domingo, 27 de julio de 2014

LLUVIA CON SARAMPIÓN

El sarampión me dio a los tres años, un poco antes de irnos de Garabatos a San José de Gracia ya del municipio de Tepatitlán. Las maldades e incumplimiento de palabra de Alfonso Aranda líder de los agraristas en el fuera de lugar e indeseado ejido de Garabatos, estaban orillando a mi padre  a buscar horizontes menos complicados.
Mi mamá ya tenía entonces que lidiar con tres hijos que éramos María Mercedes, José Luis y yo el mayor, y estaba embarazada del cuarto, Ramón. Me tenía lo más aislado posible para prevenir contagiar a mis hermanos, pero obviamente le costaba bastante trabajo.
Corría mediados de mayo y aunque todavía no había llovido podía presentarse el temporal en cualquier momento.
Contra las estrictas indicaciones me salía a jugar en la pequeña huerta del frente de la casa y uno de esos días a media mañana se soltó una llovizna. Corrí a resguardarme al portal de la casa pero llegué bastante mojado. Mi madre cambió rápido de ropa y me encimó unas cobijas previniendo las graves consecuencias que podían sobrevenir.
Como en los accidentes de la caída de caballo y la quemadura en el trigal, no hubo consecuencias inmediatas pero sí, o se lo achacamos, que a partir de los ocho años padecí  espasmos y dolores intensos en ambas piernas. El padecimiento no duró mucho y ya viviendo en Atotonilco desaparecieron después de cumplir los diez.     
Las demás secuelas advertidas que me había podido provocar el descuido de esta temida enfermedad viral, no se hicieron presentes, aclarando que aún no tenía aplicada la vacuna correspondiente.

QUEMADA EN EL TRIGAL

También muy chico, de poco menos de dos años, mi tía Irene la hermana menor de mi mamá, aún niña, obtuvo a regañadientes que la dejara llevarme a su casa, que era la materna de la abuela Emilia González Franco en el rancho Garabatos donde vivíamos.  
En el camino de unos dos kilómetros con “maroma” o paso levadizo de por medio en el río, discurrió dejarme a ras de tierra para cortar unas flores silvestres de las que abundaban entre la siembra de riego de trigo que en ese tiempo estaba sembrado en las tierras de plan  de la amplia propiedad de la abuela.       
Tal vez lo hizo cansada por mis cortos pasos al haber caminado la mayor parte del recorrido o tenerme que cargar a ratos. Al tardarse más de lo conveniente en la recolección u olvidarse de mí más de lo conveniente, el sol ya lo suficientemente fuerte de la media mañana de mayo hizo su efecto en mi piel. 
El proceso de los remedios caseros aplicados incluida talqueada de maicena, requerían poco más de un día, por lo que en lugar de regresarme al día siguiente según lo convenido, lo hizo un día después hasta que hubieran desaparecido la mayor parte de las quemaduras.         
Cuando llegó a entregarme mi mamá ya sabía del percance desde el principio por boca de la esposa de uno de los medieros de la abuela que eventualmente la visitaba.

CAÍDA DE CABALLO

Con sólo seis meses de edad, mi papá, que me llevaba en brazos,  decidió amarrarme con los arzones o correas de silla a ésta arriba del caballo, para desmontarse él y arreglar un portillo en la cerca del potrero donde andábamos. 
El animal que no obstante era bastante manso se asustó con el movimiento de una serpiente de cascabel y al reparo aterricé sobre una piedra con la parte baja externa del pie izquierdo a la altura del tobillo.
El chipote que causó el golpe quedó sólo en eso y al empezarse a desinflamar con rapidez y no causar molestias adicionales, se consideró que no eran necesarias precauciones mayores. Mi mamá me aplicó fomentos de agua hervida con sal y si acaso pomada de árnica. En otras circunstancias seguramente lo más que había podido hacerse en el rancho era recurrir a un buen sobador con cualidades de curandero.
Mucho tiempo después noté que se me habían alterado un poco las venas de la pierna y que inconscientemente engarruñaba la extremidad en diversos actos y en el colchón en la noche. Achaqué el problema aunado a una cortada profunda cuatro años después en la planta de la misma extremidad  con un asiento de botella trasladando las vacas de ordeña a su campo de agostadero que en otro espacio relato. Ambos percances realmente nunca fueron mayor problema y ahora a muchos años de por medio con el uso de medias especiales y ejercicios se mantienen en buenas condiciones.  
Una enorme ventaja de aquellos supuestos desprotegidos tiempos en comparación con las innovaciones de salud de los actuales, era el medio ambiente libre de las horribles contaminaciones actuales de la naturaleza en todos aspectos. Solo en este nicho paradisiaco se puede explicar la ausencia de complicaciones infecciosas y otras en los casos citados y otros que me tocó vivir.   

