lunes, 28 de julio de 2014

EL PRIMO LENCHO

Somos bastante más de cien primos hermanos, las 16 familias de mis padres y sus hermanos dan este resultado. Por una ley no escrita, que era la costumbre en las familias jaliscienses y más en las de los Altos, los primogénitos teníamos destinados como padrinos de bautizo a nuestros abuelos maternos.  
Una excepción a esta regla fue mi primo Lorenzo, Lencho, que es bienaventurado, hijo de la hermana mayor de mi madre, que lo apadrinó, antes de irse a trabajar a los Estados Unidos, un hermano de su padre, previendo no se les presentara otra ocasión para hacerse compadres.
Algunos dijeron que la tara había sido por cambiar la tradición, o porque el primo nació el 28 de diciembre, día de los inocentes. Sin duda fue así porque así tenía que ser. Otros le decían que la bienaventuranza de Lencho le debía tocar a algún otro primo más consanguíneo que él, ya que algunos repiten el lazo de sangre cuatro o cinco veces, y en el peor de los casos, otras tantas más retiradito.
Su genealogía no iba al caso, pues su papá, si acaso, era pariente muy lejano de mi tía su esposa. Como todas las personas de su estado, el primo dice y hace las cosas como se le viene en gana, espontánea y abiertamente. Así, nombra verdades y “pisa callos” que los afectados quisieran ocultar y los de enfrente conocer. Es admirable cómo le hace para dar santo y seña de cosas que a uno ni por aquí le pasan.
Se sabe la vida de todos y a todos se las cuenta. Es muy ahorrativo. Tiene su buen dinero. Diríase que es rico. Ha sabido conservar y acrecentar la herencia de sus padres, ya fallecidos. Hermanos, otros parientes y conocidos  le piden favores que él concede o no conforme a su especial y caprichoso criterio. Es buen platicador y también, como casi todas estas personas, un individuo fuerte, capaz de trabajos que a los demás les resultaría difícil o de plano imposible de hacer.
Cuando aún vivían en el rancho, de acuerdo con otra costumbre no escrita, arraigada profundamente en la región, se ocupaba de vigilar a los novios de sus hermanas, cosa normal y cuestión de honor familiar. Por similar costumbre, las muchachas platicaban entonces con los novios a través de un pequeño agujero perforado en la pared por el cortejador con el consentimiento de la muchacha, a una altura conveniente en su recámara para poder escucharse. Cuando la novia estaba esperando al galán, incluso a veces dormida, el pretendiente usaba una varilla de alambre a través del agujero por él perforado, para avisar su presencia. Cuando el enamorado era un relevo, éste hacía su propio hoyo, a menos que se pusieran de acuerdo para utilizar el anterior.
En muy contados casos, casi siempre con el consentimiento y vigilancia de la madre, la nana u otra mujer de confianza, las citas se realizaban a través de  las ventanas altas o de posición baja de la casa, siempre que éstas últimas estuvieran convenientemente enrejadas y aseguradas.
Lencho para su eficaz vigilancia, se situaba en el amplio corral frontero de la casa, oculto  en alguna carreta u otro implemento agrícola para desde ahí esperar que llegaran los novios. Éstos eran casi siempre conocidos y muchas veces parientes,  pero todos se ceñían a las reglas del juego y en el caso, a las particulares del presunto cuñado.
Sabía a qué horas llegaban los pretendientes, y los identificaba por el silbido de cada uno, o por sus pasos en la oscuridad. Si a su criterio el tiempo de romance para alguno ya era suficiente, o era del caso hacerle la ocasión imposible a otro, se lo hacía saber mediante certerísimas pedradas al bulto, normalmente al pecho o espalda, para lo que como guía le bastaba la lucecilla del cigarro del visitante o cualquier otra seña. 
No había reclamos mayores de los agraviados, o apedreados, en los cuarentas y cincuentas del pasado siglo veinte, y al caso, todos sabían a lo que se arriesgaban con el severo guardián.
Sus dotes extraordinarias para las pedradas, también le servían para otros menesteres. En el rancho del tío denominado Las Hormigas, como comúnmente en los demás, parte de los ganados, se componía de cerdos, y en su caso una considerable cantidad de éstos, por ser el más importante de por ahí. A Lencho, entre otras tareas, le tocaba el manejo de los porcinos, criollos y matreros y hasta casi salvajes. Al acarrearlos y darles de comer, algunos se convertían en verdaderas fieras. 
Un día, accidentalmente, su papá descubrió, un puerco de los grandes enterrado en el arroyo cercano a los corrales. No le fue necesario indagar mucho para definir que había fallecido de tremenda pedrada, una sola, que Lencho le dio en la cabeza, harto de no poderlo aplacar. No costó mucho trabajo descubrir el auténtico cementerio cerdífero, con alguno que otro animal, que el primo había formado.
En las peleas fraternales, cosa normal en las familias numerosas, sus familiares cuidaban mucho la relación con el hermano mayor, para evitar consecuencias corporales, o peor aún,  perder sus ayudas económicas, o las mujeres, evitar mayor saña en las piedrizas a sus  novios.

UN DRAMA DE LA REVOLUCIÓN CRISTERA

La tía Angelina Franco González quedó viuda en 1927, el día en que en el rancho La Peñuela, cercano a Garabatos del que ella era originaria, se libró una batalla de la Revolución Cristera en la que murió su esposo, Heliodoro de la Torre Rodríguez, con quien llevaba apenas unos días de casada. 
Fue una de tantas mujeres vestidas de negro el resto de su vida, que nunca se repusieron de las atrocidades de esa guerra fratricida que de 1926 a 1929 enlutó gran parte del país, principalmente la región de los Altos del estado de Jalisco. El gobierno mexicano bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles con su impopular ley anticatólica, provocó que se cerraran los templos a mediados de 1926. El pueblo contrario a esta ley y otras cosas igualmente arbitrarias del gobierno, azuzado por el clero, se levantó en armas.
Durante los tres años de acciones bélicas, el movimiento insurrecto, iniciado en Jalisco y la región, fue ensanchándose en el territorio nacional. Surgieron líderes militares y sociales famosos como el Gral. Enrique Goroztieta Velarde y Anacleto González Flores, por solo mencionar dos. Así como hábiles guerrilleros populares como Victoriano Ramírez López, alias "El Catorce" y los sacerdotes Aristeo Pedroza, llamado “El Atila” de los cristeros, y José Reyes Vega.  
A mediados de 1929, el clero dirigente y el gobierno ya en manos de Emilio Portes Gil, firmaron los controvertidos acuerdos de paz. A partir de éstos se desató una verdadera carnicería de militantes insurrectos, sorprendidos y engañados con el pacto. La amnistía conveniada resultó una verdadera trampa para, a río revuelto, revivir viejas rencillas, cobrar venganzas y alentar el bandidaje.  
Volvamos a la tía Angelina de esta historia. Unos días después de que se libró la batalla mencionada, en la casa de la tía abuela Herlinda de la Torre Angulo en San José de Gracia, Mpio., de Tepatitlán, un rato antes de la cena que su esposo Arcadio Hernández, simpatizante del gobierno, le iba a ofrecer al militar que en representación de éste peleo dicho enfrentamiento, en que la anfitriona sostenía la siguiente conversación:
-Tranquilícense muchachas, sobre todo tú Angelina; no debe haber pasado nada grave y tu esposo debe estar sano y salvo (aunque ya conocía la noticia), Arcadio no tarda en llegar para la cena que les ofrece a los federales ¡Como se le ocurrió invitarlos viendo la situación y mi hermano levantado en armas! Para bien o para mal sabremos qué pasó en la batalla. Se me esconden todas en una recámara y cuidado, mucho cuidado, con hablar y por Dios, no vayan a fumar, que también se delatarían de inmediato. Entonces nos llevan a todas presas y nos fusilan o nos mandan a las Islas Marías.
-Pero tenemos mucho miedo  ¿Si se meten a la pieza?
-No tienen porqué meterse si no hacen ruido ni fuman.
-¡Ay, qué habrá pasado con Heliodoro, tengo tanto pendiente!
-No te preocupes más. Anden vayan a encerrarse.
En este grupito de sobrinas, encomendadas a su cuidado días antes, se encontraba mi madre María Dolores Galindo González. 
-¿Como les fue en la batalla de La Peñuela, mi coronel? -preguntó el anfitrión.
-Pues la verdad, compadre, esos cristeros nos pelearon muy duro. Perdimos bastantes elementos. ¡Ah, si tuviéramos en nuestras filas hombres como esos!, sobre todo como su aguerrido cabecilla, un total Jorge de la Torre, ya hubiéramos terminado esto. Rompió nuestras líneas como le dio en gana, yendo siempre a la cabeza de su gente. 
-Como él, y mejores, hay muchos, y muy difícil cambiarlos de bando; sería tarea impensable para el gobierno –comentó el dueño de la casa.   
-Habrá otros medios, eso ya lo veremos. También les hicimos considerables bajas ¡Lástima de hombres! Entre los que sucumbieron estaba un muchacho joven, alto, güero, bien parecido, con buenas armas y un caballo tordillo muy bueno que murió junto con él. Nos dio una guerra endemoniada. A su jefe no le pudimos tocar ni un pelo.
La conversación se escuchaba claramente en la cercana recámara escondite. No hace falta mayor imaginación para darse cuenta del terrible golpe que recibía en ese momento aquella esposa todavía en la luna de miel. Su mente jamás  pudo salir cabalmente del shock. 
El resto de su vida lo pasó semi enajenada, sin brillo alguno, como esperando solo el día de su muerte para reanudar sus bodas tan abruptamente interrumpidas.   

