Despertar a
voluntad o dormir poco, y hasta nada, sin problemas de sueño, queda dentro de
la acepción Asomnia “Facultad etiológica desconocida, que permite a un sujeto
controlar el sueño fisiológico hasta el punto de anular su necesidad durante un
período prolongado” Jacobo Zabludovski, por ejemplo, decía que él dormía más
aprisa cuando dirigía el noticiero 24 horas, que le demandaba un trabajo muy
intenso y prolongado.
Muchas personas
nacen con esta cualidad y algunas la llegan a obtener por disciplina y
necesidades de trabajo. En el campo por ejemplo, es común en diversas tareas
previstas o imprevistas que requieren atención en cualquiera de las
veinticuatro horas del día, como atender semovientes afectados por traumatismos
o fenómenos de la naturaleza; traslados inesperados por urgencias de salud ante
médicos, curanderos o sacerdotes, etc. etc. En actividades urbanas por ejemplo,
la impresión y la distribución de prensa diaria y otras publicaciones
periódicas y su envío por diferentes medios para ponerlos a la venta en tiempo,
“llueva, truene o relampagueé”
Mi padre, quien
ejercía en el rancho una titánica y variada actividad física, se levantaba
invariablemente a las cinco de la mañana o antes a cualquier hora si era al
caso, aunque prácticamente no hubiera dormido. Mi madre no le iba muy a la zaga
también madrugando. A toda su prole, fuimos diez, nos levantaban temprano aún
ya emigrados al pueblo. A los mayores o primogénitos, como yo, nos tocaban más
tareas y más tempraneras, especialmente en el citado medio rural.
Respecto a mi
padre, sus proezas, a casi un siglo de distancia, nació el 30 de junio de 1909
y a los trece si hizo cargo de su madre y sus seis hermanos por el asesinato
infame de su padre (relato Un artero y cuádruple asesinato), todavía en los
ranchos en que vivimos y en la región, se comentan éstas con justificada
admiración.
Estos ejemplos y
premisas fueron forjando, para bien o para mal, mi carácter y disciplina en el
proceder cotidiano, que, lo reconozco, a no pocos ha incomodado.
Entre los muchos
casos en que he participado al respecto, voy a mencionar los siguientes.
Como cobrador, puesto que me gustó y satisfizo
mucho, recién ingresado a Banamex en Atotonilco en junio de 1954, me tocó desde
el principio elaborar los duplicados de las cuentas de cheques. Los hacíamos
con una máquina eléctrica enorme que le decíamos la ametralladora y era un
avance tecnológico enorme comparada con la tradicional sumadora manual
mecánica, “burrito de batalla”
burroughs que los bancos usaban,
y de la que nosotros como sustituto echábamos mano cuando la corriente
eléctrica fallaba.
Conseguí a
regañadientes el permiso del contador Enrique Moncada Hernández, para que me
prestara las llaves del banco en los apagones e ir a hacer los estados de cuenta
trasladándome desde mi casa a la hora que llegara la luz, a fin de que no
quedaran, a mi entender, tan de mal gusto con la burroughs y sello
fechador. Así, en muchas ocasiones en
horas nocturnas hice esta tarea como trabajador solitario en la sucursal. Los
policías y transeúntes noctámbulos, conocidos, no les extrañaba ya mi presencia
tan a deshora.
Luego vinieron
las fiestas y las corridas de juventud, y las del resto de mi andar por mi vida
larga de trabajo, en lo que el medio social atotonilquense en especial, ha sido
siempre muy prolijo. En todas circunstancias he podido defenderme, por fortuna,
bastante bien, y conjuntando mis facultades naturales para lidiar con los
licores, atoxinia, (relato Resistencia a los licores), realicé muchos actos verdaderamente
sorprendentes sin afectar mis responsabilidades en lo laboral, ya sea como dependiente o por mi cuenta. Llegué a pasar multitud de veces
durmiendo unas cuantas horas o minutos y hasta nada, y cumplir con mi trabajo a
cabalidad. Hablo desde luego hasta hace unos años, pues ahora en los últimos de
mis setentas, lo de tomar y desvelarme pasó a mejor vida, aunque … el que tuvo,
retuvo. No he dejado de trabajar día con día desde los quince años y en los
anteriores, incluyendo los del rancho y de la primaria en Atotonilco,
desarrollé quehaceres diversos.