LA COLMENA, LA NARANJA Y OTRAS VACAS

En el rancho El Salvador, municipio de Atotonilco el Alto donde vivimos de 1940 a 1944, teníamos dos vacas para las necesidades de leche familiar. La Colmena de color café oscuro o josco como se les dice en el medio rural, y La Naranja, colorada.     
Las dos eran de raza criolla, la primera con cruza de cebú y la segunda de holandesa; estas últimas mayormente salen pintas de negro y blanco o sólo negro o coloradas y menos, blancas con rojo. Cuernos cortos y curvos hacia adelante los de la josca, y un tanto largos y abiertos hacia arriba los de la naranja. Las dos eran inquietas y juguetonas, por ello difíciles a veces  de manejar y apialar en la ordeña.
Como hijo mayor me tocaba, entre otras cosas, aunque sólo con cinco o seis años de edad, apialárselas a mi papá en las mañanas temprano, o sea, amarrarles las patas traseras, dejar que el becerro les “bajara” la leche amamantándolas hasta donde fuera conveniente y colgarles el crío en el cuello, para que mi papa les exprimiera el producto, dejando un restito para el lactante; después llevarlas a pastar con sus becerros y apartar estos en la tarde para encerrarlos por separado, y en su caso, según las necesidades, darles de comer a ambos grupos, rastrojos al piso o pasturas molidas preparadas en piletas móviles de cantera labrada. 
Los lugares de pastoreo se intercambiaban cada ciclo según estuvieran éstos sembrados o no. Cuando los predios propios no estaban disponibles se llevaban las reses a unos rentados, un tanto distantes. Mi papá me la tenía sentenciada si en el traslado se me metían a lo sembrado.
La pequeña manada se detenía en la puerta al final de la propiedad para salir al camino real. Esta era la clásica puerta cuata rural de madera cuyas dos partes u hojas, enmarcadas con vigas gruesas verticales, y horizontales más delgadas o teleras, de las que dos en el medio, dejaban espacios curvos opuestos más amplios para algunas maniobras, portando en el  ensamble con la contraparte, la tranca o cerradura respectiva.  
Un día a La Colmena entre sus jugarretas, se le antojó aventarme al otro lado antes de abrirles la puerta. Me enganchó y lanzó justo del cinto por el espacio exacto de las teleras centrales mencionadas. Caí al otro lado de pie, afortunadamente ileso, lo que sin más me permitió abrirles a los animales de manera normal. Me repuse rápidamente del susto para proceder a tomar el correctivo necesario ante la traviesa vaca.
Escogí del suelo, donde abundaban, una piedra bola bien redondita, con la que, con el acierto que da la necesidad en el campo, le atiné una pedrada con todas mis fuerzas en uno de sus cuernos, que la hizo revolcarse de dolor en el suelo, pataleando con estridentes bramidos.
Después desconfiado la miraba antes de abrir y ella inclinaba la cabeza haciéndome arrumacos. 

Tocando la ordeña diaria en los terrenos rentados al otro lado del río, una vez a La Naranja se le ocurrió ponerse matrera. Tres o cuatro veces con un número igual de patadas me tumbo al tratar de apialársela a mi padre, quien entonces, después de regañarme, tomo los piales y alcanzó a colgarle con la segunda cuerda el becerro al cuello, pero la endiablada vaca, ya entrada en gastos, reventó la de las patas y desembarazándose fácilmente del becerro, echó a correr cuesta abajo hacia el río, bramando enloquecida.
Mi padre, echando mano rápidamente de una soga de jarcia, no de lazar, o de chavinda como se les decía, sin punto de apoyo alguno, en un atrancón increíble sobre sus talones, enlazó a la lechera por los amplios cuernos hacia arriba que ya mencioné, y la volteó, con todo y pendiente, patas arriba, quedando enterradas sus astas en el engramado compacto del terreno.
Esta hazaña, que muy pocos creerían sin conocer al autor o presenciarla, es absolutamente cierta, como lo fueron otros actos no menos asombrosos de mi padre.               

Antes, cuando le vendió su ganado al tío Rafael, su cuñado, para irnos a vivir a San José de Gracia en 1939 (ver relato), de las tres o cuatro vacas lecheras, criollas, iba una pinta de negro, cruza de holandés, que era nuestra preferida, de primera cría, llamada “La Lucidora” Ésta, después en el rancho Garabatos con varias otras formaba el grupo de ordeña diaria a cargo de Anastasio “Tacho” Sánchez, mediero, campesino y trabajador muy conocido de mi abuela Emilia González Franco, de quien, ya de regreso en el  rancho  El Salvador, era su apialador. La Lucidora, que era bastante productiva de leche, me hacía siempre fiesta al reconocerme desde antes que cambiara de dueño y a Tacho y a los demás causaba mucha admiración.
También ordeñaba a “La Balleta” casi totalmente cebú, muy alta, de varios partos, del color de La Colmena: Estaba ya de añejo, becerro grande a punto del destete; casi nunca se esperaba con las demás vacas y para ordeñarla, si se dejaba bajar al ordeñadero era un triunfo; pues normalmente se largaba a un cerrito cercano. Así que a veces, las más, había que ir a ordeñarla donde se posesionaba, en seco, sin amamantamiento del crío.  Daba muy poca leche, un litro o algo más, pero tan gorda que parecía crema. El producto en un valdecito lo entregaba aparte cuando ya estaban preparando mis tías el demás lácteo para diversos usos, pero, como siempre fui muy lechero, en muchas ocasiones me la tomaba toda en el camino.          

