México.  
Volvió en sus siguientes vacaciones. Yo había salido de la primaria en junio de 1951, de quince años por haber entrado a primero de nueve empezando enero de 1945, cuando llegamos del rancho El Salvador. Por la premura económica familiar de inmediato empecé a trabajar primero tres meses en un trabajo eventual en la casa Lorenzo V. Valle y Cía. y sin pausa en septiembre en el negocio abarrotero mayorista La Colmena. 
Elaboraba las reseñas en el poco tiempo que podía disponer después de trabajar todos los días hasta algo de noche en la tienda. Como mencioné en el escrito anterior, tenía ya revistas y otros medios de información sobre cine que presuntamente me daban bases para desarrollar mis opiniones. 
La amiga familiar era secretaria en una dependencia de Ferrocarriles Nacionales de  México, de donde su papá era jubilado y tenían algún contacto con gente del cine. Había hecho investigaciones y gestionado en principio entrevistas con miras a que yo ingresara  en los equipos de trabajo del ya reconocido director Alejandro Galindo. Me aseguraba que este señor estaba entusiasmado con lo que le había platicado sobre mi dedicación al cine.
Me sentía muy comprometido con la aportación económica a la familia, así como con el trabajo en el que ya era el encargado. Aunque no ganaba mucho mi ayuda era importante.  Mis ya siete hermanos, en total fuimos diez, no podían ayudar.  Estaba iniciando la carrera de Contador Privado por correspondencia en la Escuela Bancaria y Comercial de la ciudad de México y además me encargaba de la administración de una vecindad propiedad de mi abuela materna Emilia González Franco que estaba ubicada en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces callejón de Santa Rosa, inmueble que al tiempo le vendió al Sr. Cristóbal Lozano.
La oposición de mis padres y familiares sin la menor duda iba a ser totalmente férrea para irme al “mundo de perdición” en que se conceptuaba al llamado séptimo arte. Aún ahora en pleno siglo XXI, esta circunstancia no dejaría de causar grandes controversias  familiares, y más en una ciudad pequeña. Además estimaba que como arrimado con la familia de Irma con todo y su buena disposición, aparte de inconveniente al rato no iba a funcionar.   
Pude haber considerado los ingresos de algún trabajo colateral en el Distrito Federal, así como vivir con algún pariente, pero definitivamente deseché esta oportunidad que pudo haber cambiado del todo mi vida para bien o para mal, como otras ofertas que por similares o diferentes razones también tuve que rechazar.
Alejandro Galindo (Héctor Alejandro Galindo Amezcua), 14/1/1906 Monterrey, N.L. 1/2/1999 México, D.F., fue uno de los directores importantes del cine mexicano. Denominado como cronista cinematográfico de la ciudad de México, rodó más de 80 películas de 1935 (Teotihuacán, tierra de emperadores) a 1985 (Lázaro Cárdenas). También participó en el Séptimo Arte como escritor, actor, escenógrafo y productor en algunas de sus y otras obras. Con la ayuda de su hermano Marco Aurelio había emigrado a E.U.A. en donde entre 1925 y 1930 intervino en California en varias disciplinas de la cinematografía. Entre sus cintas, por lo menos 20 se consideran de relevante importancia, entre otras Mientras México duerme (1938) Virgen de medianoche (1941) Campeón sin corona (1945) Esquina Bajan (1948) Hay lugar para…dos (1948) Una familia de tantas (1949) Doña Perfecta (1950) Espaldas mojadas (1953) Los Fernández de Peralvillo (1953) México nunca duerme (1958) Corona de lágrimas (1967) …y la mujer hizo al hombre (1974) y El color de nuestra piel (1982). Sus películas ganaron 12 premios Ariel y por su trayectoria personal el Ariel Especial de Oro y la Medalla Salvador Toscano.        

AL CINE A GUADALAJARA

A mediados de los cincuentas ya teníamos diez años en Atotonilco. En  junio de 1954 había entrado a Banamex, después de haber trabajado tres como encargado del negocio de mayoreo y menudeo “La Colmena”, que el Sr. Cecilio Hernández Quiroz recientemente le había comprado a don Efrén Morales Orozco, empresa que junto con las de los hermanos don Víctor y don Ezequiel González Orozco y la de don Enrique Fonseca Navarro y familia, eran las principales del ramo abarrotero y conexos en aquel tiempo. El domingo era el día de descanso pero le ayudaba a mi padre cada dos en la miscelánea que no obstante su férrea oposición inicial, a mis instancias, habíamos comprado al Sr. Trinidad Vázquez Valle en la esquina de Colón y Mina.