UN ASUNTO COMPLICADO

Era una señora de todo el pueblo conocida; medio sirvienta, medio celestina. Llegó un día al banco allá por los sesentas del pasado siglo veinte, a ofrecerles una vez más, y en esta ocasión  con suma presunción, un par de mujeres a dos empleados que en el banco estaban uno al lado del otro. Supuestamente con las dos jóvenes pupilas que había conseguido, iban a quedar encantados, lo mismo que ellas con tales galanes. 
En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, los adulados muchachos, por la verborrea de la lenona mujer, aceptaron hacer la incursión esa noche a una casa, cuyas señas ya conocían pero ella les precisó por si había dudas. Como a las diez y media de la noche, cuando el pueblo estaba casi ausente de transeúntes, llegaron los dos un tanto novatos hombres de mundo.  
Había dos casas juntas muy parecidas, que respondían a las señas indicadas. ¿Cuál será? que ésta, no, que la otra. El más aventado de los muchachos tocó en una. Ni quién diera señas de vida. Continúo tocando, claro con sigilo y precaución, hasta que una voz de hombre incomodado contestó que qué demonios buscaban y se quedó en calma. El demandante llamó de nuevo. 
Pasados unos instantes el ocupante abrió, a medio vestir. Era un hombre que vivía en otro lado del pueblo. Traía un enorme cuchillo en la mano y luego de una selección de lacónicas y altisonantes palabras, a la respuesta de: buscamos lo mismo que usted, le lanzó al joven unos lances con el arma de cargador del mercado donde laboraba, que éste con la reacción y agilidad que da el miedo y la plena juventud, esquivó como consumado duelista. El viejo hizo una pequeña pausa y reflexionando, contestó: es al otro lado, babosos pendejos hijos de la chingada. 
Les abrieron al lado de inmediato. Que sí se habían dado cuenta de su llegada, pero por precaución  tenían prohibido abrir así nomás.  
-Bueno ¿Y las muchachas?
-Pues nosotras somos. ¿Apoco no les gustamos? Yo nomás tengo veintiocho y mi amiga treinta.
-Hecho su buen descuento ¿Verdad? Pero viéndolas bien y después de las trifulcas, todavía aguantan.  
Así los dos amigos y compañeros, pasaron una larga velada con las dos maduritas damas.  
Al día siguiente se presentó la alcahueta mujer en el banco, disculpándose con sus apenas conseguidos nuevos clientes. Les aseguró que sí tenía las primicias que les había ofrecido,  pero que, enterado del hallazgo tuvo que cedérselas, a uno de sus principales y antiguo cliente, no sin aclararle que la iba a hacer quedar mal con el compromiso adquirido.

UN ARTERO CUÁDRUPLE ASESINATO

Esa mañana del último domingo de septiembre de 1923, los hermanos Jesús, José y Cipriano de la Torre Angulo, este último mi abuelo paterno, junto con su amigo mutuo  Juan León, desde al oír misa como primera actividad y luego de despachar algunos asuntos urgentes, no se sentían nada tranquilos. El boticario del pueblo, conocido hombre de respeto del lugar y amigo de ellos, después de haberles insistido mucho, los había convencido a regañadientes, de dejar sus armas depositadas en su negocio, porque el presidente municipal había ordenado despistolización general. Decidieron volver al mesón de San Cayetano, donde siempre pernoctaban, para regresarse de inmediato a sus lugares de origen. A dos de los tres hermanos los acompañaba una de sus hijas. 
Al Jefe de acordada de Atotonilco el Alto, Máximo Amezola, hombre violento y temido en la región por su tenacidad para imponer el orden, conforme a sus excesivos procedimientos, se le acreditaban no pocos casos de crueldad extrema en sus funciones. Se cobraba tarde o temprano toda ofensa o desaire, que muchas veces él provocaba. Tenía entonces, cosa que la mayoría de la gente no aprobaba, carta abierta del presidente municipal para desarrollar sus actividades, quedando éste prácticamente fuera de toda intervención en el área y como hombre débil e inepto.
Los tres hermanos, hombres de campo, no eran para nada dejados, rancheros recios, no hacendados pero sí acomodados patrimonialmente. Trabajadores y cumplidos a carta cabal tanto en los negocios como en otros asuntos. Populares, buenos tomadores, fandangueros, y mujeriegos; destacando en esto último el mencionado en primer término.  Unos días antes, en las fiestas patrias del lugar, después de la parranda de la noche del grito, llegó éste, junto con el amigo mutuo citado, en la madrugada del día diez y seis a curarse la cruda, al lugar donde se emplazaban las caneleras  en el  costado norte del mercado municipal que era entonces rústico, y estaba repleto de trasnochados.
Coincidió en la concentración el jefe de acordada y su gente, acompañando a unas damas alegres. Una de estas señoras tenía que ver con el hermano de la Torre presente, y el encargado del orden lo sabía. La dama en cuestión, no tardó en acompañar en su mesa al amante afectado. Podría haberse desatado la balacera correspondiente en que las de ganar eran claras para el cuerpo policiaco, pero por falta de tamaños o exceso de prudencia prefirieron retirarse y dejar el campo.
El altercado público dejaba muy mal parada a la justicia y al gobierno municipal; las cosas no podían quedarse así, máxime que ya había perdido el representante de la ley otros lances con los mismos contrincantes. Informó a su modo del incidente a su superior, consiguiendo la autorización para proceder como juzgara conveniente, lo que equivalía a la sentencia de muerte para sus duros enemigos.
La oportunidad del policía no se le podía presentar mejor que ese domingo en que había astutamente logrado desarmar a sus temidos adversarios. La premeditación, alevosía y ventaja estaban de su lado. Los pasos de sus enemigos fueron seguidos uno a uno desde su arribo al pueblo. En vista de las circunstancias, decidieron los tres hermanos y su amigo retirarse del pueblo antes de lo acostumbrado, dándoles aviso a las dos hijas acompañantes.
Alrededor de las doce sin haber recogido sus armas en la botica, estaban ensillando sus caballos en el mesón. En eso llegó la acordada con el titular al frente y acribillaron a quemarropa a las cuatro indefensas víctimas de la venganza y la cobardía. Cuando menos diez tiradores, además de su jefe, vaciaron las cargas de su armamento.  Las dos jóvenes hijas, que estaban un tanto retiradas recogiendo algunas pertenencias, alcanzaron a tener agonizantes en sus brazos a sus padres. El tercer hermano, mi abuelo, murió solo y el amigo mutuo muy mal herido, alcanzó a salir del mesón  para caer unos pasos después.
Los acontecimientos descritos, sumados a otros en los que el presidente municipal no hacía nada para poner remedio, acabaron de indignar a la población. Una turba lo arrastró por las principales calles del pueblo y no volvió a ocupar su cargo. El boticario cerró su negocio y emigró a Guadalajara.
El promotor de la masacre luego de disolverse la acordada,  huyó para pasar el resto de su vida en los Estados Unidos, siempre temeroso y azorado, desconfiando de todo mundo. Murió anciano en forma miserable privado de la razón. Los dos hermanos restantes de los tres arteramente inmolados, pues eran cinco, no se explicaban cómo habían accedido a desarmarse el día de los hechos fatales, dado como se hacían las cosas entonces y el atenuante de las malas relaciones con el asesino. Se involucró intelectualmente en los hechos a un rico personaje, que de manera similar no tenía como santos de su devoción a los fallecidos, quien, sin éxito, había querido apropiarse    leguleyamente unas de sus tierras. El hermano más joven, cuatro años más tarde, en el 27, encabezó la exitosa batalla cristera de la hacienda Peñascos. Al igual que su otro hermano, murió abuelo por causas naturales.