EL MANSO

Ángel, el chivero de Garabatos rancho de la abuela materna, era conocido en la región como El Manso. Con algunas cortas ausencias, tenía muchos años en su puesto desde en vida del abuelo y en el tiempo de este relato la propiedad estaba a cargo del único hijo varón de la familia que se complementaba con seis hermanas en casa, cinco solteras y una viuda desde los seis meses de matrimonio y mi primo el hijo de ésta, y aparte dos casadas entre ellas mi madre.
La cantidad de ganado caprino de la mejor calidad había sido fuertemente incrementada por el nuevo patrón, en perjuicio del porcino del que solo conservó lo estrictamente necesario, y el bovino, a excepción de la considerable cantidad de engorda cíclica de novillos por compras a terceros en el tiempo de secas, se había aumentado naturalmente al ritmo de la buena atención que se le daba. 
A diferencia del mote el nombre del custodio era poco conocido y su apellido Cortés, lo era casi absolutamente. Había llegado bastante joven al rancho más pujante de los que conformaban la zona de Garabatos, procedente de Ojo de Agua de Latillas, más al norte del municipio de Tepatitlán, acompañando con tres hermanos a su tía Manuela al quedar desamparada su familia a consecuencia de la revolución. No gozaba cabalmente de sus facultades pero las que tenía, como una fuerza física extraordinaria y un sexto sentido intuitivo eran admirables. Tenía también un vozarrón agorilado que producía un estrépito extraordinario. Doña Manuela al casarse mis padres fue su sirvienta por unos tres años hasta su muerte cuando vivimos en San José de Gracia (Tepatitlán) hacia fines de 1939. Era una entrañable nana que recuerdo con gran cariño. Su sobrino siempre la visitaba ahí con  frecuencia. 
Trotamundos incansable. Se le llegaba  a ver un mismo día en lugares muy distantes con todo y las dificultades de los malos caminos de ese tiempo, cuarentas y cincuentas del pasado siglo. Era leal y observador de detalles especiales en los demás, causando a veces enojos en unos y gozos en otros.
En la casa grande o de mi abuela con frecuencia se jugaba en las noches “Burro Castigado” familiar en grupo de ocho a diez participantes entre los que eventualmente se incluía al manso. El juego, con baraja española, es bastante sencillo: se reparten tres cartas a cada uno que debe votar una a una del mismo color que la muestra sacada del monte o reserva para la primera vuelta, y para las siguientes el color que va mandando el jugador que en la precedente haya  dominado con carta mayor. El jugador que no alcance a liberar sus cartas iniciales y las que haya tenido que comer, pierde contra el competidor que con él haya quedado finalista que procederá a castigarlo.
Tuve la (mala) suerte de ganar un juego a Ángel que escogió como castigo jalarle las orejas y la nariz, provocando que de esta última brotara una más o menos copiosa hemorragia, y me advirtió molesto que se la iba a pagar.
El cobro no tuvo que esperar más que unas cuantas horas, pues en la mañana al terminar de apialarle la última vaca a Tacho Sánchez, uno de los ordeñadores de la propiedad, en el centro de la explanada de la era para trillar granos, el  manso estaba a punto de sacar el hato de chivas para pastorear durante el día. De seguro  esperaba el momento exacto para impulsar la estampida y azuzarme al borrego bravo que todo mundo temía, que en unos instantes me tundía a topetazos.
Mi reacción previa fue tirarme a lo largo en la zanja que circundaba la era para aminorar los golpes. Tacho estaba sacando las vacas y no se dio cuenta. Providencialmente llegó a caballo en ese momento mi padrino de confirmación que visitaba a una de mis tías, y con el  auxilio de su adiestrado animal me quitó el borrego de encima. La reconvención bastante fuerte de mi defensor al vengativo Ángel, aunque la aceptó con cierta humildad se notó que le valía muy poco.               
Yo tenía conocimiento del borrego y su bravura cuando vivimos unos meses en San José de Gracia. Lo había mandado al rancho su dueño el tío Irineo Castellanos cuñado de mi abuelo, para quitarse los problemas que el animal le causaba con la gente. Los desquites del manso  también eran frecuentes con otras personas. A las tías solteronas del rancho del otro lado del río en el mismo Garabatos, en respuesta a una broma de éstas que no le gustó, en el estanque donde iban a lavar  les soliviantó al terrible borrego salvándose  apeñuscadas como cigarros en un pequeño cobertizo para enseres de limpieza.        
Una de mis tías siempre le gustó, al grado que con todo y su temor, se atrevió a decírselo al abuelo que en respuesta lo dejó para siempre sin ganas de insistir. Se consiguió al tiempo una novia en un rancho bastante lejano, a quien para verla recorría una considerable distancia. En el casorio al no llevar el acta de nacimiento de ella, le pidió al padre que se la guardara un rato mientras iba por la “factura” solicitada a la cabecera municipal con la que en unas horas volvió.  
Mucho tiempo después de lo antes contado, en una de mis visitas en semana santa a los parientes de Garabatos vía Tepatitlán, me fijé que al salir por el camino a un lado del panteón, en un fraccionamiento nuevo que se daba el lujo de cobrar peaje por pasar, vi haciendo algo en uno de los  lotes a un hombre que me pareció Ángel. Al confirmármelo el cobrador lo llamábamos pero ni en cuenta. Al acercarme se retiraba hasta que a unos pasos  me conoció armando gran alboroto y me nombraba con su sonora voz, como desde niño hacía, ¡Jerrur, Jerrur!, por Jesús, y ¡Panchu, Panchu!, por mi papá. 
En mi visita de la semana santa siguiente me causó bastante tristeza enterarme que había fallecido.  