Una vez como
subgerente en Zamora, en una comida con un cliente importante nos la pasamos de
farra toda la noche y gran parte de la madrugada siguiente. La postura en
jarras de mi esposa en el remate de la escalera de la puerta del departamento
donde vivíamos, fue lo que moralmente más me dolió. Entré directamente a la
regadera y en media hora, bien arreglado, llegué al banco antes de iniciar
labores. El cliente con quien anduve llegó al banco como a las once; no podía
creer que no aceptara ni a salir a tomarme cuando menos una cerveza. La cruda o
resaca no fueron problema para mí y tampoco la necesidad de tomar algo al día
siguiente. Don Claudio Pita Hurtado mi gerente, ni por enterado se dio, o cuando
menos eso creí.
Ahí mismo en
Zamora, las nueve posadas de 1965 fueron otras tantas desveladas, llegando en
algunas de ellas muy de madrugada. Tere mi esposa, en son de chunga me
adelantaba el horario más largo que me tocaba llegar al día siguiente. Aparte
de Atotonilco, Zacapu y los tres destinos en Guadalajara, fuera de BNM, al que
habíamos hecho alcahuete de nuestras andanzas, las cosas de festejos, en su
mayoría alargues de comidas y cenas con proveedores y clientes, fueron de la
misma tónica. Pero en el mismo tono, igualmente había desveladas y verdaderas
proezas extra tiempo en aspectos del trabajo, mismas que no son objetivo de
este relato.
De las múltiples
veces que estuve en la Ciudad de México, por asuntos de Banamex, voy a poner
dos anécdotas entre tantas que me tocaron ahí en el aspecto parranderil.
En un seminario
impartido de los últimos días de mayo a casi todo junio de 1966, estando en la
ciudad de los chongos, que inauguraba en BNM el tema de dinámica de grupos,
destinado a una selección de gerentes de toda la república y yo como único
subgerente y algún funcionario de la dirección, como premio a los resultados
nos inscribieron en el evento anual de una semana de ejecutivos de ventas y
mercadotecnia. En la sobremesa en la comida del banco por el fin del curso, ¨la
seguimos” con el famoso Austreberto “Chato” Contreras, con el que, como en no
pocas veces me sucedía en estos menesteres, quedé al final acompañándolo.
Anduvimos en una serie de lugares de diversos tipos en el que él y los
encargados se conocían mutuamente. Como de hecho yo pagaba las cuentas, el
alargue fue hasta la madrugada. En el último lugar le salieron al chato las
reacciones violentas, de las que ya me habían advertido. Lo quise controlar de
varias formas sin que hiciera caso; hasta que me mentó a mi progenitora, y con
todo el pendiente que me dio y más que sus “amigos” del lenocinio en turno lo
desconocían, tuve que dejarlo solo, con todo y el pendiente que sentía por
él.
Por cierto
previo al inicio del evento, el domingo 29 de mayo del citado 1966, asistí a la
inauguración del estadio azteca a lo que entre los gerentes que ya habían
llegado le insistí infructuosamente a don Miguel Belmán Torres que fuéramos al
partido, por lo que me fui solo y a las diez de la mañana estaba ya haciendo
cola en las taquillas del asombroso estadio, y luego sin conocer a nadie y sin
lugar para sentarme, una familia y amigos que le iban al América, me ofrecieron
un asiento. Por de donde iba, no les extrañó mi filiación al Guadalajara, que
dominaba ampliamente en logros y simpatizantes a su equipo y a todos los de la
liga. De ir ganando 2 a 0 se dejaron empatar por el Torino de Italia, el primer
gol fue anotado por el brasileño Arlindo. Las porras de los equipos
capitalinos, perfectamente distinguidas en el estadio por sus colores, ninguna
le llegaba a la mitad a la de las Chivas, por lo que no es duda que los demás
fans fueran absoluta mayoría y para nada el 80% que falsamente presume América,
cuando incluso el Atlante tenía muchos partidarios.
Participando en
otro curso BNM coincidió en México mi compadre José González Duarte (QEPD) auditor entonces de la institución. Fuimos a
comer al restaurante El Abajeño, en la calle Yácatas de la colonia Narvarte. En
el negocio se prohibía servir más de tres aperitivos a los comensales antes de
la comida; nosotros ya llevábamos 6 o 7 tequilas y el capitán, que nos
reconocía en perfectas condiciones, no nos sirvió más. Comimos opíparamente los
famosos platillos del lugar y nos fuimos al centro a seguirla en el bar del
hotel Del Prado, que por cierto se acabó con el terremoto de septiembre de
1985. Al vodka que estaba muy de moda, ante la fuerza que nos dieron los
magníficos nutrientes del atrancón en el abajeño, lo cambiamos en la segunda
botella por nuestro tequila blanco de siempre.
Habíamos
convenido el domingo, día siguiente, ir al museo del Castillo de Chapultepec;
sólo logré que se levantara hasta la noche y me acompañara a ver una película
europea de las que ponían en uno de los cines por Paseo de la Reforma.