LAS TRES MARCIANAS

Les decían las marcianas, no por el nombre del planeta de nuestro sistema solar, sino por el
de su padre don Marciano, que de oficio había sido un castrador reconocido de ganado en una zona eminentemente pecuaria como lo era, y aún lo es, la región alteña jalisciense. La mamá de sus hijas, de un estrato social más alto pero venido a menos, siempre detestó el trabajo de su esposo, que sin embargo le daba suficientes ingresos. Los tres hijas, entre los 35 y los 40 años a mediados de los cuarentas del pasado siglo XX, eran buenas muchachas y nada despreciables solteras, que extrañamente  guardaban ese estado. 
La actitud negativa y amargada de la señora y su condición de sólo aceptar pretendientes para sus retoños, de un nivel que no tenían, junto con la mala suerte aparente de las mozas, contribuían en tal situación. Con todo, seguían teniendo candidatos principalmente de otros lugares. Otro factor, quizá el principal, por el que eran desairadas giraba acerca de considerarlas gobiernistas, porque habían mostrado ciertas simpatías a oficiales del ejército que las pretendieron durante la Guerra Cristera de 1926-1929, cuyo principal campo de acción como es sabido, fue la región de Los Altos, donde la más leve sospecha en tal sentido se satanizaba acremente.          
El patrimonio dejado por el jefe de familia sólo fue la casa con su respectivo solar, patio,  corral y animales domésticos, tradicional de las fincas rurales. Iba mucho a las ferias donde en palenques y carreras las apuestas dan tarde o temprano saldo negativo, mayormente que aceptaba juegos fuertes muchas veces soportados con créditos a los que tenía acceso por su cabal cumplimiento. A la par influyó tanto en sus ánimos como en su peculio la apatía y exigencias de su esposa, y el que no haya tenido apoyo de hijos varones.
Para subsistir, las tres damas, con muy poca contribución de la mamá, confeccionaban algunas prendas de vestir y elaboraban tortillas para algunas familias acomodadas. Además cosechaban verduras y frutas que producían en el pequeño solar, a lo que se agregaba casi todo el año el rendimiento sobrante de su gasto personal, de dos buenas vacas lecheras que poseían. 
Yo entonces tenía unos 10 años y pasaba las vacaciones escolares en el rancho de mi abuela materna y, con un primo de 13 que por orfandad vivía ahí con su mamá desde su nacimiento, entre otras labores se nos encomendaba llevar el maíz para las tortillas del día siguiente y recoger las de la provisión del anterior. Hacíamos a pie el recorrido que de ida y vuelta era como de una y media legua, unos 6 kilómetros,  que por el camino real nos llevaba unas dos horas para regresar a tiempo a horas de la comida. Casi siempre al trayecto le hacíamos un rodeo, para no encontrarnos o avistarnos con una conocida curandera o bruja, que lejos de hacernos daño alguno, nos trataba siempre con simpatía y buenos ojos, pero le guardábamos recelo.
También las tres damas solteras e incluso su mamá, nos trataban con especial atención y al mismo tiempo nos hacían plática y diferentes preguntas que a veces no podíamos contestar o hacíamos con reservas. Me trataban más como niño y a mi primo más como adulto, por su edad y por ser más precoz. A veces, aunque sólo unos minutos, les ayudábamos en algo de sus quehaceres.        
Un día encontramos especialmente cariñosa y cantando con alegría inusual, aunque un tanto nerviosa por nuestra llegada, a una de ellas, que nos recibió  con singular miramiento, principalmente a mí. Después de recibir nuestro encargo y despedirnos, volvimos a recoger una de las servilletas para cubrir las tortillas, que habíamos olvidado, viendo la amorosa despedida que le daba la alegre receptora de ese día, a uno de mis tíos del rancho vecino al de mi abuela, que esperaba la oportunidad para retirarse.   
Las cinco tías solteras hermanas de mi madre, que también se las arreglaban para sacarnos chismes y hacernos desatinar, a las que habíamos aprendido a capotear para no decirles lo que no debíamos, sabían algo de lo del tío y la marciana amorosa, y se nos enojaron porque no les contamos nada.
En una de las fiestas que se hacían en los ranchos por alguna conmemoración familiar, el tío, primo de mi padre, en una oportunidad del festejo, nos llamó aparte para agradecernos nuestra discreción por el suceso que habíamos visto, repetido en más de otra ocasión, agregando que, aunque todavía no lo éramos, nos comportábamos como gente grande.    

EL TÍO AURELIO

-Don Aurelio, ya sabemos que tiene usted escondidos a los curas de Tototlán;    entréguenoslos  o se atiene a las consecuencias que ya conoce.
-No tengo escondido a nadie y si lo tuviera no se lo entregaría.
-Con que esas tenemos, queda detenido; ya verá como le bajamos lo bravito y traidor a la patria.
-No prestarse a sus atropellos y pendejadas abona lo primero y niega lo segundo. Son ustedes unos cobardes abusivos y los verdaderos traidores al país y al pueblo del que malamente forman parte.  
El general representante del supremo gobierno, Juan B. Izaguirre, enfurecido lanzó la mano derecha extendida hacia la cara del ranchero que la detuvo en un acto relámpago de defensa, haciendo casi caer de lado al agresor.
-Este joven que lo acompaña, es su hijo ¿verdad?, irá también a la cárcel y así evitaremos que nos cause problemas, como sucede en esta tierra de santurrones y fanáticos y así desembuchará, amigo,  lo que le preguntemos.
-Son ustedes una hijos de la chingada, como no pueden con sus iguales se aprovechan de familiares y mujeres para hacer sus fechorías.
-No le eche más piedras a su morral que ya está bien pesado. Tiene ya de sobra para colgarlo de inmediato, pero primero me encargaré de que lo expriman y a golpes no le quede un hueso en su lugar. Ya verá como suelta la lengua, o recurrimos a su familia y parientes, que no serán tan calzonudos como usted.  
En la celda de la presidencia municipal que mandó desocupar el militar liberando a unos borrachos de la noche anterior, el detenido fue interrogado y martirizado brutalmente en presencia del hijo, obteniendo los torturadores el refrendo de sus opiniones personales manifestadas al detenerlo y sólo esporádicos quejidos de los muchos que esperaban oír los agresores, quienes cuando intentaron perjudicar al hijo lo defendió con tal ímpetu que los hizo desistir. Con todas las ventajas a su favor, los verdugos escurrieron el bulto en un dejo de compasión hacia el familiar, pero más de admiración a la osada actitud del padre, según contó tiempo después uno de los soldados, además de que el parte de su jefe fue en el mismo sentido.
Al día siguiente se presentó el general en el rancho ante la esposa y pariente del detenido, casada en las postrimerías del siglo XIX, para lo que dejó su natal San Miguel el Alto. Era una recia mujer con buena preparación, y un digno ejemplo de la mujer alteña jalisciense valiente y fiel, que muy justificadamente estaba atemorizada por la situación. 
-Vengo en son de paz señora. Dígame donde esconde su esposo a los curas y lo soltaré de inmediato, si me entrega primero el rescate que le hemos fijado al alebrestado de su marido; tiene hasta mañana al mediodía para pagar. A su hijo, que viene conmigo, se lo puedo entregar cuando cumpla el pedido.  
-Espero que no sea usted tan maligno y criminal para que siga reteniendo a mi hijo. Por lo que respecta a mi esposo lo que él haya dicho o dejado de decir, que ya lo sé, es lo mismo que yo diría o dejaría de decir. Siento como no tiene usted ni remota idea lo que le han hecho y todavía le van a hacer. Sé, y usted tan bien como yo, que nada de lo que está prometiendo tiene intención de cumplir. Sólo quiere saciar su odio y hacer méritos. El  dinero que pide, veré como le hago y se lo llevo mañana, a cambio por escrito de su  descargo de culpas, que es lo justo, y déjenos en paz.
-Señora, usted sabe que lo que me pide no es posible en ninguna forma.
-Pero a mi hijo, no tiene porqué retenerlo.
-Se lo dejaré un día de estos, cuando me dé la gana.
-Que Dios algún día le otorgue misericordia y justeza que ahora no tiene, y lo perdone. Que tenga buen día. 
El señor José Botello de Tototlán, amigo de la familia, acompañó a la atribulada y con razón temerosa esposa a entregar el rescate. En el escritorio del general Izaguirre teniendo este a su vista el pago convenido, les espetó:
-Le voy a liberar sólo a su hijo señora, porque a su marido ya nos lo echamos.  
La liberación fue dos días después a unos vecinos del pueblo, pero antes un día después habían fusilado al padre Sabás Reyes, que se había entregado por la aprehensión del valiente hombre de campo. El padre Sabás era uno de los sacerdotes que buscaba el federal gobiernista junto con el párroco Francisco Vizcarra y el padre J. Dolores Guzmán que a su vez había protegido antes don Aurelio en su casa de Tototlán; actos confirmados por la señora María Ontiveros.   
La tortura de ambos fue implacable y ante los nulos resultados de doblegarlos, los ejecutantes la mañana del 13 de abril de 1927 fusilaron a don Aurelio, después de hacerlo caminar con las plantas de los pies desolladas, y al padre Sabás en el panteón al día siguiente, jueves santo. El sitio del martirio de mi tío, por señalamiento de mi padre, lo identificamos antes que la mancha urbana lo borrara, por el camino real enfrente del camposanto, a un lado de la ahora carretera a Guadalajara, a las orillas donde están ahora las gasolinerías. 
El padre Sabás Reyes Salazar es uno de los 25 santos mártires de la gesta cristera, que el papa Juan Pablo II canonizó el 21 de mayo de 2000. Lo sepultaron junto con el personaje  de esta historia en la tumba de su propiedad. El santo antes de matarlo
perdonó y bendijo a sus ejecutores.  
Al hijo testigo del martirio de su padre, le afectaron permanentemente los resultados del trauma vivido. 