LA TÍA

Se me ocurrió ese domingo en la mañana, con mi cántara de leche de diez litros en la espalda ya llena, después de haber recogido el contenido en la casa de mi abuela materna, como me tocaba hacerlo cada ocho días, desviarme un poco para saludar a mi padrino de confirmación esposo de una hermana de mi madre; que al fin no me entretendría mucho para llegar a tiempo con el encargo de regreso al rancho donde vivíamos, a fin de que mi papá pudiera vender afuera del templo, antes y después de la misa acompañados del lácteo, los camotes tatemados horneados desde el sábado en la noche, que aprovisionaba del rancho San Isidro cerca de Tototlán.
Eran como las nueve y la tía como que apenas se había levantado, siendo que en los ranchos a esa hora ya se habían hecho los quehaceres matutinos incluyendo el almuerzo o desayuno. Vi luego que no andaba de buenas, lo que no era raro y si casi su costumbre y más con nosotros los de la casa de su hermana y de un cuñado que en todo momento había dado sobradas muestras de caballerosidad y hombre de trabajo como ningún otro ahí y en los alrededores. Todos coincidían que a esta pariente no había que hacerle mucho caso.
-¿A qué viniste?
-Buenos días tía, vine a saludarles.
-Tu padrino no está, salió temprano a sus quehaceres. No tienes que andar viniendo, ustedes no son nada y nosotros mucho. Tu con todo y que andas haciendo mandados de gente grande no vas a pasar de ahí; todos van a seguir siendo medieros y arrimados, aunque tu papá trabaje tanto y ya tenga su tierra y otras cosas. Los patrones como mi marido y como lo fueron mi padre y mi suegro, serán siempre los que manden y todos los demás a obedecer. (En relatos al caso detallo algunos de los defectos del primero y tercero de estos personajes).
Cuando terminó su aún más largo rosario de ofensas, yo con mis seis o siete años de edad, ya había salido de su casa, con un nudo en la garganta que físicamente me impedía hacer nada que no fuera soltar el llanto. Me sentía el ser más infeliz del mundo.
Mi padre recién casado había aceptado colaborar en el creciente rancho de su suegro viviendo con mi madre en la casa paterna poco más de un año, por lo que nací en la casa grande de la que podía considerarse ya una hacienda. Su participación fue por demás  significativa no obstante el corto tiempo. Dejó voluntariamente el cargo, entre otras cosas por las sinrazones de mi abuela, como la falta de apoyo contra una queja injusta de un tío carnal enormemente rico de mi abuelo, al encontrar una de sus yeguas mezclada con las otras bestias, trillando en la era la cosecha de trigo a cargo de mi papá, que desconocía la procedencia del animal. 
A la muerte del abuelo el rancho quedó a cargo de su viuda con una familia de diez hijos, ocho mujeres y dos hombres, la mayor ya casada, al igual que mi madre, y la tercera viuda   recién casada de vuelta a la casa materna. El apoyo de mi padre para sus dos cuñados, principalmente en áreas de trabajo, fue muy importante. Todo mundo reconocía en esto y en el manejo del rancho el trabajo sobresaliente de mi padre. Nada de arrimado ni cosa parecida.
Al ir a cumplir los nueve años y yo el mayor de seis hermanos, mi padre decidió vender su  por demás próspero pequeño rancho, para darnos escuela en Atotonilco, que era en los cuarentas todavía uno de los principales municipios estatales.
Así, llegamos al también llamado Jardín de Jalisco el sábado o domingo 30 o 31 de diciembre de 1944, para entrar el lunes siguiente 1 de enero del 45 a primero de primaria o párvulos, los tres que ya debíamos hacerlo. A la Escuela Primaria Urbana Foránea No. 15 para Niños Benito Juárez, ingresamos mi hermano José Luis y yo, y a la de niñas, también del gobierno, María Mercedes segunda de la familia. Gracias a Dios ocupé en la escuela plenamente el primer lugar en los seis ciclos y obtuve otras distinciones que por salirse del tema central de este relato, los toco en otros. El fin de cursos fue el viernes 22 de junio de 1951.
En ese tiempo muchas familias del campo nos íbamos a los medios urbanos buscando, aparte de escolaridad, participar en los cambios que estaba teniendo el país, y Atotonilco era un lugar amigable y más apetecible que otros, y un imán de importancia para diversas actividades. Buena parte de estas familias, si su situación económica lo permitía,  manejaban desde ahí con encargados sus propiedades rurales, siendo más fácil si no estaban muy retiradas. La tía y su familia, sin enajenar tierras ni mayor cosa, también emigraron después a este lugar. No era el caso de nosotros que teníamos que depender del trabajo personal de mi padre en labores que desconocía, rechazando más de una oferta para administrar ranchos cercanos. Dijo siempre que no quería saber más del campo, siendo un verdadero experto en su manejo.          
