Mi padre Francisco de la Torre Hernández, quedó
huérfano a los trece años al ser asesinado su padre Cipriano de la Torre Angulo
en 1923 por la acordada de Atotonilco el Alto, Jalisco y de la región, junto
con sus hermanos Jesús y José y el amigo mutuo Juan León. El grave acto que se
llevó a cabo con las peores agravantes, se describe en mi relato Un artero
cuádruple asesinato. Segundo de siete hermanos seguiditos, mi papá se hizo
cargo de la familia tomando el lugar de su padre, lo que en circunstancias
normales le correspondería su hermano mayor, que era un tanto enfermizo y
proclive a no tomar responsabilidades. Los demás, incluyendo dos hermanas, estaban
aún chicos para tales cosas. Su madre, mi abuela Francisca Hernández de la
Torre, pariente de su esposo, quedó viuda de poco más de treinta años de edad.
Desde muy chico mostró una gran destreza para
el trabajo y una extraordinaria fuerza física, a la par de un carácter muy
fuerte y una honradez y nobleza a toda prueba. Superaba con mucho a cualquier
adulto en plenitud. En un entorno escaso y mal remunerado de trabajo, no le
faltaba ocupación. Pronto figuró como el principal mediero y campesino del entorno.
Se hacía cargo hasta de tres labores de siembra, en cuyas faenas traía a raya a
sus hermanos que no lograban ni remotamente mantenerle el paso. Antes de la
falta de su padre había aprendido a leer y escribir con un Silabario y Cartilla
de San Miguel, aprovechando en el campo el tiempo que hacía que le sobrara,
pastoreando el chinchorro de chivas propiedad de la familia.
A los diecisiete años, recién iniciada la
Revolución Cristera, se fue de bracero a los Estados Unidos junto con un primo,
después su cuñado, Filemón de la Torre de la Torre, que se le pegó. Para los
gastos tuvo que sacarle a regañadientes doscientos pesos a título de préstamo
al administrador del rancho, Cirilo Franco, que tenía una deuda importante con
la familia y otros acreedores a quienes incumplió dolosamente la compra venta
de fracciones del rancho, que como promotor y representante de los dueños, sus
patrones, señores González hacendados de Jalostotitlán, astutamente había
convencido de vender en fracciones para librar los riesgos del reparto agrario,
que él ya tenía maquinado, en connivencia con las autoridades, a cambio de
apropiarse una parte importante del rancho Garabatos. Les ofreció, lo cual
estaba por verse, recuperar una parte de las tierras robadas, a cambio de que
abrazaran la causa agrarista, que todos rechazaron rotundamente. En relato
aparte se trata el caso de este falso hacendado. El comprador más perjudicado fue
mi abuelo Cipriano, que a diferencia de los demás afectados, carecía de otras tierras
o bienes de sustento.
En el país norteño, mediante su disposición
para el trabajo, no sin diversas dificultades, consiguieron trabajo en labores
del campo y luego en el “traque” o redes ferroviarias. El primo, no tan
necesitado ni acostumbrado al tenaz ritmo de trabajo, no dejó de serle un
obstáculo. El traque era de las ocupaciones más pesadas y no la mejor pagada a
los hispanos en comparación con otros menos difíciles. No obstante, ganaban
buen dinero con todo y que entonces el dólar daba mucho menos pesos que en épocas posteriores. Los envíos
de dinero a su madre, sus hermanos se las ingeniaban para gastarlos, desaprovechándose
la oportunidad de fortalecer el raquítico patrimonio familiar. Después de tres
años decidió regresarse junto con el primo. Le esperaban los problemas
familiares mencionados y otros peores que le habían informado por carta vecinos
bien intencionados del rancho. Con toda cachaza don Cirilo recibió el pago del
préstamo a mi padre, y éste fue en todo momento el apoyo moral y económico en
lo que pudo, de su familia, inicial y secundaria, hasta su muerte.