VENGANZA ATRASADA

Eran dos familias de ranchos contiguos, con viejos lazos de amistad y algún parentesco, como era y es normal en el medio rural. Sus tierras para cultivos de temporal y agostadero de ganados, bien atendidas aunque la situación empeoraba en aquellos principios de los cuarentas del pasado siglo XX, les proporcionaban aún resultados suficientes dentro del modo austero de vida en tierras pobres, como lo son en la región alteña jalisciense. 
Sus hijos varones primogénitos, sin que mediara alguna razón específica, nunca se llevaron bien desde niños, siendo notoria la rivalidad de que siempre hacían gala, y ya adultos eran más grandes sus pleitos  Uno estaba ya casado con una de las muchachas más bonitas de ahí, emparentada aunque lejanamente con ambas familias. El otro mantenía noviazgo formal con una hermana de la novia del hermano menor de su contrincante, y vivían ambas en su casa materna en la cabecera municipal, donde los dos pretendientes coincidían a sus citas.  
Las muchachas platicaban con ellos detrás de las rejas callejeras de las ventanas de su casa, como era costumbre sine qua non tratar estos asuntos cuyo objetivo esencial era el matrimonio. Para las rigideces sociales de entonces y particularmente en la zona, la más pequeña desviación a estas normas, se hacía acreedora a descalificaciones y chismes de proporciones insospechadas. De las tres rejas de la finca, usaban las dos extremas para sus coloquios nocturnos, dejando en medio la contigua a la puerta del zaguán para estar más distantes ambas parejas. El novio mayor avasallaba cotidianamente a su pretenso concuño, dejándolo en una ocasión bastante maltrecho y humillado y éste, con el “ve y díselo a tu hermano”, sin medir las consecuencias fue con el chisme. La información de todas maneras le  hubiera llegado,  pero más atenuada. 
Los medios de transporte eran básicamente el caballo y las carretas por senderos individuales o comunes llamados caminos reales, que dividían y comunicaban los ranchos entre sí, o llevaban a convergencias más distantes o pueblos y cabeceras municipales que eran los centros de abasto y de actividades sociales y comerciales. Los pocos camiones o trocas para carga que empezaban a aparecer utilizaban brechas rústicas y, si se podía, los caminos reales, al igual que para pasajeros los comandos, traídos como desechos estadounidenses de la segunda Guerra Mundial, y los camiones trompudos acondicionados al caso. 
El reto le hizo pasar la noche al ofendido con mucha impaciencia por lo que veía venir. En la mañana muy temprano, como de costumbre, salió a sus labores de campo informándole alguno de los vecinos que se encontró al paso, que su rival andaba preparado.
Como al mediodía se avistaron a caballo en sentido de encontrarse. Como a unos cien metros el soltero presto retó a muerte y espoleó,  y el del frente tuvo que hacer lo mismo. Sólo se dispararon dos balas; una dio en el blanco y la otra siguió de largo. Le tocó caer al provocador y permanecer su rival ileso en su montura.  
El  sobreviviente de estos duelos, que eran una desdicha para las familias involucradas, “perdía la tierra” o su lugar de residencia y las familias su relación y la amistad por arraigadas y firmes que hubieran sido. Así, el “favorecido” en este caso tuvo que irse, en condiciones nada favorables, con unos parientes a un estado vecino, ordenando trasladar a su familia a una población cercana a Guadalajara. Las lejanías, aunque no lo fueran tanto, en ese tiempo eran propicias por la falta de más vías de comunicación. Los dolientes afectados, en parte por tener en su ceno miembros menos rijosos, y por la mala situación en el campo, se concentraron en la cabecera municipal.
Algunos años después el desterrado regresó, tomando precauciones, a donde había dejado a su familia, considerando que las cosas se habían calmado. Creó ahí raíces, aumentó en varios hijos su familia, obteniendo la imagen de hombre recio, trabajador, bastante popular y mujeriego. Medio mundo sabía su residencia. Consideró seguramente la pasividad de la familia doliente. Al tiempo empezó a visitar en horas muy tempranas a su mamá en el lugar en que radicaban las dos partes.
Ya de edad avanzada, pero aún saludable y fuerte, llegó de pasada como siempre al negocio de cantina de su compadre y pariente, pero ya entrada la mañana, pidiéndole que vendiera su arma. El primo no estuvo de acuerdo pero por insistencia aceptó el encargo, quedando depositario de la magnífica pistola.  
En el momento de la plática, del negocio similar a dos puertas, entró por algo uno de los parroquianos que ahí se curaban la cruda. Regresó presuroso a calentarle la cabeza, con empeño gratuito, al hermano menor del difunto de antaño. La carrilla del conocido contertulio terminó por animarlo, a regañadientes, a cobrar, pistola en mano, una venganza innecesaria, con veintisiete años de retraso, ante un hombre desarmado, que en buena lid  antaño había salido vivo.
Lejos de amedrentarse y menos de escapar o esconderse, al oír las ofensas se volvió y  esperó de frente hasta que el indeciso e inexperto atacante forcejeó con él, y en la acción se disparó un tiro que consumó la alevosa y cobarde venganza.
Al asesino le tocó el turno de perder la tierra, pero arrepentido y habiendo pedido perdón a la familia rival, falleció poco tiempo después en un estado vecino en condiciones de salud lamentables. El insensato pica crestas, otrora niño bien y por algún tiempo empresario y posición social relevantes, ahora poco o nada le queda. 