La abuela nos alojó en su casa que para la familia había comprado y reconstruido el abuelo siete u ocho años atrás. Esta finca finalmente fue después de manera parcial la principal herencia de mi madre. Ocupamos temporalmente parte de la planta baja, compartiéndola un tiempo con un matrimonio y su hijo, con quienes nos llevamos muy bien. En la planta alta siguió viviendo un matrimonio mayor que igualmente nos estimaban mucho. Se dejó siempre disponible para los parientes de visita, la recámara principal que daba a la calle. Mi madre, con el poco o casi nulo apoyo que le podíamos dar, se las arreglaba muy bien para atender la casa y los frecuentes visitantes que, a veces, llevaban algo de sus casas.    
Las visitas servían para mantener una buena relación con la parentela. En buena parte mi abuela y el tío Gabriel, que se hacía cargo absoluto de la masa patrimonial, reconocieron de alguna manera los méritos de mi padre. Se decía que también influyó algo el deseo de mi abuela de ayudarme como ahijado primogénito. La abuela era propietaria así mismo de una vecindad grande en la calle principal, que al tiempo vendió, en la que los inquilinos mal pagaban sus rentas cuando y como querían, y algunos de plano no pagaban. Me encomendó su manejo que hice de la mejor manera, con las consecuentes broncas con los morosos.
La casa de la tía al trasladarse a Atotonilco estaba precisamente enfrente de la vecindad. No faltaron enseguida sus opiniones tendenciosas acerca de mi trabajo. Otra de sus mezquindades fue achacarme que me hubiera cambiado el nombre, cuando perfectamente sabía que al inscribirme en la escuela se había hecho correctamente con mis dos nombres y no sólo con el segundo con el que se me identificaba (referencia el relato Llámenle sólo Jesús) Por ahí del 53 o 54 mi padrino puso a mi nombre unos terrenos rústicos, que si en algún momento muy remoto haya pensado heredarme, igual de lejos estaba que yo abrigara alguna esperanza, y menos que le fuera a hacer alguna reclamación. Se trató de una maniobra para protegerse de las amenazas del reparto agrario. Durante mi noviazgo con quien sería esposa, y aún después de casados, todo el tiempo estuvo de metiche, ocupándose de criticar el proceso de nuestra relación e inventando una bola de chismes. 
En 1963 en pleno despegue de mi carrera bancaria como funcionario en Tepic, Nay., me preguntó si estaba de acuerdo en regresar la propiedad a su estado anterior. No me costó caer en cuenta que lo hacía a consejo de su esposa, ya que “el león piensa que todos son de su condición”, no fuera a ser que ya casado viera alguna forma, desde luego moralmente ilícita que no haría, para tratar de apropiarme las tierras. El enviado del notario de Atotonilco para el trámite, seguramente ya tenía en la bolsa el boleto del autobús en que llegó al día siguiente muy temprano para firmarle.
La tía no pocas veces tuvo que pagar las consecuencias de sus actos. De soltera era objeto de bromas principalmente del sexo opuesto, como extenderle a lo ancho del camino real una enorme víbora alicante recién muerta, al regresar a Garabatos de la misa dominical del rancho El Salvador en donde nosotros vivíamos. En otra ocasión dentro de los constantes pleitos entre hermanas que ella seguido provocaba y que llegaban a ser muy violentos, una tarde dejó maltrecha casi desnuda a la más pacífica de sus hermanas. Una de las más chicas pero más fuerte y nada dejada, entró al quite dejándola sentada en la olla aún bastante caliente del nixtamal para las tortillas del día siguiente.
Una noche cuando estábamos jugando burro castigado a un primo y yo, de repente como loca nos agarró a varazos, y nos la cobramos encerrándola al día siguiente en una de las recámaras, y al escándalo que armó intervino la abuela recriminándonos. Otra vez por andar de chirota en el trigal que estaba recién regado, contra las indicaciones de los peones, al brincar sobre una chilacayota de las que junto con calabazas brotan eventualmente en la siembra, muriéndose casi del susto al enlazarle las piernas una culebra prieta chirrionera.                
Después fueron cosas más serias. La hija mayor segunda del primogénito, le reprochó violentamente su oposición y amenazas de desheredarla si se casaba con su novio hijo de madre soltera, siendo que ella había tenido a su hermano de gestación completa a los siete meses de casada sosteniendo siempre que era sietemesino. Murió de enfermedades crónicas que había contraído, a una edad bastante menor que las de sus hermanas. 