Además de mi fuerte afición al cine me consideraba ya conocedor del mismo en algún grado. La lectura de revistas y otros medios sobre el tema me ayudaban. Al flamante Gran Teatro Cine Atotonilco, de don Margarito Ramírez, que había hecho quebrar a principios de 1946 al anterior y añorado cine Ideal de don Manuel Navarro Ruiz, obviamente no llegaban, ni mucho menos, todas las películas que deseaba ver. Los programas aunque se cambiaban varias veces a la semana, con sólo dos repeticiones y una parcial, dejaban fuera gran parte tanto de estrenos como de reposiciones. 
En esa época cada cine tenía programación diferente, esto es, ninguno las mismas películas y estas eran normalmente dos en cada programa y tres en las populares de los miércoles. Había en cartelera, como ahora, mucho más cintas de E.U.A., relegando las de otros países que en la misma tónica al presente pasan casi exclusivamente en cinetecas, festivales o “semanas especiales”. 
No obstante, la producción cinematográfica mexicana de entonces ocupaba mayor tiempo en pantalla que ahora porque la producción era abundante y además bien aceptada por el público. No había televisión, mucho menos videos ni cosas parecidas del presente. Únicamente la radio, en muy diferente plano, le hacía competencia al cine que era, con mucho, la principal diversión popular. Por ejemplo en 1954 se rodaron 136 cintas, Jorge Negrete había fallecido el cinco de diciembre de 1953; en 1955, 91; en 1956, 101, en 1957, 104, Pedro Infante murió el 15 de abril  y en 1958, 135.
Cito sólo estos ejemplos destacados: Los Fernández de Peralvillo, de Alejandro Galindo; Orquídeas para mi esposa, de Alfredo B. Crevena; Sombra verde, de Roberto Gavaldón,  de 1954; en 1955, Robinsón Crusoe y Ensayo de un crimen, de Luis Buñuel; La tercera palabra y La vida no vale nada, con Pedro Infante; de 1956, El camino de la vida, de Alfonso Corona Blake; La escondida, de Roberto Gavaldón, con María Félix; Talpa, con Víctor Manuel Mendoza, Lilia Prado y Ángel Fernández, y Adán y Eva, con Chistianne Martell.
En 1957, Los salvajes, de Rafael Baledón, con Pedro Armendariz; Flor de mayo, de Roberto Gavaldón, con María Félix, Jack Palance y Pedro Armendariz; El zarco, de nuevo con Pedro Armendariz; en 1958, Nazarín, de Luis Buñuel, con Paco Rabal, Marga López y Rita Macedo y La cucaracha, de Ismael Rodríguez, con María Félix, Dolores del Río y Emilio "Indio" Fernández.
En Guadalajara existían solamente diez o doce cines. Cuatro de ellos muy cercanos entre sí eran Alameda, Juárez, Avenida y Metropólitan en la Calzada Independencia, fáciles y rápidos de llegar desde la antigua central camionera. De Atotonilco a Guadalajara se hacían menos de dos horas en autobús y las corridas en ambos sentidos eran cuando menos cada media hora.
Así, muchos domingos alternados fui a nuestra Perla Tapatía a ver dos funciones de estreno ¡Cuatro películas! a escoger en tres de los citados cines, pues el Juárez ponía films de segunda corrida. Salía de Atotonilco, después de misa temprana, para estar ya en un cine a las doce en que empezaban las funciones, y a las cuatro de la tarde en la segunda en otra sala muy a la mano.
Normalmente me alcanzaba el tiempo para comer antes de la segunda función en el restaurante de los hermanos Reyes, frente al cine Avenida, para al final regresarme entre las ocho y media y nueve de la noche, a tiempo de cenar y dormir más o menos bien. En la primera vez la joven que me atendió en el restaurante, buscaba a mi acompañante destinatario de la segunda comida corrida que le pedí simultáneamente, y a su cara de asombro al decirle que las dos eran para mí, casi le da espanto cuando enseguida, por fregar, le pedí junto con la cuenta, una latita de camarones para dar fin a mi apetito, Fui siempre de buen diente,  hasta que ahora las dietas y las recomendaciones médicas de salud han cambiado las cosas.   