LA HIENA DE SAN RAMÓN

Anciano y enfermo del cuerpo y del alma, con setenta bien marcados años encima, rodeado de su esposa, quince hijos, algunos no de la misma madre, cuarenta y tantos nietos e invitados que de tanto insistirles accedieron a concurrir, la hiena de san Ramón está celebrando sus bodas de oro matrimoniales en el rancho La Lima que ha sido su residencia los últimos diez años, de los que cuando menos la mitad ha tratado de congraciarse con                 algunos de sus parientes y familiares de sus víctimas para tranquilizar su conciencia.
 -Él ya está viejo y muy enfermo -decían los hijos e intermediarios oficiosos al repartir las invitaciones -sólo desea estar bien con todos.
-¡Va! si estuviera buenisano seguiría cometiendo sus fechorías -pensaban o decían abiertamente gran parte de los convocados.  Durante más de cincuenta años nuestro personaje recorrió los caminos de la maldad a su alcance. Se ufana de haber mandado al otro mundo al menos veinte cristianos. A unos por encargo y a otros porque temía o envidiaba. Se dice que a ninguno mató a las buenas. Hasta los dieciocho años había sido un ranchero más o menos normal, justo antes de saber que era hijo de un tercero, a quien entonces había ido a reclamarle la paternidad a Guadalajara.
Su padre biológico que formaba parte del ejército, estuvo en el rancho como representante del gobierno durante la revolución cristera, que duró de mediados de 1926 a mediados de 1929, que en la región de los Altos del estado de Jalisco se había acunado y extendido en todo el estado y una gran parte del país, en respuesta armada del clero y el pueblo católico mexicano, por las leyes anticatólicas del gobierno federal, representado por el presidente Plutarco Elías Calles. 
Entre las hazañas de este militar en el lugar, sobresalió la seducción de una joven y guapa viuda, contribuyendo en el asunto el empeño decidido y convenenciero del administrador del rancho, su compadre, y de una alcahueta de las que nunca faltan en estos menesteres. El fruto de la  malévola acción fue el titular de este relato.
La misa ceremonia para la celebración del evento tuvo que retrasarse casi dos horas, porque al festejado sus remordimientos lo hicieron echarse para atrás, hasta que la esposa y los hijos mayores, especialmente el franciscano, casi lo llevaron a rastras al templo.                                       La pachanga luego de la misa y el sainete previo entró en su apogeo. El anfitrión desconfía casi de todos los presentes. A algunos los identifica plenamente y a otros desconoce o finge desconocer, si sabe o sospecha que sean dolientes de alguna de sus víctimas. 
La esposa antes de su matrimonio en 1944, era una muchacha guapa del rancho de escasos diez y siete años. No era la más bonita pero a varios solteros no dejaba de llenarles el ojo. En los primeros días de abril de dicho año, vino de la ciudad un primo suyo, mátalas callando, quien en una fiesta de bienvenida que le hicieron, mañosamente la dejó embarazada. 
Su boda se celebró a principios de mayo cuando los contrayentes ya tenían dos años de novios y habían aplazado su enlace por diferentes razones y al final por un inesperado viaje del novio a la capital del estado. No importó a la esposa mayor cosa, y si no fue así, disimuló muy bien, el que su marido apareciera en el acta de matrimonio con apellido paterno diferente. 
En la semana de los santos reyes de 1945 nació el primogénito de una retajila de hermanos y medios hermanos de madre, quien curiosamente fue la oveja buena de la familia al ingresar al tiempo a un monasterio de religiosos. Pero el segundo pronto habría de aprender y mostrar la mala sangre y las mañas del padre, convirtiéndose  en verdugo y brazo ejecutor de las ordenanzas malvadas de su procreador. Ambos de una manera u otra, salieron siempre bien librados de los agravios que cometían. En la fiesta, este miembro de la familia participa, armado solapadamente, muy atento a los inconvenientes que se puedan presentar.
De sus medios hermanos mayores, este desalmado personaje respetó siempre a quien con razón llamaba su segundo padre, que aún adolescente se había hecho cargo de su madre, viuda a los treinta años y sus seis hermanos, apoyando luego a su padrastro como a sus dos hijos y al adoptivo del que nos ocupamos. El menor de los hijos de esta segunda familia, impedido desde la infancia por la poliomielitis, nunca se doblegó a las amenazas y ultrajes del Caín de la familia.
Este inválido fue un asombroso batallador, superando sus limitaciones a base de coraje y esfuerzos titánicos. Aprendió a leer y escribir prácticamente solo, y a dibujar en un curso por correspondencia, usando los ganchos deformes en que se habían convertido sus manos, con apoyo del mentón de su cara, Fue miembro distinguido de la asociación de Pintores sin Manos, con sede en Vaduz, Liechtenstein de Europa Central. También sorprendentemente se convirtió en escultor e inventor de cosas como unos carritos de locomoción a motor y de cuerdas para su movilidad, así como otras habilidades igualmente fuera de lo común.     
Volviendo a nuestro villano, con una labia convenenciera asombrosa, alternadamente corderil o amenazante, arrebataba bienes y hasta la vida a quien se le antojaba. Maltrató o estafó a medio mundo, incluyendo a su madre, padrastro y sus dos nuevos medios hermanos. A tal grado esto que la señora llegó a expresar en más de una ocasión que sería mejor que Dios lo recogiera.
Como era de esperarse en este país, con las influencias de su padre biológico,  a poco de iniciar sus desaguisados, ingresó a la Policía Rural, luego al Servicio Secreto (las llamadas temibles comisiones) y después a otros grupos policiales o de represión  parecidos. Con el tiempo el padre y su familia militar tuvieron que retirarle el apoyo al no aguantarle o poderle tapar sus ilícitos. 
Regresó al rancho y su lugar de origen, más mañoso que antes y en una etapa muy violenta, obligaba a sus hijos mayores a cometer en su nombre toda clase de tropelías. Le faltaba ya entonces una pierna desde un poco abajo de la ingle, que por un balazo había perdido cuando en sus mejores tiempos de malhechor lo venadearon robándose una partida de reses. La burda pata de palo que portaba, con el auxilio de los hijos, poco le impedía realizar sus villanías. 
Logró colocarse por razones de amedrentamiento fácil de deducir, como administrador sucesivamente de los dos principales terratenientes que ya se habían radicado en la cabecera municipal, quienes al colmarles la paciencia por sus fechorías, pidieron la intervención del medio hermano mayor que antes se menciona; así como la del padre legítimo.
La mediación del familiar palió unos meses las cosas, para luego volver a lo mismo. El padre biológico en retiro del ejército, con establecimientos comerciales en Tlaquepaque, a las orillas de Guadalajara, se desentendió olímpicamente del problema. Argumentó que eran muchas las oportunidades que su hijo había tenido con su responsiva, pero que no tenía remedio. 
Sobrevino en este tiempo el fallecimiento de la madre del protervo hijo. Éste en el velorio correspondiente, en estado de ebriedad y drogadicción, se peleó con los presentes, logrando ponerlo medio en paz el medio hermano mediador. Esto, sus demás pecados y la ineludible cuenta de la vida terminaron por obligarlo a buscar el lugar de refugio más propicio donde ahora vive.      
Hace ya buen rato que los invitados terminaron de comer. Los suculentos cueritos y carnitas de dos marranos sacrificados para el convivio, complementados con los también tradicionales frijoles charros y el autóctono guacamole, van declinando resistencia al tequila especial que se toma en abundancia. El mariachi ha tocado más de seis horas y ya es de noche. Varias familias se han retirado a atender otros asuntos o porque de plano no quieren comprometerse si empiezan las dificultades.  
Las miradas recelosas de algunos de los que quedan, no dejan en paz sus recuerdos. Sirve de alguna manera de contrapeso el señor cura, oficiante de la misa, pariente de los anfitriones, que hicieron venir de la ciudad de México, más como gente de respeto que por parentesco. Están también los dos policías amigos y conocidos que con el apoyo del delegado municipal seleccionaron como elementos de seguridad. Hay así mismo algunas personas de buena reputación a quienes se les insiste que no se vayan.
El ambiente es tenso con no pocos ánimos exaltados. El ama de casa va y viene con sus hijos e hijas, incluyendo algunos de los entenados, a atender solícitamente a los asistentes. Dos o tres, sin faltar el que es genio y figura de su padre, no abandonan en ningún momento la mesa familiar, todos  colocados de espaldas a la pared, desde donde pueden ver bien a los presentes y vigilar cualquier movimiento y la única entrada y salida del corralón del festejo.                                        

