viernes, 25 de julio de 2014

RANCHO EL SALVADOR

De San José de Gracia, a donde habíamos llegado de Garabatos, en poco menos de un año, a mediados de 1940, regresamos al campo, esta vez al rancho El Salvador, llamado antes Zapateros. Yo tenía unos cuatro años y medio y era el mayor de cuatro hermanos. María Mercedes, José Luis y Ramón eran los menores. Los tres lugares mencionados, cercanos entre sí, nos habían hecho vecinos de otros tantos municipios: Tepatitlán, Tototlán y Atotonilco, respectivamente. 
El Salvador, como muchos otros ranchos, incluyendo Garabatos donde nací, estaba aún revuelto por los resabios de las revoluciones, principalmente la Cristera (1926-1929) Crecía la migración familiar a lugares urbanos y ciudades importantes, y buena cantidad de hombres, aún no de mujeres y niños como ahora, de braceros a los Estados Unidos.  La falta de trabajo y servicios en un sistema de gobierno muy distante y ajeno a las necesidades del medio, eran una desgracia, como todavía al presente lo sigue siendo. 
La rentabilidad y los valores de las propiedades rurales se habían deteriorado. Con todo,  los terratenientes alteños, arraigados al terruño y al concepto sagrado de propiedad y de trabajo, se hacían vivir con muy poco. Los de mejor posición económica, que ya tenían o habían adquirido propiedad urbana, compartían las dos residencias, e incluso alternaban sus actividades de trabajo. No faltaban quienes dejaron sus tierras en manos de encargados, medieros o trabajadores del campo, que encontraran disponibles.     
En la corta estadía de San José de Gracia, mi padre no tuvo éxito con una máquina manual  para embotellar refrescos, todavía de aquellos con tapón de gancho de hule, aún con el intento de obtenerlo uno o dos meses en El Salto, cercano a Guadalajara. Fue definitivo el advenimiento del tapón corona, metálico, y la invasión de los mercados en masa de marcas reconocidas, y grandes empresas.  
Así las cosas, decidió comprar una propiedad rústica en El Salvador. Eran unos cincuenta solares, 13.5 hectáreas aproximadamente, de tierras enmontadas y desatendidas por su propietario, un anciano llamado Teodosio, que sólo tenía a su esposa y una hija solterona como inútiles segundas manos, quien una vez hecho el trato, se echó para atrás, teniéndole mi padre que mejorar el precio. A raíz de esto, se creó ahí el apodo Don Tocho para los rajones.  
Mi padre se dedicó con titánica destreza a acondicionar la propiedad lo más pronto posible. En un tiempo muy corto, sin ayudante alguno y con rústicas herramientas, desmontó y limpió el terreno, cortó grandes guayabos criollos y otros árboles similares, así como  deshizo corrales innecesarios y rehízo y reforzó las cercas que delimitaban de la propiedad.
La tierra, aunque pobre, deslavada y dispareja, así como llena de pedregales, ofrecía sin embargo buenas expectativas por la abundante agua rodada, limpísima, de que disponía, surtida por un canal que la abarcaba de lado a lado, y sabido es que con agua no hay tierra mala. Los logros del nuevo e incansable dueño fueron sorprendentes para propios y extraños. Implementó cultivos de riego de cacahuate, alfalfa y un poco de caña de azúcar, huerta de naranjos y papayas, así como de hortaliza, sin dejar la siembra de temporal de maíz terciado con frijol.  
En los ranchos las actividades cotidianas se reparten entre todos los miembros de la familia que puedan hacer algo desde temprana edad. Conforme a un considerable grado de precocidad, que en el campo se da naturalmente para estos menesteres, los niños realizan tareas que en los medios urbanos no tienen lugar ni se pueden hacer. En los hijos mayores generalmente recaen más estas obligaciones.  
Entre éstas figuraban cuidar a mis hermanos mencionados, y luego a Cipriano y María de la Luz que ahí nacieron después; Adolfo, Evangelina, Rosa María y Jorge, de por medio una mala cama de mi mamá, nacieron en Atotonilco. Además me tocaba darles de comer a los animales caseros, y de pila al ganado mayor en tiempo de secas; apialarle a mi padre las vacas para su ordeña diaria; llevarlas luego con sus becerros a pastar al potrero correspondiente, y a media tarde apartarlas de éstos, para la ordeña del día siguiente; pasear o enfriar el caballo de trabajo al terminar la jornada diaria al retorno de mi padre; aprovisionar leña para la cocina; limpiar los frijoles y otros comestibles del diario en la comida.