Aparte de la dilapidación de las remesas
encontró a sus hermanos prácticamente sin beneficio ni provecho alguno, y a su
madre casada en segundas nupcias con dos hijos, y uno más concebido anteriormente
con un militar de paso, ayudado suciamente por don Cirilo y una alcahueta,
pariente para mayor agravante, que difícilmente falta en casos como este. Su
padrastro era un hombre pobre sin patrimonio alguno pero con buenas intenciones,
como aceptar embarazada a su cónyuge.
Había venido del norte del estado engrosando por leva el contingente del Gral.
Saturnino Cedillo, sanguinario azote cristero del gobierno, a su paso por la
región alteña jalisciense.
Con los
controvertidos arreglos entre el gobierno y el clero a mediados de 1929, se
apaciguaron un tanto las cosas. En equipo con sus hermanos, hasta donde a éstos
los hacía colaborar, retomó el arduo trabajó como mediero y jornalero, con los tres
hijos del usurpador, que ya había muerto, con quienes sus intentos de enseñarlos
a trabajar fueron prácticamente nulos.
Al contraer
matrimonio el 7 de mayo de 1935, con mi madre María Dolores Galindo González, mi
abuelo materno, que era ya el principal terrateniente de los cuatro del rancho,
el ejido incluido, que conocía sus cualidades y le tenía muy buena voluntad, le
ofreció, no con el agrado completo de su esposa, mi abuela Emilia González Franco,
trabajo en sus propiedades, que desempeñó con gran dedicación, enseñando a
trabajar, aquí con mejor éxito, a sus cuñados Rafael y Gabriel. Al fallecer su
suegro en 1939, la abuela decidió prescindir de su significativo trabajo.
El temple duro y
exigente de mi padre en el trabajo, no era del agrado completo de su suegra, no
obstante que beneficiaba sus intereses. Entre otras cosas resultó que el tío
bisabuelo José Galindo Castellanos, hombre muy rico en ranchos, ganados y otros
recursos, hijo como mi abuelo de don Justo, conocido jefe político y de
acordada de Tepatitlán, le reclamó a mi padre, de manera lo más altanera y ruin
posibles, que trajera entre la manada de caballos trillando en la era el trigo
cosechado en el rancho, una yegua de su propiedad, de la que se ignoraba su
procedencia. La queja del prepotente potentado ante su cuñada, que nadie osaba
desatender, y la respuesta viril del acusado, influyeron en la acción de la
patrona, que ya había externado que sus dos hijos podían manejar sus
propiedades.
Mi padre, con
mayores obligaciones, se dedicó a trabajar más duro, tanto en las tierras, de
riego y temporal, del fallecido Cirilo como en las de la abuela Emilia. Hacía participar, con todo rigor, a sus hermanos, pensando
seguramente también en las libertades equivocadas que se tomaron durante su
estancia en los Estados Unidos. En los ranchos de la región, todavía se hace referencia a esas proezas y
otras posteriores en la vida de este hombre heroico, de conducta moral y
titánica de trabajo extraordinarias.
Su difícil situación empeoró cuando Alfonso
Aranda el comisario del ejido, alevosamente decidió cancelar el convenio de
renta de agostadero que le cobraba a mi padre, para sus doce o quince cabezas
de ganado básicamente vacuno que poseía. Sus responsabilidades familiares,
propias y adoptadas, fueron mayores, pues ya éramos cuatro sus hijos seguiditos.
Le vendió los animales al tío Rafael, su cuñado, que siempre lo apoyó como mi
abuelo Manuel. Decidió por primera vez salir de su ambiente, que lo ahogaba,
trasladándonos a San José de Gracia, en el municipio de Tepatitlán, cuya
aventura frustrada describo en el relato correspondiente.
Duramos ahí menos de un año y a principios de 1940
se le presentó la oportunidad de regresar a lo suyo, al adquirir, con la venta
de la casa que había comprado, una propiedad en el rancho El Salvador, vecino a
Garabatos. Eran un poco más de doce hectáreas, unos cincuenta solares,
abandonadas por el vendedor, un anciano don Teodosio que vivía con su esposa y
una hija solterona, que en nada podían ayudarle. A cambio del arrumbo terrible,
contaba el predio con un caudal fabuloso de agua rodada limpísima, esperando
quien le sacara el gran provecho que se merecía. Los titánicos trabajos de mi
padre para convertir la propiedad en un paraíso, solo a mano limpia, y con herramientas del todo
rústicas, los doy a conocer, así como los inconvenientes, principalmente
envidias que afrontó, en el relato Rancho El Salvador.