EL ASIENTO DE BOTELLA

Esto también sucedió en el rancho El Salvador municipio de Atotonilco a la mitad de los cuarentas del pasado siglo veinte. Como en otros casos he mencionado, uno de mis trabajos consistía en llevar en las mañanas después de la ordeña las dos vacas lecheras que aprovisionaban de lácteos las necesidades de la casa, con sus becerros, a los terrenos de pastoreo que les tocara y que cuando los propios estaban sembrados iban a los rentados más o menos cercanos, como correspondía en esta ocasión.
Arriando las cuatro reses por el camino de salida en lo propio, me daban mucho trabajo corriendo hacia los sembradíos. Yo tenía entonces seis o siete años. El día de los hechos estaba muy mojado por el aguacero de la madrugada. En lugar de los huaraches de uso normal, traía unos de confección casera llamados de raya, sandalias ligeras, hechos con una baqueta o suela de cuero grueso como piso y una cinta de cuero suave que a través de dos perforaciones laterales abrazaba el empeine, el talón y en medio del dedo gordo.
Ya casi para llegar a la puerta del camino real, una de las vacas corrió con todo y cría a la huerta de cacahuate que era la que más les gustaba. Hice lo mismo pero al saltar del camino hacia los surcos mi pie izquierdo cayó en un asiento de botella que al impacto desplazó el huarache y me hizo sin protección alguna un corte a lo ancho de la planta.
De momento no hice caso ni sentí el profundo tajo del vidrio para ocuparme de regresar los animales al camino y poder continuar mi trabajo. Enseguida me di cuenta del tamaño de la herida y de las molestias que causaban la hierba y grava del callejón. Terminé el traslado del ganado y regresé a la casa hecho un desastre. En el camino no dejaba de pisar, como era natural, restos de estiércol y otras cosas peligrosas.
Mi madre ni siquiera contaba con agua oxigenada, menos sulfatiazol y todavía menos algún medicamento propio para el problema. El tétanos, si era un terrible y temido peligro, igual resultaba un ilustre y soberano desconocido. Me lavó muy cuidadosamente la nada leve herida con agua hervida y me cubrió con una venda que hizo de manta nueva que tenía para confeccionarnos camisas y calzones a la familia.         
Con precisión no sé cuanto duraron los cuidados pero si que no fue ni remotamente mucho, pues recordaría si alguien hubiera tenido que hacer mis tareas. Bendito dios que a través de la naturaleza nos proporcionaba la salud prodigiosa que gozábamos  entonces en los medios rurales, donde hoy es muy diferente. La herida sanó muy bien dejando una cicatriz lineal y tersa a ras de piel que jamás dio ni ha dado ninguna molestia.

LA CÓCONA DE DOÑA PACHITA MORONES

Vivíamos en El Salvador, antes Zapateros, rancho del municipio de Atotonilco a pincipios de los cuarentas del pasado siglo. Yo contaba cinco o seis años. Mi papá con todo y lo extraordinario que era en el trabajo agrícola, tuvo que conseguir ayuda por el avance de sus negocios en la propiedad que había comprado prácticamente en ruinas escasos dos años atrás.
Estuvo llevando sin ayuda formal alguna el cultivo de tres labores de maíz y frijol y media de cacahuate, por lo que toca a temporal de lluvias, así como pequeñas huertas de hortalizas, naranjos, papayas y caña de azúcar, por lo que corresponde a riego, pues el rancho tenía agua limpia rodada sobrada, y si las tierras de temporal hubieran sido más feraces les habría las cosechas de riego.
De esta manera contrató como mediero y campesino a sueldo a Julián, hijo soltero de doña Pachita Morones, cuya familia había abandonado el marido dejándole  doce hijos. Estaban  haciendo lo mismo en Garabatos en el extenso rancho de mi abuela materna y mi padre los conocía bien. Junto con la mamá y el hijo venía también Piedad hija también soltera con problemas leves del cerebro. Ocuparon una casa convenientemente ubicada a la entrada del pequeño rancho por la que se accesaba desde el camino real, que permitía la privacidad y vigilancia.
El Salvador, como otros ranchos, tenía en ese tiempo mucho más habitantes. El camino real había pasado a ser de lado a lado la calle principal y albergaba comercios así como el templo con un extenso atrio, en el que se oficiaba misa los domingos en la mañana por un sacerdote que enviaban del poblado San Francisco de Asís, antes La Estanzuela, del mismo municipio. Así mismo contaba con dos fábricas de tequila, una de don Carlos González Estrada de familia eminentemente tequilera; entre sus parientes su hermano Julio, creo las marcas Don Julio y Tres magueyes, y otros, sus propios sellos, La segunda planta era del Ing. Porfirio Barba, uno de los hijos de don Andrés Z. Barba, conocido personaje de la charrería y el folclor nacional.
Entrando al tema titular de este relato, entre las labores que me tenía encomendadas mi papá, una era cuidar que las gallinas y guajolotes de Doña Pachita, animales domésticos caseros, con otros, comunes en los ranchos, no perjudicaran las siembras, especialmente la de cacahuate que les encantaba, aunque al frijol tierno no le hacían el desaire. Supuestamente Piedad tenía que ayudarme pero con frecuencia los animales hacían su agosto y yo cosechaba las regañinas al caso.    
Cumpliendo mi trabajo, en una de esas le atiné en plena cabeza con una pequeña piedra bola a una guajolota que andaba con sus crías en plena comilona de cacahuates que estaban ya formados casi a flor de tierra en las guías de las matas, fáciles de sacar, y ¡zas! que cae como fulminada por un rayo. No pasó mucho para que doña Pachita se presentara ante mis papás con la cócona muerta en sus brazos.
-Don Pancho, Chuyillo me mató mi cócona.
-Que andaba haciendo el animal.
-Pos si andaba en el cacahuatal, pero no era para matarla.
-Así debió ser, cuánto cree que valga.
-No vine a eso, pero por las que he vendido más viejas me han dado dos pesos.
-Lola - a mi mamá-, dale cuatro pesos del cajón y de la cocina algo que le falte para que a Julián y Piedad les haga un buen mole.
-Patrón, quédese con ella.
-Esta vez no, encárguele a Piedad que cuide mejor. 
-Si lo hago pero ya ve como es de atarantada.   
En la comida del día siguiente también nosotros comimos mole de doña Pachita.
A Julián Morones aparte de irle bastante bien con mi papá, contrajo matrimonio con una de las muchachas más bonitas de ahí. Al no ocuparlo el nuevo dueño cuando se le vendió para irnos a Atotonilco, compró unas hectáreas que tenían algo de riego, donde muchos años después lo visité.
Doña Pachita se regresó con Piedad a su rancho de origen y no a Garabatos, en donde se había cambiado la mayor parte de agricultura a ganadería, tratando de proteger con ello la tenencia de la tierra de las exigencias gubernamentales más duras para el primer giro. Estaba en plena euforia el reparto ejidal cardenista. 