Al término del segundo año, todavía se dio mi padre el lujo de rentarle unas tierras al tío Guadalupe de la Torre de la Torre, de Garabatos, enfrente de la propiedad, camino real y río de por medio, alternadamente para siembra y agostadero. Se trajo luego de ahí, pero de con mi abuela Emilia, que había reducido mucha siembra, uno de los medieros para que le ayudara. A estas tierras, en su caso, me tocaba llevar las vacas después de la ordeña. 
Las trasladaba por el camino angosto paralelo al canal del agua, a su vez paralelo a la cerca de piedra que dividía la propiedad, con la orilla inmediata de las siembras al lado contrario. Los animales tendían a invadir los cultivos con tanto celo cuidados, y a mí así me iba con mi padre sí lo lograban. El ganado, criollo, no era precisamente dócil.
Al llegar con el pequeño hato a la puerta cuata de madera que daba acceso al camino real, tenía que abrirla de espaldas a las vacas. Las teleras centrales inmediatas arriba y abajo de la tranca pasadera, eran curvas opuestamente para dar mayor espacio, quedando así una abertura amplia en  relación a las demás. A una de las dos vacas, llamada La Colmena, un día se le ocurrió levantarme en vilo por el cinto, a través del hueco de la puerta. Caí ileso de pie al otro lado. Le di una certera pedrada en uno de los cuernos, que les duele mucho, haciéndola revolcarse y bramar en el suelo como loca.
En otra ocasión, en plena temporada de lluvias, se me fue otra de las reses al barbecho de cacahuate poco antes de abrirles la puerta. Al brincar del desnivel del camino hacia el sembradío, un asiento de botella me rajó la planta del pie izquierdo, al voltearse por lo llovido y el impulso, mis huaraches de raya. Continué la tarea y regresé marcando el camino con un hilito de sangre. Mi mamá me lavó muy bien con agua hervida con sal, y me vendó con una tira limpia de manta, y ya, nada de agua oxigenada ni sulfatiazol. Me recuperé muy rápido y sin contratiempos, como sucedía y se requería en el campo. Me quedó una larga cicatriz, de la que luego dejé hasta de acordarme. De tétanos u otras infecciones propicias por el estercolero en que anduve, jamás supo el incidente.
En otra ocasión, siendo la ordeña en los terrenos rentados, otra de las vacas, "La Naranja", se propuso no dejarse ordeñar. Me había tumbado varias veces al intentar apialarla y al suplirme mi padre en el amarre, también lo tiró. El animal ya entrado en gastos corrió desaforado cuesta abajo hacia el río y él utilizando una soga de jarcia común, no de lazar conocida como de chavinda, con una habilidad inusual la lió por los cuernos y sin punto de apoyo, más que sus pies en el piso disparejo, volcó la vaca hacia atrás, dejándola clavada patas arriba con los cuernos enterrados en la grama. El grado de dificultad de esta faena es enorme, sólo lo pueden hacer personas muy fuertes y de destreza extraordinaria.     
Los vecinos destacados de ahí, que llevaban muy buena relación con nosotros, eran, entre otros, los Sres. Filemón Abarca, Salvador Barba, emigrados luego a Guadalajara, Crispín Gallardo, todos con negocios de abarrotes, Pascual Barba padre de Salvador, que tenía negocio de arriería; los hermanos Natividad, Inés y Pascual Aceves. También sobresalía la familia del Sr. Tomás Mireles. Rosario hija del Sr. Abarca, se casó con Francisco de la Torre Franco (qepd), primo hermano de mi padre, que radicó en Atotonilco. Otra de sus hijas, creo que Carmen, novia de mi tío Alberto, el hermano menor de mi padre, en una clase dominical de doctrina, de las pocas que a regañadientes asistí, rifó en caballito de sololoy, que “gané” diciendo el número 12, que ella me “sopló” que era el bueno.   