UN FALSO HACENDADO

Era un hombre de fácil palabra, dicharachero y burlesco y de buena presencia. Muy dado a las tratadas y a otros negocios fáciles, fiel seguidor de palenques y de carriles de carreras y enamorado un muy cumplidor. Aunque relativamente recién casado, en razón de los modos descritos, no en muy buenas relaciones conyugales. Con todo esto, como sucedía antes de los años veinte del siglo pasado, y aún sucede en las familias pueblerinas, se le consideraba  un hijo de familia de padres acomodados económica y socialmente.
En la baraja, los gallos y en las carreras parejeras, ganaba y perdía; más bien perdía, como sucede a fin de cuentas en estos menesteres. Su tren de vida y falta de aficiones productivas de trabajo, como generalmente también sucede, le acarreaban problemas económicos y personales que su padre se encargaba de solucionar. Pero como todo tiene un límite, en una denuncia mayor por abigeato y tala de maderas, su progenitor no pudo o no quiso seguir ayudándolo y fue a parar al penal Escobedo de Guadalajara.
Pasado algún tiempo, el papá lo sacó del presidio, no sin costos importantes porque los delitos eran graves. Seguramente apresuró la voluntad del padre, la oferta de unos viejos amigos de la familia, ricos hacendados, para que nuestro personaje se fuera dizque a sentar cabeza, como administrador en participación a un rancho de importancia apartado del lugar, a donde llegó como a la tierra prometida con su esposa y sus dos o tres primeros hijos. En el rancho, casi una hacienda, se dio a conocer de inmediato como el nuevo dueño, cosa que entonces, 1918, 1919, no se puso en duda por los lugareños. La propiedad, en especial y más en esos años revolucionarios, carente de comunicación con el exterior, era un reducto adecuado para su situación y maneras propias de hacer las cosas. 
Los terratenientes vecinos, en especial un pariente y cuñado, eran con frecuencia el blanco de sus diatribas y peticiones de ayuda, quedando casi siempre estas últimas incumplidas o    correspondidas colmilludamente por el deudor. Semilla para siembra, abonos, yuntas de bueyes, manojos de rastrojo y otras cosas, eran materia de sus constantes “préstamos de Santana”. Pasaron algunos años. El rancho se veía próspero. El falso hacendado  gozaba de todos los beneficios inherentes del rango que usurpaba. Era popular e influyente, muchas veces compadre y mujeriego como de costumbre. Tenía  ya seis o siete hijos legítimos. No obstante las dificultades de acceso al rancho, en las fiestas que daba venían invitados de varios lugares, incluso de la capital del estado.
Entonces se soltó por ahí que no era más que un encargado y que en ningún momento  había rendido cuentas a sus patrones, quienes tarde o temprano lo llamarían a cuentas. Efectivamente así sucedió, resultando como era de esperarse, con un enorme desfalco que el infiel administrador no podía afrontar. Por la amistad familiar, se consiguió el apoyo del señor obispo  para que los agraviados le concedieran una prórroga y enderezara sus cuentas. Los acreedores no han de haber tenido mayor confianza en las promesas del manejador de sus bienes. Seguramente pensaron en la forma menos inconveniente de deshacerse de él; mayormente que cada día eran más fuertes las amenazas del gobierno federal de expropiar las tierras.
En esta situación, el usufructuario se sacó un as de la manga obteniendo la  autorización de los dueños para fraccionar el rancho, con lo cual ambas partes saldrían  ganando. Él como fraccionador en ningún momento formalizó a los nuevos dueños sus pagos. Los recibos entregados, simples pedazos de papel, no valían nada legalmente. En estos lugares se hacían las cosas, y aún se hacen, a la palabra, entre gente honorable, que es la gran mayoría. No tomaron en cuenta los compradores que estaban tratando con un redomado  sinvergüenza.  
En connivencia con las autoridades, si es que así se les podía decir, y con los propietarios, se quedó este hombre con lo mejor del rancho, haciendo las legaloides hijuelas correspondientes de entonces a nombre de sus hijos. También se las arregló para cambiarle el nombre, como rancho, a las tierras hurgadas; artimaña que le valdría para defenderse del reparto agrario en su momento. Esto último, maquiavélicamente preparado, no tardó en hacerse realidad. Sabiendo que a quienes estafó no iban a aceptar, les ofreció de manera irónica la recuperación de una parte de las tierras pero en calidad de ejidatarios.
En la región era una deshonra ser agrarista, y aún puede decirse que lo es, pues se esto se equiparaba al robo. Por eso son muy pocos, poquísimos, los asientos ejidales que hay en la región de los Altos. El concepto de propiedad es sagrado como en muy pocos lugares.  Los agraristas o camaradas eran señalados y se les segregaba considerablemente.
Durante la Revolución Cristera, que esos eran los tiempos, este hombre cometió otros actos reprobables. Se apropió de fondos del gobierno en confabulación con otras gentes. Después de los discutidos arreglos de paz entre el clero y el gobierno, el militar destacado en la zona para la supuesta pacificación, conociendo el caso decidió fusilar al infractor, salvándose éste de pasar por las armas, merced a la intervención de último momento del jefe civil de gobierno en la región, con quien políticamente estaba emparentado. La ayuda no le sirvió de mucho, pues unos meses después murió a consecuencia del susto, a lo que gentes entendidas lo achacaban al azogue adquirido por el dinero metálico que se robó. Hay que agregar que cuando las víctimas estafadas con los terrenos, justificadamente reclamaron sus derechos al hijo albacea del fallecido, éste sardónicamente los mandaba a reclamarle a su padre al lugar donde dios lo hubiera destinado. Por razones de parentesco, o porque los afectados no contaban con fuerza legal suficiente, o no querían meterse en un engorroso proceso, dejaron las cosas en paz.