LA LLORONA

Esta leyenda de origen mexicano, nace en el tiempo prehispánico y de la conquista en la ciudad de México o Tenochtitlán, tomando carta de identidad en los más diversos lugares del país y casi en todo Latinoamérica, en donde a veces se alterna con otros nombres.
Al fantasma o ánima en pena con que se le identifica, la refieren a la diosa Cihuacóatl que lloraba la pérdida de sus hijos a manos de los españoles, a Doña Marina La Malinche por haberse aliado con Cortés. Y con varias otras mujeres. Una ostentosa cuya codicia al enviudar la llevó  a la miseria y ahogó  a sus hijos. Una joven enamorada muerta un día antes de casarse. La esposa fallecida en ausencia de su marido para darle el beso de despedida. Otra asesinada por su marido a quien busca para confesar su inocencia. O la enamorada de otro que le pide que mate a sus hijos para quedarse a su lado y luego lo ve con otra y el remordimiento la hace penar, como a las otras, al grito de “ay, mis hijos”.
En el medio rural donde viví con mi familia hasta los nueve años de edad, a la llorona se le ubicaba principalmente en las partes más umbrosas de los cauces de los ríos que era obligatorio transitar, donde los sabinos y sauces de gran tamaño junto con arbustos y yerbajos densos, eran sombrías y de difícil acceso.   
En el rancho Garabatos, su supuesto hábitat se identificaba debajo de la “maroma” o puente colgante individual del río, de difícil paso, que iba de una orilla a otra, soportado por los troncos de tres frondosos sabinos, uno de cada lado y el otro en medio del lecho. El efecto de zozobra se recrudecía cuando hacía mal tiempo y en las noches y las madrugadas.
En El Salvador, colindante del rancho anterior, de nombre viejo Zapateros, que en mi opinión debió conservarse, a la siniestra dama se le situaba en el humedal boscoso que formaba en paralelo un tramo del camino real con el cause lento y silencioso del río, en el que el fortuito ruido de las aves moradoras del paraje al transitar por ahí, iniciaban o elevaban el suspenso apanicado que ya se llevara.
Este escenario lo recorría necesariamente en la mañana y en la tarde, para trasladar a los terrenos de agostadero al otro lado del río, las dos vacas y sus becerros después de la ordeña en el corral de la casa, y en la tarde, “pardeando”, a la inversa al  “apartar” los becerros de sus madres para ordeñarlas mi papá al día siguiente, en que era su apialador ayudante.                
Además se tocaba el lugar por diversas necesidades, como en las visitas a Garabatos, donde nací y había vivido mis primeros tres años, entre otras los domingos para ir con mi abuela materna por una cantarita con cinco litros de leche, que mi papá vendía con camotes tatemados a la entrada del templo de El Salvador durante la misa. Esto a la edad entre cuatro y cinco años.
Aparte, en ese tiempo en que no había emigrado tanta gente a los pueblos, se hacían visitas a parientes o vecinos en ranchos del entorno, que contaban con lugares propicios para ubicar la leyenda.
En la cultura contemporánea hay numerosas obras que se ocupan de la materia.
En la literatura, entre otros autores, Artemio de Valle Arizpe: Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México, Marcia Trejo: Fantasmario mexicano y Guía de seres fantásticos del México Prehispánico, Guadalupe Appendini: Leyendas de provincia, Alfonso Caso: El pueblo del sol.
En el cine, también entre otras, películas como, mexicanas: de Ramón Peón: La llorona, (1933 y 1959), René Cardona: La herencia de la llorona, (1946), Mauricio Magdaleno: La maldición de la llorona, (1961), Rafael Baledón: La venganza de la llorona, (1974), Rigoberto Castañeda: Kilómetro 31, (2005). De otros países: Haunted from Within (2005), The Wailer 1 (2006) y 2 (2007).             
En la televisión, en El chavo del ocho, Roberto Gómez Bolaños, hace alusión al personaje en los de Doña Florinda y Doña Clotilde. En Costa Rica, Venezuela y los Estados Unidos, se le ha identificado en varias series.
En la música, principalmente el son istmeño de Tehuantepec, Oaxaca, con muchas versiones e intérpretes como las de Eugenia León, Chavela Vargas, Oscar Chávez, Lucha Villa, José Alfredo Jiménez y Lila Downs. Extranjeros Susana Harp, Raphael, Joan Báez, etc.       
La llorona en Latinoamérica:
Argentina.  Mujer que mató a su hijo ahogándolo en un río.
Chile. Se le conoce como la Calchona, la Viuda y la Condená.
Ecuador. Leyenda de la Dama Tapada, que abandonada por su esposo junto a su bebé, enloquece y ahoga al niño en el río, pero se arrepiente y lo busca, lo encuentra muerto y sin el dedo meñique, se suicida y su alma vaga cortando este dedo a quien se aparezca.
Colombia. En paralelo con las leyendas de la Patasola y la Tunda, la llorona es espectro errante que recorre en bata valles y montañas y cerca de ríos y lagunas; de su nariz cuelga un cordón umbilical y con sus manos huesudas y ensangrentadas arrulla a un feto muerto.
Costa Rica. Junto con las consejas el Cadejos y la Cegua.
El Salvador. A la par con la Siguanaba y la Descarnada.
Guatemala. Una María que tuvo amores con un mozo y ahogó los hijos de su desliz.
Honduras.  En unión con la Sucia, se le sitúa junto a los ríos.
Panamá. Es el cuento folclórico más popular junto a los de la Tulivieja y la Tepesa.
Uruguay.  Deambula llorando y clamando por los hijos que mató.
Venezuela. Se conoce la leyenda y la de la Sayona.