Lupe Aceves, hija de don Inés, fue la esposa de Julián Morones, que mi padre había traído como mediero, con su mamá y una hermana, quedándose éste ahí al comprarles a los tíos de la Torre de la Torre, unos solares de las tierras rentadas por mi padre, 
El Sr. Crispín Gallardo, abarrotero, era aparte guarda vinos de una de las dos fábricas de tequila que en ese tiempo había en el rancho: la del Ing. Porfirio Barba, hijo de don Andrés Z. Barba, hombre muy conocido en el medio de la charrería y en el folklore nacional. Esta propiedad es ahora de Enrique Franco Galindo, primo hermano del que esto escribe, al igual que del predio de la otra fábrica que era de Carlos y Julio González Estrada, después de pertenecer un tiempo, ya improductiva, a Andrés González Morales, hijo de don Carlos.
Jesús Mireles, hijo de don Tomás, después de comprarle a quien mi padre había vendido la propiedad y completar el descuido de la misma, muchos años después en una visita a Garabatos con mi papá, en el paso obligado por El Salvador, ni el saludo nos contestó. Después fue asesinado y dejado en un barranco, en donde al parecer ni los restos se encontraron. Sus hermanos hombres eran Trinidad, Pedro y Alfredo. El último murió también de forma violenta, radicado en San Francisco de Asís, del municipio atotonilquense.  
Javier Barba Hernández, hijo de don Salvador, al tiempo se dedicó en Guadalajara a negocios y actividades fuera de la ley, muriendo también por las armas. Una de las hijas del Sr. Mireles fue esposa de Toño Franco, que en Atotonilco durante muchos años tuvo una tienda de abarrotes que combinaba con licores, donde un grupo de amigos nos la pasábamos muy a gusto, según describo en estas vivencias en el apartado correspondiente.
Dos hermanos, personajes turbios, desconocidos en el rancho, que de similar lugar habían llegado a El Salvador un poco antes que nosotros, a instalarse en el margen pedregoso del río chico, antes de juntarse éste con el río principal, se la traían de a gratis contra mi padre.
Los almácigos o planteros de cebolla, estaban siendo destruidos por una de sus marranas. Al descubrirla una noche velando la siembra, mi padre le dio una pedrada fatal en la cabeza. A la mañana siguiente, amaneciendo, se presentaron los afectados y sus familias cargando el animal dañero, en demanda de su pago. Mediando la prudente e inteligente intervención de mi mamá, pagó a cambio de corregir la situación, que a la postre mal cumplieron.    
Aunque mi padre nunca lo comentó, creo que la suma de esfuerzos tan relevantes durante su vida, no reconocidos ni retribuidos debidamente, sino algunos, tomados en su contra; las  dificultades de su infancia, además de la insistencia de familiares y extraños de procurar a sus hijos educación escolar, lo orillaron a salir del medio rural para él tan conocido y llevarnos al sector urbano.   
Careció de escuela, enseñándose a medio leer y poner su nombre, cuidando el hato de chivas de su casa, en un silabario y cartilla de San Miguel; hacerse cargo de su familia a los 14 años al ocurrir el artero asesinato de su papá; el robo descarado del dinero a cuenta de la compra de una fracción de tierra en la división fraudulenta del rancho; buscar mejorar la situación familiar como bracero en los EUA, con la poca cooperación de su primo, y lo peor, que los envíos de dólares fueran despilfarrados por sus hermanos, y la caída de su mamá, viuda, ante un militar de paso en la guerra cristera.
Los esfuerzos sin mayor éxito al regreso de EUA para hacer gentes de trabajo a sus hermanos; el no cabal reconocimiento de su destacado desempeño en el rancho a la muerte de mi abuelo, por parte de su suegra, y más aún la falta de apoyo ante el incidente con una yegua del rico tío José Galindo.   
En una ocasión, muchos años después, le comenté, por aquello de que la cabra siempre tira al monte, si no hubiera sido mejor quedarnos en el medio rural, que él tan bien conocía y era tan reconocido por sus hechos de nobleza y hazañas de trabajo, de lo que nosotros bien habíamos podido heredar parte, y que además la gran mayoría de nuestra extensa rama de familiares ahí se había quedado y la pasaban bien. Con su contundente forma de contestar, sin afirmarlo ni negarlo, me dijo secamente que nosotros no estábamos para eso. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario