Así, en una ocasión que a mediodía tuvo que ir por medicina para uno de mis hermanos con el médico Jacinto Hernández a San José de Gracia, al regresar ya noche, como en otras ocasiones, después de pasear y enfriar el caballo, me encargó como hijo mayor llevar el animal a la caballeriza que había en la casa vieja de la propiedad que menciono en el relato Caída del guayabo.
Para llegar a dicha casa había una especie de callejón umbrío empedrado con árboles y arbustos a ambos lados, que en la noche era como una boca de lobo y a nosotros, a veces me acompañaban mi hermana Mercedes o mi hermano José Luis, nos daba mucho miedo la ida, incluso porque la gente decía que en la casa asustaba y las ánimas salían de la finca.
Cabestreando el caballo a su destino, me seguían atrás mis citados hermanos, y a José Luis se le ocurrió darle un varazo en el trasero que lo hizo pararse sobre sus patas traseras y aterrizar las delanteras en mi espalda. Inexplicable y milagrosamente, como en la caída del guayabo, no pasó del terrible susto, sin lesión ni consecuencia física alguna, que ahora a 75, 76 años de distancia no acaba de asombrarme. Dejamos en el establo al equino, sin quitársenos el susto y suspenso que sentíamos en el regreso.