UN HOMBRE EXCEPCIONAL

Mi padre Francisco de la Torre Hernández, quedó huérfano a los trece años al ser asesinado su padre Cipriano de la Torre Angulo en 1923 por la acordada de Atotonilco el Alto, Jalisco y de la región, junto con sus hermanos Jesús y José y el amigo mutuo Juan León. El grave acto que se llevó a cabo con las peores agravantes, se describe en mi relato Un artero cuádruple asesinato. Segundo de siete hermanos seguiditos, mi papá se hizo cargo de la familia tomando el lugar de su padre, lo que en circunstancias normales le correspondería su hermano mayor, que era un tanto enfermizo y proclive a no tomar responsabilidades. Los demás, incluyendo dos hermanas, estaban aún chicos para tales cosas. Su madre, mi abuela Francisca Hernández de la Torre, pariente de su esposo, quedó viuda de poco más de treinta años de edad.
 Desde muy chico mostró una gran destreza para el trabajo y una extraordinaria fuerza física, a la par de un carácter muy fuerte y una honradez y nobleza a toda prueba. Superaba con mucho a cualquier adulto en plenitud. En un entorno escaso y mal remunerado de trabajo, no le faltaba ocupación. Pronto figuró como el principal mediero y campesino del entorno. Se hacía cargo hasta de tres labores de siembra, en cuyas faenas traía a raya a sus hermanos que no lograban ni remotamente mantenerle el paso. Antes de la falta de su padre había aprendido a leer y escribir con un Silabario y Cartilla de San Miguel, aprovechando en el campo el tiempo que hacía que le sobrara, pastoreando el chinchorro de chivas propiedad de la familia.
A los diecisiete años, recién iniciada la Revolución Cristera, se fue de bracero a los Estados Unidos junto con un primo, después su cuñado, Filemón de la Torre de la Torre, que se le pegó. Para los gastos tuvo que sacarle a regañadientes doscientos pesos a título de préstamo al administrador del rancho, Cirilo Franco, que tenía una deuda importante con la familia y otros acreedores a quienes incumplió dolosamente la compra venta de fracciones del rancho, que como promotor y representante de los dueños, sus patrones, señores González hacendados de Jalostotitlán, astutamente había convencido de vender en fracciones para librar los riesgos del reparto agrario, que él ya tenía maquinado, en connivencia con las autoridades, a cambio de apropiarse una parte importante del rancho Garabatos. Les ofreció, lo cual estaba por verse, recuperar una parte de las tierras robadas, a cambio de que abrazaran la causa agrarista, que todos rechazaron rotundamente. En relato aparte se trata el caso de este falso hacendado. El comprador más perjudicado fue mi abuelo Cipriano, que a diferencia de los demás afectados, carecía de otras tierras o bienes de sustento.   
En el país norteño, mediante su disposición para el trabajo, no sin diversas dificultades, consiguieron trabajo en labores del campo y luego en el “traque” o redes ferroviarias. El primo, no tan necesitado ni acostumbrado al tenaz ritmo de trabajo, no dejó de serle un obstáculo. El traque era de las ocupaciones más pesadas y no la mejor pagada a los hispanos en comparación con otros menos difíciles. No obstante, ganaban buen dinero con todo y que entonces el dólar daba mucho menos  pesos que en épocas posteriores. Los envíos de dinero a su madre, sus hermanos se las ingeniaban para gastarlos, desaprovechándose la oportunidad de fortalecer el raquítico patrimonio familiar. Después de tres años decidió regresarse junto con el primo. Le esperaban los problemas familiares mencionados y otros peores que le habían informado por carta vecinos bien intencionados del rancho. Con toda cachaza don Cirilo recibió el pago del préstamo a mi padre, y éste fue en todo momento el apoyo moral y económico en lo que pudo, de su familia, inicial y secundaria, hasta su muerte.         
Aparte de la dilapidación de las remesas encontró a sus hermanos prácticamente sin beneficio ni provecho alguno, y a su madre casada en segundas nupcias con dos hijos, y uno más concebido anteriormente con un militar de paso, ayudado suciamente por don Cirilo y una alcahueta, pariente para mayor agravante, que difícilmente falta en casos como este. Su padrastro era un hombre pobre sin patrimonio alguno pero con buenas intenciones,  como aceptar embarazada a su cónyuge. Había venido del norte del estado engrosando por leva el contingente del Gral. Saturnino Cedillo, sanguinario azote cristero del gobierno, a su paso por la región alteña jalisciense.
Con los controvertidos arreglos entre el gobierno y el clero a mediados de 1929, se apaciguaron un tanto las cosas. En equipo con sus hermanos, hasta donde a éstos los hacía colaborar, retomó el arduo trabajó como mediero y jornalero, con los tres hijos del usurpador, que ya había muerto, con quienes sus intentos de enseñarlos a trabajar fueron prácticamente nulos.  
Al contraer matrimonio el 7 de mayo de 1935, con mi madre María Dolores Galindo González, mi abuelo materno, que era ya el principal terrateniente de los cuatro del rancho, el ejido incluido, que conocía sus cualidades y le tenía muy buena voluntad, le ofreció, no con el agrado completo de su esposa, mi abuela Emilia González Franco, trabajo en sus propiedades, que desempeñó con gran dedicación, enseñando a trabajar, aquí con mejor éxito, a sus cuñados Rafael y Gabriel. Al fallecer su suegro en 1939, la abuela decidió prescindir de su significativo trabajo.      
El temple duro y exigente de mi padre en el trabajo, no era del agrado completo de su suegra, no obstante que beneficiaba sus intereses. Entre otras cosas resultó que el tío bisabuelo José Galindo Castellanos, hombre muy rico en ranchos, ganados y otros recursos, hijo como mi abuelo de don Justo, conocido jefe político y de acordada de Tepatitlán, le reclamó a mi padre, de manera lo más altanera y ruin posibles, que trajera entre la manada de caballos trillando en la era el trigo cosechado en el rancho, una yegua de su propiedad, de la que se ignoraba su procedencia. La queja del prepotente potentado ante su cuñada, que nadie osaba desatender, y la respuesta viril del acusado, influyeron en la acción de la patrona, que ya había externado que sus dos hijos podían manejar sus propiedades. 
Mi padre, con mayores obligaciones, se dedicó a trabajar más duro, tanto en las tierras, de riego y temporal, del fallecido Cirilo como en las de la abuela Emilia. Hacía participar, con todo rigor, a sus hermanos, pensando seguramente también en las libertades equivocadas que se tomaron durante su estancia en los Estados Unidos. En los ranchos de la región,  todavía se hace referencia a esas proezas y otras posteriores en la vida de este hombre heroico, de conducta moral y titánica de trabajo extraordinarias.
Su difícil situación empeoró cuando Alfonso Aranda el comisario del ejido, alevosamente decidió cancelar el convenio de renta de agostadero que le cobraba a mi padre, para sus doce o quince cabezas de ganado básicamente vacuno que poseía. Sus responsabilidades familiares, propias y adoptadas, fueron mayores, pues ya éramos cuatro sus hijos seguiditos. Le vendió los animales al tío Rafael, su cuñado, que siempre lo apoyó como mi abuelo Manuel. Decidió por primera vez salir de su ambiente, que lo ahogaba, trasladándonos a San José de Gracia, en el municipio de Tepatitlán, cuya aventura frustrada describo en el relato correspondiente.
Duramos ahí menos de un año y a principios de 1940 se le presentó la oportunidad de regresar a lo suyo, al adquirir, con la venta de la casa que había comprado, una propiedad en el rancho El Salvador, vecino a Garabatos. Eran un poco más de doce hectáreas, unos cincuenta solares, abandonadas por el vendedor, un anciano don Teodosio que vivía con su esposa y una hija solterona, que en nada podían ayudarle. A cambio del arrumbo terrible, contaba el predio con un caudal fabuloso de agua rodada limpísima, esperando quien le sacara el gran provecho que se merecía. Los titánicos trabajos de mi padre para convertir la propiedad en un paraíso, solo  a mano limpia, y con herramientas del todo rústicas, los doy a conocer, así como los inconvenientes, principalmente envidias que afrontó, en el relato Rancho El Salvador. 
Su búsqueda idealizada de escenarios más limpios y la necesidad de darles escuela y protección a sus hijos, que ya éramos seis, tres en edad escolar, principalmente yo de casi nueve años, lo decidió a vender su magnífica propiedad en la que había logrado lo que nadie se hubiera aventurado a predecir, así como también los hechos injustos y violentos de su vida, pesaron bastante para que decidiera vender su pequeño paraíso que con tan singular empeño había construido. De esta manera, el primer día de 1945, recibió a la familia de la Torre Galindo, la entonces importante ciudad de Atotonilco el Alto, en donde completaría su decena de hijos y entraríamos de inmediato a la escuela los tres primeros, María Mercedes, José Luis y yo el mayor, y él a emprender actividades muy diferentes a las del campo, que tan espléndidamente se le daban.       
Su buena voluntad y más su inexperiencia, lo hicieron asociarse con su primo el tío Baudelio de la Torre de la Torre, de los parientes que llamábamos del otro lado del río en Garabatos, el único de los muchos hijos del tío Aurelio de la Torre de la Torre, mártir cristero civil, en cuyo sacrificio que también relato aparte, le tocó en parte que sufrir. Mi papá compró un camión de redilas marca Fargo de la Dodge, troca en el habla popular, que él conducía y mi papá subía y bajaba la carga, con el compromiso, que nunca cumplió ni quiso cumplir, de enseñarlo a manejar, y luego por sí mismo se enseñó. El asunto no  pudo funcionar. Afortunadamente consiguió entrar en la flotilla de acarreadores de material para construir la fábrica de Industrias Unidas de Atotonilco, en pleno cerro de la cuesta hacia Los Altos, que duró buen rato, aunque su operación fraudulenta poco.
Compró después un carro y permiso de sitio y al tiempo uno más, para el que contrató como chofer a un señor de Tototlán de apellido Salazar y de mote El Cháfiro, buena persona y amistoso con mi padre y con nosotros. Las cosas iban mejor. En una ocasión en mala hora mi padre aceptó un viaje un tanto raro para llevar unas mujeres a los E.U. A la altura de San Luis Potosí se encandiló con un tráiler en sentido inverso desbarrancándose.  Se perdieron los dos carros y los pocos ahorros que tenía y todavía el tío Gabriel, su cuñado, lo fue a rescatar de su detención y quedarle en deuda.
El campo fue de nuevo nuestra salvación. Era a mediados de año, en Garabatos como obra de la providencia, le ofrecieron dos labores totalmente preparadas para recibir la siembra, que el usufructuario por alguna razón no podía cultivar. Las sembró de maíz con frijol terciado, y hasta un pedazo extra de linaza. Todo se dio muy bien, sanando la cosecha parte de las deudas. Regresamos a Atotonilco, y como había sido prácticamente en la temporada de vacaciones, a inscribirnos al siguiente año escolar sin pérdida de clases.     
Aquí fue cuando mi padre empezó a trabajar seis meses en los E.U. y el resto en Atotonilco.
El patrón agricultor del país norteño, cada año le mandaba una simple carta petición con la que ingresaba sin problema alguno. Lo estimaba sobremanera como trabajador fuera de serie. Con los envío de dólares, no como sus hermanos en su primera etapa de bracero, le fue pagando por mi conducto la deuda al tío Gabriel.
En uno de esos años fallecieron cerca de Woodland, California, varios braceros originarios de Los Altos jaliscienses, al quemarse un camión en que iban a trabajar. El periódico vespertino El Sol de Guadalajara, que llegaba en la tarde a Atotonilco publicó sus nombres figurando un Francisco de la Torre. Lino Gutiérrez, ex compañero de mi papá en el sitio de coches, me llegó sin más en la noche a la casa diciéndome que me había quedado huérfano. Como no traía el segundo apellido y en ese momento, ya no había servicio telefónico, no podía hacer nada, menos contárselo a mi madre ni a nadie sin confirmarlo, pasé una noche terrible de insomnio. En la mañana estuve esperando que la Srta. María Cervantes, con quien llevé desde allí una amistad permanente, no obstante que se le achacaba una fama equívoca de tirana y mal humorada, abriera las oficinas telefónicas. Le dije que las cartas de mi papá venían con sello postal del lugar citado Woodland, Ca. En poco más de 20 minutos tenía a mi padre contestando desde el teléfono de su patrón, quitado de la pena, no sin antes, a su característico estilo, regañarme por tanto escándalo.             
Las cosas en la casa, explicablemente, no me funcionaban bien como jefe de familia sustituto, entre otras cosas, no aguantaba el carácter de mi hermano José Luis. Le dije a mi padre que lo necesitábamos. Un año después lo convencí de quedarse y vino un jaloneo para que a regañadientes y después de fuertes discusiones, en las que tuve que decirle en algún momento que olvidara que era su hijo, sino una persona amiga de buena voluntad con conocimiento de lo que le estaba aconsejando, para que aceptara hacerse cargo de la tienda de abarrotes que por traspaso muy conveniente había concertado con el Sr. Trinidad Vázquez, ubicada en la esquina de Colón y Javier Mina, justo enfrente de donde vivíamos. Me apoyaba en el conocimiento y la experiencia que había obtenido durante tres años, 1961-1964 en el manejo de la tradicional tienda múltiple de mayoreo y menudeo La Colmena, para apoyarlo en todo lo que se le dificultara.
Mi padre estaba empecinado en emplearse de cargador en la estación del ferrocarril, en donde más o menos había trabajo, a lo que me opuse férrea y decididamente, pues en no muchos años ya no estaría en buenas condiciones para dicha actividad.
Fueron bien las cosas y luego cambiamos la tienda a la casa, a uno de los dos locales que se acondicionaron (Colón 109-113). El changarro mal que bien fue el sostén básico de la familia; aportando yo el gasto del diario una semana y otra mi papá; no porque me lo pidiera, sino por mi voluntad, como lo venía haciendo antes desde al contar con ingresos  propios. También lo suplía cada tercer domingo.
Conseguí la venta de fábrica de productos como las escobas de don Porfirio Rizo de San Francisco del Rincón, Gto., los cápsules (petardos) de La Piedad, Mich., municiones de Sydney W. French de Guadalajara, Jal., grasas y cremas para calzado El Oso del D.F. y la distribución local de los alimentos balanceados para animales Api Aba, rentando uno de los locales de la ahora calle Dr. Espinoza casi Esq. con 16 de Septiembre, frente al mercado Hidalgo. 
El lugar de la tienda desocuparlo fue adquirido por Miguel Gutiérrez, que instaló ahí su pionero café El Sancas, que al tiempo se dividió en dos a su fallecimiento. Antes de nosotros y el Sr. Vázquez, había sido, como miscelánea de abarrotes, de don Teófilo Muñiz y su esposa Emilia Villalpando; José Becerra y Sra. Catalina Angulo  y las Srtas. Anita y María Soledad Rubio. Mi papá la pasó a mi hermano Ramón, ya casado, hasta donde estuve, como en los demás negocios de mis otros hermanos, apoyando de diversas formas de manera espontánea. Luego pasó a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de mi hermana María de la Luz y finalmente a Judit su hija ya fallecido Javier.
Mi padre, mientras manejó, con su especial celo en el trabajo, una huerta de cítricos y hortalizas, por el rumbo del barrio de Santa Rosa, que también luego le pasó a Ramón.  Falleció, retirado, el jueves 24 de noviembre de 1994, sobreviviéndole mi madre hasta el domingo 19 de junio de 2005. La finca de Colón se vendió una parte para instalar una zapatería (8 potros) a mediados de este 2014.  