Su búsqueda idealizada de escenarios más
limpios y la necesidad de darles escuela y protección a sus hijos, que ya éramos
seis, tres en edad escolar, principalmente yo de casi nueve años, lo decidió a
vender su magnífica propiedad en la que había logrado lo que nadie se hubiera
aventurado a predecir, así como también los hechos injustos y violentos de su
vida, pesaron bastante para que decidiera vender su pequeño paraíso que con tan
singular empeño había construido. De esta manera, el primer día de 1945, recibió
a la familia de la Torre Galindo, la entonces importante ciudad de Atotonilco
el Alto, en donde completaría su decena de hijos y entraríamos de inmediato a
la escuela los tres primeros, María Mercedes, José Luis y yo el mayor, y él a
emprender actividades muy diferentes a las del campo, que tan espléndidamente
se le daban.
Su buena voluntad y más su inexperiencia, lo
hicieron asociarse con su primo el tío Baudelio de la Torre de la Torre, de los
parientes que llamábamos del otro lado del río en Garabatos, el único de los
muchos hijos del tío Aurelio de la Torre de la Torre, mártir cristero civil, en
cuyo sacrificio que también relato aparte, le tocó en parte que sufrir. Mi papá
compró un camión de redilas marca Fargo de la Dodge, troca en el habla popular,
que él conducía y mi papá subía y bajaba la carga, con el compromiso, que nunca
cumplió ni quiso cumplir, de enseñarlo a manejar, y luego por sí mismo se enseñó.
El asunto no pudo funcionar.
Afortunadamente consiguió entrar en la flotilla de acarreadores de material
para construir la fábrica de Industrias Unidas de Atotonilco, en pleno cerro de
la cuesta hacia Los Altos, que duró buen rato, aunque su operación fraudulenta
poco.
Compró después un carro y permiso de sitio y al
tiempo uno más, para el que contrató como chofer a un señor de Tototlán de
apellido Salazar y de mote El Cháfiro, buena persona y amistoso con mi padre y
con nosotros. Las cosas iban mejor. En una ocasión en mala hora mi padre aceptó
un viaje un tanto raro para llevar unas mujeres a los E.U. A la altura de San
Luis Potosí se encandiló con un tráiler en sentido inverso desbarrancándose. Se perdieron los dos carros y los pocos
ahorros que tenía y todavía el tío Gabriel, su cuñado, lo fue a rescatar de su
detención y quedarle en deuda.
El campo fue de nuevo nuestra salvación. Era a mediados
de año, en Garabatos como obra de la providencia, le ofrecieron dos labores
totalmente preparadas para recibir la siembra, que el usufructuario por alguna
razón no podía cultivar. Las sembró de maíz con frijol terciado, y hasta un
pedazo extra de linaza. Todo se dio muy bien, sanando la cosecha parte de las
deudas. Regresamos a Atotonilco, y como había sido prácticamente en la
temporada de vacaciones, a inscribirnos al siguiente año escolar sin pérdida de
clases.
Aquí fue cuando mi padre empezó a trabajar seis
meses en los E.U. y el resto en Atotonilco.
El patrón agricultor del país norteño, cada año
le mandaba una simple carta petición con la que ingresaba sin problema alguno.
Lo estimaba sobremanera como trabajador fuera de serie. Con los envío de
dólares, no como sus hermanos en su primera etapa de bracero, le fue pagando
por mi conducto la deuda al tío Gabriel.