FUNCIÓN DE TÍTERES

Tenía a lo más cuatro años de edad, fines de 1939 o principios del 40, cuando en el rancho El Salvador, del municipio de Atotonilco donde vivíamos, hubo una función de títeres a la que asistió todo mundo, chicos y grandes y hasta bebés en brazos de los mayores, pues nadie hubiera accedido a cuidar estos últimos y perderse el acontecimiento. Todos lucían sus mejores prendas para el eventual festejo que se iba a celebrar. 
Tendría lugar en el corral de una de las casas grandes del rancho, a cargo de una pareja   de esposos, o lo que fuera, seguramente comediantes famosos por lo repleto que estaba el corral hasta con gente de otros ranchos. Tres muñecos representaban a dos hombres y una mujer. El escenario de cortinillas negras sostenido en un armazón de varillas metálicas, fue montado sobre dos mesas grandes de la casa, quedando atrás oculto y encaramado en dos bancos el dueto artístico manipulador de las marionetas.       
El tema de la función, muy lejos de que fuera propio para niños, ahí estaba igual de retirado para una vigilancia legal al respecto. Cualquier acontecimiento en un lugar entonces tan aislado, era una fiesta que nadie iba a perderse. Consistía en la escenificación del tema vernáculo de la canción ranchera mexicana tratado en el corrido de Felipe Valdez Leal, Por una mujer casada, que en la actualidad aún se sigue escuchando.  
La carencia de luz eléctrica se sustituía con aparatos de petróleo y unas velas. Alguien pudiente del lugar prestó un acumulador y una novedosa y potente lámpara Cóleman con tanquecito de gas integrado. La radio, ya con muchos años en el país, ahí se desconocía.  Era un privilegio escuchar música en los grandes y gruesos discos de pasta de 78 revoluciones por minuto que contenían una melodía por lado, en alguna victrola de cuerda RCA Víctor, y todavía más raro en una de las primitivas consolas cuyo mueble rectangular con patas ocupaba mucho espacio.    
Así pues, para asistir a esa fiesta en la que para sentarse cada quien tenía que llevar su silla y algo más si quería, en el corralón se instalaron la mayor cantidad de los aparatos de alumbrar mencionados, incluyendo cerca del escenario una Cóleman más delante del telón de fondo y atrás de éste, no visible, la victrola en la que se tocó la canción mencionada tema del relato, con pausas manuales para seguirle el hilo a éste, y El Herradero, ambas interpretadas por Lucha Reyes (María de la Luz Flores Aceves), la auténtica reina de la canción ranchera, originaria de  Guadalajara (23/5/1906-25/6/1944), de familia de Arandas en donde algunos sostienen que realmente nació.    
En dos álbumes L.P. que conozco de Lucha Reyes, no aparece Por una mujer casada; debe haber sido grabada en un disco sencillo no integrado a éstos. También grabó estas melodías Matilde Sánchez “La Torcacita”, otra jalisciense de primera línea (Cocula 13/3/1926-1/11/1988), quien no obstante su corta edad era una fuerte competidora. Lola Beltrán (María Lucila Beltrán Ruiz), Rosario, Sin. 7/3/1932-Distrito Federal 24/3/1996, que en su momento fue apoyada por La Torcacita, no llegó nunca a igualar a Lucha Reyes y en ese tiempo estaba todavía en su tierra. 
Para ambientar y aligerar el ambiente a la concurrencia por lo fuerte de la historia, la pareja de cómicos tocó El Herradero al principio y al final de la representación, y la canción tema todo el tiempo a medio volumen. El relato de los titiriteros se extendía mucho en el pleito verbal y de hechos que sostenían los tres personajes, teniendo su clímax con la muerte a cuchilladas de los rivales y el llanto como plañidera de la esposa infiel y mancornadora.
La truculenta historia, como era lógico provocó diversos comentarios entre los asistentes, haciendo el asunto más escabroso e impropio para los menores que asistíamos, sobresaliendo los de las mujeres sobre semejanzas de presentes y ausentes con el tema de la obra. Sus cuchicheos con guiños de ojos incluidos, eran alusivos a personajes a quienes no obstante nuestra corta edad, identificábamos o sospechábamos con claridad.
En el campo, a diferencia de otros ambientes, las cosas se aprenden más temprano. Los actos de las personas, de los animales y de la naturaleza misma, forman parte cotidiana del medio, que a personas de las áreas urbanas, cuando menos en aquellos tiempos, sorprendía y hasta escandalizaba.