Mi mamá ya tenía entonces que lidiar con tres hijos que éramos María Mercedes, José Luis y yo el mayor, y estaba embarazada del cuarto, Ramón. Me tenía lo más aislado posible para prevenir contagiar a mis hermanos, pero obviamente le costaba bastante trabajo.
Corría mediados de mayo y aunque todavía no había llovido podía presentarse el temporal en cualquier momento.
Contra las estrictas indicaciones me salía a jugar en la pequeña huerta del frente de la casa y uno de esos días a media mañana se soltó una llovizna. Corrí a resguardarme al portal de la casa pero llegué bastante mojado. Mi madre cambió rápido de ropa y me encimó unas cobijas previniendo las graves consecuencias que podían sobrevenir.
Como en los accidentes de la caída de caballo y la quemadura en el trigal, no hubo consecuencias inmediatas pero sí, o se lo achacamos, que a partir de los ocho años padecí espasmos y dolores intensos en ambas piernas. El padecimiento no duró mucho y ya viviendo en Atotonilco desaparecieron después de cumplir los diez.
Las demás secuelas advertidas que me había podido provocar el descuido de esta temida enfermedad viral, no se hicieron presentes, aclarando que aún no tenía aplicada la vacuna correspondiente.
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