En uno de esos años fallecieron cerca de
Woodland, California, varios braceros originarios de Los Altos jaliscienses, al
quemarse un camión en que iban a trabajar. El periódico vespertino El Sol de
Guadalajara, que llegaba en la tarde a Atotonilco publicó sus nombres figurando
un Francisco de la Torre. Lino Gutiérrez, ex compañero de mi papá en el sitio
de coches, me llegó sin más en la noche a la casa diciéndome que me había
quedado huérfano. Como no traía el segundo apellido y en ese momento, ya no
había servicio telefónico, no podía hacer nada, menos contárselo a mi madre ni
a nadie sin confirmarlo, pasé una noche terrible de insomnio. En la mañana
estuve esperando que la Srta. María Cervantes, con quien llevé desde allí una
amistad permanente, no obstante que se le achacaba una fama equívoca de tirana
y mal humorada, abriera las oficinas telefónicas. Le dije que las cartas de mi
papá venían con sello postal del lugar citado Woodland, Ca. En poco más de 20
minutos tenía a mi padre contestando desde el teléfono de su patrón, quitado de
la pena, no sin antes, a su característico estilo, regañarme por tanto
escándalo.
Las cosas en la casa,
explicablemente, no me funcionaban bien como jefe de familia sustituto, entre
otras cosas, no aguantaba el carácter de mi hermano José Luis. Le dije a mi
padre que lo necesitábamos. Un año después lo convencí de quedarse y vino un
jaloneo para que a regañadientes y después de fuertes discusiones, en las que
tuve que decirle en algún momento que olvidara que era su hijo, sino una
persona amiga de buena voluntad con conocimiento de lo que le estaba
aconsejando, para que aceptara hacerse cargo de la tienda de abarrotes que por
traspaso muy conveniente había concertado con el Sr. Trinidad Vázquez, ubicada
en la esquina de Colón y Javier Mina, justo enfrente de donde vivíamos. Me
apoyaba en el conocimiento y la experiencia que había obtenido durante tres años,
1961-1964 en el manejo de la tradicional tienda múltiple de mayoreo y menudeo
La Colmena, para apoyarlo en todo lo que se le dificultara.
Mi padre estaba
empecinado en emplearse de cargador en la estación del ferrocarril, en donde
más o menos había trabajo, a lo que me opuse férrea y decididamente, pues en no
muchos años ya no estaría en buenas condiciones para dicha actividad.
Fueron bien las
cosas y luego cambiamos la tienda a la casa, a uno de los dos locales que se
acondicionaron (Colón 109-113). El changarro mal que bien fue el sostén básico
de la familia; aportando yo el gasto del diario una semana y otra mi papá; no
porque me lo pidiera, sino por mi voluntad, como lo venía haciendo antes desde
al contar con ingresos propios. También
lo suplía cada tercer domingo.
Conseguí la
venta de fábrica de productos como las escobas de don Porfirio Rizo de San
Francisco del Rincón, Gto., los cápsules (petardos) de La Piedad, Mich.,
municiones de Sydney W. French de Guadalajara, Jal., grasas y cremas para
calzado El Oso del D.F. y la distribución local de los alimentos balanceados
para animales Api Aba, rentando uno de los locales de la ahora calle Dr.
Espinoza casi Esq. con 16 de Septiembre, frente al mercado Hidalgo.
El lugar de la
tienda desocuparlo fue adquirido por Miguel Gutiérrez, que instaló ahí su pionero
café El Sancas, que al tiempo se dividió en dos a su fallecimiento. Antes de
nosotros y el Sr. Vázquez, había sido, como miscelánea de abarrotes, de don
Teófilo Muñiz y su esposa Emilia Villalpando; José Becerra y Sra. Catalina
Angulo y las Srtas. Anita y María
Soledad Rubio. Mi papá la pasó a mi hermano Ramón, ya casado, hasta donde
estuve, como en los demás negocios de mis otros hermanos, apoyando de diversas
formas de manera espontánea. Luego pasó a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán,
esposo de mi hermana María de la Luz y finalmente a Judit su hija ya fallecido
Javier.
Mi padre, mientras
manejó, con su especial celo en el trabajo, una huerta de cítricos y
hortalizas, por el rumbo del barrio de Santa Rosa, que también luego le pasó a
Ramón. Falleció, retirado, el jueves 24
de noviembre de 1994, sobreviviéndole mi madre hasta el domingo 19 de junio de
2005. La finca de Colón se vendió una parte para instalar una zapatería (8
potros) a mediados de este 2014.