GUILLERMO TELL, descubrimiento del mundo del libro

Recién llegada mi familia a principios de 1941 al rancho El Salvador, del municipio de Atotonilco, procedente de una estadía de nueve meses en San José de Gracia, del de Tepatitlán, a donde nos habíamos ido de Garabatos, del de Tototlán, pues este último es limítrofe de los tres, mi padre le tomó a su arduo trabajo diario unas horas a la tarde de un domingo, para leernos la historia de Guillermo Tell.
Con mi mamá y cuatro hijos éramos ya seis los miembros de la familia, de menor a mayor, Ramón de año y medio, José Luis casi tres, Ma. Mercedes de cuatro,  y yo un poco menos de seis. Aparte mi mamá ya estaba esperando al quinto, Cipriano.
El libro al que le faltaban las dos o tres primeras hojas, lo había encontrado mi padre entre los escombros dejados por los dueños anteriores de la casa en que vivimos en San José de Gracia. Como había aprendido muy elementalmente a leer y escribir mediante un Silabario y Cartilla de San Miguel cuando de chico cuidaba las chivas de su papá, seguramente duró  un tiempo considerable para dominar el contenido y podérnoslo contar.
Debió tratarse de una edición popular infantil o juvenil, para que la entendiéramos de alguna forma receptores muy ajenos a la lectura incluyendo a mi mamá. La historia me impactó de tal manera que fue el virus para desarrollar en su momento mi devoción extraordinaria a la lectura y sus muchas opciones de conocimiento.
La fortaleza, lealtad, espíritu de libertad y de justicia y demás cualidades asombrosas del protagonista, que identificaba en mi papá, formaron en mi mente el prototipo de hombre a quien emular,  y una enorme pasión por el mundo de las páginas impresas.  
Los datos históricos de Guillermo Tell no han podido ser verificados fehacientemente por los historiadores, con todo y que en Suiza es el héroe por excelencia. Principalmente una obra de Friedrich Schiller (1759-1805) que motivó a otros autores, el personaje fue originario de Altdorf del cantón de Uri, que junto con los de Unterwalden y Schwys, este último derivado en Suiza, formaron en 1315 la Confederación Helvética, después de la rebelión contra el imperio de los Habsburgo de Austria en 1291.
La rebelión fue a causa de las vejaciones impuestas a los pobladores suizos al límite de crueldad, por el  representante del invasor y los incidentes particulares entre Tell y éste, que se menciona como Konrad de Tillendorf, Grisler o Geszler, quien entre otras ocurrencias, dispuso que todos los súbditos debían hacerle una caravana en señal de pleitesía, a su sombrero colocado en un poste a la entrada de Altdorf, donde todos tenían que verlo al llegar o salir del lugar. 
Al negarse a tal desvarío Guillermo Tell, que iba acompañado de su hijo de siete años, el funcionario que conocía sus habilidades extraordinarias como cazador, lo emplazó a acertar con su ballesta a una manzana colocada en la cabeza del niño. Quiso el interpelado negarse buscando una solución honrosa pero no lo logró, procediendo así a realizar felizmente la extraordinaria hazaña que todo el mundo conoce, utilizando una de las dos flechas que traía en su carcaj. Al infante se le había amarrado a un árbol, distante unos 50 metros, 80 pasos dice el historiador mencionado. Al contestar a la autoridad que si no hubiera acertado, la segunda flecha estaría clavada en su corazón, en vez de dejarlo libre como fue su compromiso, lo apresó.              
En el camino al castillo de Küssnacht, donde sería encarcelado, el barco que navegaba por el lago de los Cuatro Cantones, por una tormenta estuvo a punto de naufragar. Tell desatado por sus guardianes salvó su vida y la de los demás ocupantes incluyendo a Geszler. Al desembarcar huyó de la persecución y en las reyertas alojó en el corazón del tirano la segunda flecha, convirtiéndose en un mito fundamental para la independencia de Suiza.
Entre otros, los autores que se han ocupado del tema, se encuentran Gioachino Antonio Rossini, con su ópera homónima de 1829, el drama de Antonio Gil y Zárate y los relatos de  Eugene d’Ors y Max Frisch.