CÓMO ENTRÁBAMOS AL CINE SIN PAGAR

El cine Atotonilco o Gran Teatro Cine Atotonilco, propiedad del hijo político más famoso del pueblo don Margarito Ramírez, se inauguró, si mal no recuerdo, en las fiestas patrias de 1945. El acontecimiento causó gran expectación local y en lugares vecinos, asistiendo muchos invitados a la elegante Avant Premiere de Cuéntame tu vida, de Alfred Hitchcoock,  con Ingrid Bergman y Gregory Peck.
El costo de las entradas fue bastante elevado ese día y ordinariamente también en las  siguientes funciones. Al reducirse la asistencia esperada, el acaudalado propietario tuvo que instruir al encargado de su nuevo negocio, don Pedro Valle Macedo, bajarse al nivel del antiguo cine Ideal, propiedad de don Manuel Navarro Ruiz, que a principios del 46 tuvo que cerrar con el pesar de muchos aficionados. Ya sin competencia volvió a incrementarlos, aunque no en los niveles originales porque el mercado no lo aguantaba. Para parroquianos tan frecuentes con serias carencias económicas como yo, los costos estaban fuera de alcance.  
Fue cuando echamos mano de una solución inmejorable: ¡Entrar sin pagar! El elegante nuevo cine, como todo negocio del ramo que se preciara, tenía dulcería propia, pero este gran negocio colateral de los cines modernos, estaba en este caso independiente de la zona de ingreso.
Los espectadores pedían permiso en los intermedios de cada película para salir a comprar. No se daban contraseñas para reingresar a la función; tal vez porque no tenían tiempo suficiente al agolpárseles la gente que salía o porque no se les ocurrió.  
Poniéndose atento, sin dejarse ver previo a las salidas en el área de entrada, nos metíamos revueltos en  la bola que reingresaba; y aún nos llegamos a aventurar entrando solos comiendo o con algo en las manos, dando sólo el casi infalible "gracias señorita".
Haciendo nuestra hazaña en el primer intermedio veíamos la función completa de dos películas, ya que después del segundo repetían la primera. No nos importaba que esto nos desvelara, acostándonos en estas suertudas noches cineras por ahí de las once de la noche. 
Como era de esperarse, el sistema de engaño que seguramente no lo era tanto, en algún momento tenía que fracasar. Acompañado de uno de mis amigos, nos detuvo y amedrentó con especial encono en una función de los jueves de estreno, en pleno instante del “gracias señorita”, un inspector comisionado muy celoso de su deber. El bochornoso incidente nada privado erradicó de tajo esta manera clandestina de ver cine.  
La encargada de la entrada era la señorita Hermelinda Orozco González, hermana de don Ramón, conocido hombre de negocios de Atotonilco en el ramo de refacciones automotrices, con cuya familia mantuve siempre una larga amistad. Seguramente  la engañamos muy poco entrando sin boleto y por pena, más que la nuestra, no ponía en evidencia nuestra nada legal forma de entrar cuando no traíamos dinero. Quizás haya tomado en cuenta que muchas veces sí pagábamos. Mi pasión por el cine lejos de reducirse por el incidente permaneció intacta y más conforme fui conociéndolo por los demás medios. 
Para costearme ésta como otras dos grandes aficiones que había adquirido con similar pasión: el alquiler de las revistas de cómics o monitos y la compra de otras publicaciones  y libros, tuve que buscar otras fuentes de ingresos para reforzar los inseguros del lavado de coches y mandados. 
Me puse a fabricar saltapericos o truenos, con garbanzos envueltos en una mezcla húmeda de clorato y raspadura de de cerillos y papel de china. Se los vendía, a toda mi capacidad de producción, a una amiga que tenía un puesto en la plaza a la que le decíamos la boxeadora. El negocio para mi mala suerte no duró, pues en un infortunado accidente casi le cuesta una mano a mi hermano José Luis, al explotarle a la altura del abdomen el reley de coche en que yo preparaba el material. El sentido de culpa que me acarreó el asunto es materia de otro relato.  
Entonces conseguí un trabajo, por cierto no muy agradable, que consistía en cargar y subir atados de cueros frescos del rastro, a un camión comando que llevaba pasaje todos los días de Atotonilco a San Francisco de Asís y San José de Gracia y viceversa. Estos camiones eran aquellos que usaron los gringos en la Segunda Guerra Mundial y enviaron después como desecho a México, siendo acá muy útiles para transporte de pasaje y carga en brechas y lodazales.
