domingo, 27 de julio de 2014

EL MANSO

Ángel, el chivero de Garabatos rancho de la abuela materna, era conocido en la región como El Manso. Con algunas cortas ausencias, tenía muchos años en su puesto desde en vida del abuelo y en el tiempo de este relato la propiedad estaba a cargo del único hijo varón de la familia que se complementaba con seis hermanas en casa, cinco solteras y una viuda desde los seis meses de matrimonio y mi primo el hijo de ésta, y aparte dos casadas entre ellas mi madre.
La cantidad de ganado caprino de la mejor calidad había sido fuertemente incrementada por el nuevo patrón, en perjuicio del porcino del que solo conservó lo estrictamente necesario, y el bovino, a excepción de la considerable cantidad de engorda cíclica de novillos por compras a terceros en el tiempo de secas, se había aumentado naturalmente al ritmo de la buena atención que se le daba. 
A diferencia del mote el nombre del custodio era poco conocido y su apellido Cortés, lo era casi absolutamente. Había llegado bastante joven al rancho más pujante de los que conformaban la zona de Garabatos, procedente de Ojo de Agua de Latillas, más al norte del municipio de Tepatitlán, acompañando con tres hermanos a su tía Manuela al quedar desamparada su familia a consecuencia de la revolución. No gozaba cabalmente de sus facultades pero las que tenía, como una fuerza física extraordinaria y un sexto sentido intuitivo eran admirables. Tenía también un vozarrón agorilado que producía un estrépito extraordinario. Doña Manuela al casarse mis padres fue su sirvienta por unos tres años hasta su muerte cuando vivimos en San José de Gracia (Tepatitlán) hacia fines de 1939. Era una entrañable nana que recuerdo con gran cariño. Su sobrino siempre la visitaba ahí con  frecuencia. 
Trotamundos incansable. Se le llegaba  a ver un mismo día en lugares muy distantes con todo y las dificultades de los malos caminos de ese tiempo, cuarentas y cincuentas del pasado siglo. Era leal y observador de detalles especiales en los demás, causando a veces enojos en unos y gozos en otros.
En la casa grande o de mi abuela con frecuencia se jugaba en las noches “Burro Castigado” familiar en grupo de ocho a diez participantes entre los que eventualmente se incluía al manso. El juego, con baraja española, es bastante sencillo: se reparten tres cartas a cada uno que debe votar una a una del mismo color que la muestra sacada del monte o reserva para la primera vuelta, y para las siguientes el color que va mandando el jugador que en la precedente haya  dominado con carta mayor. El jugador que no alcance a liberar sus cartas iniciales y las que haya tenido que comer, pierde contra el competidor que con él haya quedado finalista que procederá a castigarlo.
Tuve la (mala) suerte de ganar un juego a Ángel que escogió como castigo jalarle las orejas y la nariz, provocando que de esta última brotara una más o menos copiosa hemorragia, y me advirtió molesto que se la iba a pagar.
El cobro no tuvo que esperar más que unas cuantas horas, pues en la mañana al terminar de apialarle la última vaca a Tacho Sánchez, uno de los ordeñadores de la propiedad, en el centro de la explanada de la era para trillar granos, el  manso estaba a punto de sacar el hato de chivas para pastorear durante el día. De seguro  esperaba el momento exacto para impulsar la estampida y azuzarme al borrego bravo que todo mundo temía, que en unos instantes me tundía a topetazos.
Mi reacción previa fue tirarme a lo largo en la zanja que circundaba la era para aminorar los golpes. Tacho estaba sacando las vacas y no se dio cuenta. Providencialmente llegó a caballo en ese momento mi padrino de confirmación que visitaba a una de mis tías, y con el  auxilio de su adiestrado animal me quitó el borrego de encima. La reconvención bastante fuerte de mi defensor al vengativo Ángel, aunque la aceptó con cierta humildad se notó que le valía muy poco.               
Yo tenía conocimiento del borrego y su bravura cuando vivimos unos meses en San José de Gracia. Lo había mandado al rancho su dueño el tío Irineo Castellanos cuñado de mi abuelo, para quitarse los problemas que el animal le causaba con la gente. Los desquites del manso  también eran frecuentes con otras personas. A las tías solteronas del rancho del otro lado del río en el mismo Garabatos, en respuesta a una broma de éstas que no le gustó, en el estanque donde iban a lavar  les soliviantó al terrible borrego salvándose  apeñuscadas como cigarros en un pequeño cobertizo para enseres de limpieza.        
Una de mis tías siempre le gustó, al grado que con todo y su temor, se atrevió a decírselo al abuelo que en respuesta lo dejó para siempre sin ganas de insistir. Se consiguió al tiempo una novia en un rancho bastante lejano, a quien para verla recorría una considerable distancia. En el casorio al no llevar el acta de nacimiento de ella, le pidió al padre que se la guardara un rato mientras iba por la “factura” solicitada a la cabecera municipal con la que en unas horas volvió.  
Mucho tiempo después de lo antes contado, en una de mis visitas en semana santa a los parientes de Garabatos vía Tepatitlán, me fijé que al salir por el camino a un lado del panteón, en un fraccionamiento nuevo que se daba el lujo de cobrar peaje por pasar, vi haciendo algo en uno de los  lotes a un hombre que me pareció Ángel. Al confirmármelo el cobrador lo llamábamos pero ni en cuenta. Al acercarme se retiraba hasta que a unos pasos  me conoció armando gran alboroto y me nombraba con su sonora voz, como desde niño hacía, ¡Jerrur, Jerrur!, por Jesús, y ¡Panchu, Panchu!, por mi papá. 
En mi visita de la semana santa siguiente me causó bastante tristeza enterarme que había fallecido.  

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