En el rancho El
Salvador, municipio de Atotonilco el Alto donde vivimos de 1940 a 1944,
teníamos dos vacas para las necesidades de leche familiar. La Colmena de color
café oscuro o josco como se les dice en el medio rural, y La Naranja,
colorada.
Las dos eran de
raza criolla, la primera con cruza de cebú y la segunda de holandesa; estas
últimas mayormente salen pintas de negro y blanco o sólo negro o coloradas y
menos, blancas con rojo. Cuernos cortos y curvos hacia adelante los de la
josca, y un tanto largos y abiertos hacia arriba los de la naranja. Las dos
eran inquietas y juguetonas, por ello difíciles a veces de manejar y apialar en la ordeña.
Como hijo mayor
me tocaba, entre otras cosas, aunque sólo con cinco o seis años de edad,
apialárselas a mi papá en las mañanas temprano, o sea, amarrarles las patas
traseras, dejar que el becerro les “bajara” la leche amamantándolas hasta donde
fuera conveniente y colgarles el crío en el cuello, para que mi papa les
exprimiera el producto, dejando un restito para el lactante; después llevarlas
a pastar con sus becerros y apartar estos en la tarde para encerrarlos por
separado, y en su caso, según las necesidades, darles de comer a ambos grupos,
rastrojos al piso o pasturas molidas preparadas en piletas móviles de cantera
labrada.
Los lugares de
pastoreo se intercambiaban cada ciclo según estuvieran éstos sembrados o no.
Cuando los predios propios no estaban disponibles se llevaban las reses a unos
rentados, un tanto distantes. Mi papá me la tenía sentenciada si en el traslado
se me metían a lo sembrado.
La pequeña
manada se detenía en la puerta al final de la propiedad para salir al camino
real. Esta era la clásica puerta cuata rural de madera cuyas dos partes u
hojas, enmarcadas con vigas gruesas verticales, y horizontales más delgadas o
teleras, de las que dos en el medio, dejaban espacios curvos opuestos más amplios
para algunas maniobras, portando en el
ensamble con la contraparte, la tranca o cerradura respectiva.
Un día a La
Colmena entre sus jugarretas, se le antojó aventarme al otro lado antes de
abrirles la puerta. Me enganchó y lanzó justo del cinto por el espacio exacto
de las teleras centrales mencionadas. Caí al otro lado de pie, afortunadamente
ileso, lo que sin más me permitió abrirles a los animales de manera normal. Me
repuse rápidamente del susto para proceder a tomar el correctivo necesario ante
la traviesa vaca.
Escogí del
suelo, donde abundaban, una piedra bola bien redondita, con la que, con el
acierto que da la necesidad en el campo, le atiné una pedrada con todas mis
fuerzas en uno de sus cuernos, que la hizo revolcarse de dolor en el suelo, pataleando
con estridentes bramidos.
Después
desconfiado la miraba antes de abrir y ella inclinaba la cabeza haciéndome
arrumacos.
Tocando la
ordeña diaria en los terrenos rentados al otro lado del río, una vez a La
Naranja se le ocurrió ponerse matrera. Tres o cuatro veces con un número igual de
patadas me tumbo al tratar de apialársela a mi padre, quien entonces, después
de regañarme, tomo los piales y alcanzó a colgarle con la segunda cuerda el
becerro al cuello, pero la endiablada vaca, ya entrada en gastos, reventó la de
las patas y desembarazándose fácilmente del becerro, echó a correr cuesta abajo
hacia el río, bramando enloquecida.
Mi padre,
echando mano rápidamente de una soga de jarcia, no de lazar, o de chavinda como
se les decía, sin punto de apoyo alguno, en un atrancón increíble sobre sus
talones, enlazó a la lechera por los amplios cuernos hacia arriba que ya
mencioné, y la volteó, con todo y pendiente, patas arriba, quedando enterradas
sus astas en el engramado compacto del terreno.
Esta hazaña, que
muy pocos creerían sin conocer al autor o presenciarla, es absolutamente cierta,
como lo fueron otros actos no menos asombrosos de mi padre.
Antes, cuando le
vendió su ganado al tío Rafael, su cuñado, para irnos a vivir a San José de
Gracia en 1939 (ver relato), de las tres o cuatro vacas lecheras, criollas, iba
una pinta de negro, cruza de holandés, que era nuestra preferida, de primera
cría, llamada “La Lucidora” Ésta, después en el rancho Garabatos con varias otras
formaba el grupo de ordeña diaria a cargo de Anastasio “Tacho” Sánchez,
mediero, campesino y trabajador muy conocido de mi abuela Emilia González
Franco, de quien, ya de regreso en el rancho El
Salvador, era su apialador. La Lucidora, que era bastante productiva de leche,
me hacía siempre fiesta al reconocerme desde antes que cambiara de dueño y a
Tacho y a los demás causaba mucha admiración.
También ordeñaba
a “La Balleta” casi totalmente cebú, muy alta, de varios partos, del color de
La Colmena: Estaba ya de añejo, becerro grande a punto del destete; casi nunca
se esperaba con las demás vacas y para ordeñarla, si se dejaba bajar al
ordeñadero era un triunfo; pues normalmente se largaba a un cerrito cercano.
Así que a veces, las más, había que ir a ordeñarla donde se posesionaba, en
seco, sin amamantamiento del crío. Daba
muy poca leche, un litro o algo más, pero tan gorda que parecía crema. El
producto en un valdecito lo entregaba aparte cuando ya estaban preparando mis
tías el demás lácteo para diversos usos, pero, como siempre fui muy lechero, en
muchas ocasiones me la tomaba toda en el camino.