De las muchas películas que vi en el año de fines de 1945 al de 1946, varias fue sin pagar la entrada, como Cuéntame tu vida, la de la inauguración en reposición posterior; Días sin huella, con Ray Milland y Jane Wyman; La diligencia, con John Wayne; Qué verde era mi valle, con Maureen O'Hara; Casablanca, con Humphrey  Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid y Claude Rains; La gran ilusión, con Jean Gabin; Lo que el viento se llevó, con Clark Gable, Vivien Leight, Leslie Howard y Olivia de Havilland; Roma, ciudad abierta, con Anna Magnani; El ladrón de Bagdad, con Sabú; El mago de Oz, con Judy Garland, etc. 
Mexicanas:  la serie Las calaveras del terror, con Pedro Armendariz y los hermanos Tito y Víctor Junco; Flor silvestre y María Candelaria, ambas con Dolores del Río y Pedro Armendariz; Doña Bárbara, con María Félix, Julián Soler y María Elena Marquez; Nosotros, con Ricardo Montalbán y Emilia Guiu; La barraca, con Domingo Soler; con Jorge Negrete y Gloria Marín, ¡Ay Jalisco, no te rajes!, Canaima, Carta de Amor e  Historia de un gran amor; Un día con el diablo y Ahí está el  detalle, con Cantinflas; Rayando el sol, con Pedro Armendariz, María Luisa Zea y David Silva; La perla, con Pedro Armendariz y María Elena Marquez; Campeón sin corona, con David Silva. Así como algunas francesas, italianas y españolas.    

FUNCIÓN DE CINE TRÁGICA

Lo que voy a contarles ahora del cine, sucedió un miércoles de fines de mayo de 1945. Teníamos ya casi cinco meses en Atotonilco y como ya mencioné en mi relato "La primera vez que fui al cine", me había convertido, hasta donde podía, en un asiduo cinéfilo. 
El cine "Ideal" de don Manuel Navarro Ruiz, se preparaba para la competencia que iba a tener con el nuevo y flamante "Gran Teatro Cine Atotonilco", que pronto inauguraría su propietario don Margarito Ramírez, coterráneo e importante político y rico exgobernador del estado y del territorio de Quintana Roo.
Entonces este cine tradicional del pueblo, mejoró su programación en general escogiendo para los miércoles de popular tres títulos norteamericanos atractivos. Ese día serían dos  con John Hall y María Montez, pareja muy popular en cine de aventuras, Hembra contra hembra y Alí Babá y los cuarenta ladrones y, saliéndose del tema, de terror El retrato de Dorian Gray, con George Sanders, basada en la novela de Oscar Wilde. La función, “en glorioso technicolor”, empezaba a las seis de la tarde, como todas las demás funciones de la semana.
Me había propuesto no perderme esa popular y no tenía dinero. El doctor  José Guzmán Martínez y otras de las personas a quienes les lavaba su coche o les  hacía eventualmente algunos mandados, ese día no me habían encomendado nada. No me quedó otra que pedirle a mi mamá dizque para un cuaderno. Al empezar la función ya estaba yo en gayola, después de pagar los buenos diez centavotes del escamoteo que ella seguramente no había creído su destino, pues de sobra sabía mi arraigada debilidad por el cine.
Las tres películas con sus dos respectivos intermedios, de unos cinco minutos cada uno, se llevaban de cuatro y media a cinco horas. Normalmente las cintas eran entonces de entre 80 y 100 minutos, un poco más cortas de la media actual. Debíamos salir pues de la función entre diez y media y once de la noche. Pero resultó que ese día los aguaceros del mes fueron plena realidad, cayendo un tormentón al empezar la tercera película, alrededor de las nueve.
Como era de esperarse con aquel diluvio, acompañado como pocas veces de rayos y fuerte viento, se fue la luz y en tanto que echaban a andar la planta de gasolina del cine y reparaban varios reventones de la película, que como hecho adrede se lucieron ese día, se perdió más de una hora.
El público retobón y festivo se daba cuerda gritando y mofándose. 
-Cácaro, que te ayude tu hermana.
-Mejor te presto la mía para que te muevas, babieco.
-Y así te quieres ir de chaquetero al cine de don Márgaro.
Yo, ¡Como me iba a salir! El retrato... estaba rete emocionante y... terrorífico. En realidad estaba doblemente asustado, por el tema cinematográfico y por las calles sin luz como boca de lobo, el rayerío y las crecientes de agua. Se dijo que esa tormenta había sido una de las  más fuertes en muchos años.  
Con el miedo, el sentido de culpa, la escena final tan impresionante de la película, caminando prácticamente a ciegas después de las doce de la noche, empapado por la lluvia que no cejaba y por los charcos en que me metía, llegué a la casa hecho un desastre. Intenté abrir de manera que no hiciera ruido la aldaba del portón, cuando sorpresivamente jaló la puerta mi padre que me estaba esperando.
Llovido sobre mojado empieza la feroz cintariza, más bien cuartiza, pues usó la cuarta de pajuelas de cuero crudío con nudos, reservada para ocasiones especiales a que hubiera lugar, como venía al caso esa vez. 
En el desayuno del jueves, que por ausencia de cena distaba 18 horas de la comida anterior, mi madre, como siempre lo hacía, retomó el asunto del cine. Me reprochó que no avisara y echara mentiras, que cada rato era lo mismo, que eran películas prohibidas, que la creciente, entre otros destrozos, se había llevado a un muchacho ya grande como yo. Aguanté eso y más de la nómina de la regañina y me fui sin comer nada a la escuela para no llegar tarde y no romper mi perfecta hoja de asistencia.  
Los buenos propósitos de obedecer a mis padres en lo del cine me duraban muy poco. Casi siempre reincidía en las populares citadas, sin desaprovechar en lo posible otros días de la semana en que se cambiaba de programa. Los domingos eran dos mexicanas de estreno que se repetían los lunes; los martes de único día, pasaban dos reestrenos de mexicanas o extranjeras; el jueves repitiendo el viernes, función de gala con dos estrenos gringos o europeos y eventualmente mexicanos. El sábado era de texanas (westerns) y serie de episodios del mismo tema u otro, repitiendo esta última junto con una infantil en la matiné del domingo a las once de la mañana, función que al igual que el sábado no tenían repetición.   
Algunas veces, para mi gran desdicha, se me venía abajo la fiesta cuando la clasificación en la tercera letra del alfabeto, hacía tan notoria la prohibición del film o filmes por exhibirse, que se encargaban de cuidar el orden aparte de los papás, los sacerdotes en las misas y los maestros en la escuela. 
María Montez, (1919-1951), seudónimo de María Antonia Gracia, fue una conocida actriz estadounidense de origen español, nacida en Santo Domingo, República Dominicana. De éxotica belleza, destacó en películas muy populares de época y aventuras, principalmente de temas orientales, como aparte de las dos mencionadas, Las mil y una noches, Sudán, Tánger, La Atlántida y otras, de las que en varias, repito, su coprotagonista fue John Hall.
Fue esposa de Jean-Pierre Aumont, actor francés con quien hizo Hans el marino. En Italia filmó El ladrón de Venecia y en Francia, Pasión prohibida con Erich von Stroheim y Pierre Brasseur. Murió en su casa de un ataque cardiaco mientras tomaba un baño en su tina, quedando su cuerpo, por esta circunstancia, como en “glorioso technicolor”, como a todo bombo se anunciaban sus películas.     
Sobre John Hall a quien, repito, lo tengo muy presente  por sus cintas con María Montez, solo encontré en mis libros de cine una referencia tangencial como coprotagonista con Frances Farmer en Al sur de Pago Pago, en la misma tónica aventurera de sus demás films.
George Sanders (Thomas Charles Sanders, 1904-1972), fue un actor inglés nacido en San Petersburgo, Rusia. Participó en una gran cantidad de películas y obras  teatrales desde 1922 hasta su muerte. En 1936 se incorpora al cine de Estados Unidos en Hollywood y antes al teatro en Nueva York en 1934. Interpretó con éxito notable las series El Santo y El Halcón, y para la televisión los programas El teatro del misterio de George Sanders, 1958, y su autobiográfico Memorias de un canalla profesional, 1960.
Entre sus muchas cintas podemos mencionar, aparte de la del presente trabajo de 1945, Rebeca, 1939, y Corresponsal extranjero, 1940, ambas de Alfred Hitchcoock; Eva al desnudo, 1950, por la que obtuvo el Oscar como Mejor Actor Secundario; Ivanhoe, 1952; Mientras Nueva York duerme, 1956; Moll Flanders, 1965, y Noche sin fin, 1972. Contrajo matrimonio en tres ocasiones, dos con las hermanas Zsa Zsa y Magda Gabor. Se suicidó en abril de 1972 con una sobredosis de barbitúricos.