Somos bastante más de cien primos hermanos, las
16 familias de mis padres y sus hermanos dan este resultado. Por una ley no
escrita, que era la costumbre en las familias jaliscienses y más en las de los
Altos, los primogénitos teníamos destinados como padrinos de bautizo a nuestros
abuelos maternos.
Una excepción a esta regla fue mi primo
Lorenzo, Lencho, que es bienaventurado, hijo de la hermana mayor de mi madre,
que lo apadrinó, antes de irse a trabajar a los Estados Unidos, un hermano de
su padre, previendo no se les presentara otra ocasión para hacerse compadres.
Algunos dijeron que la tara había sido por
cambiar la tradición, o porque el primo nació el 28 de diciembre, día de los
inocentes. Sin duda fue así porque así tenía que ser. Otros le decían que la
bienaventuranza de Lencho le debía tocar a algún otro primo más consanguíneo
que él, ya que algunos repiten el lazo de sangre cuatro o cinco veces, y en el
peor de los casos, otras tantas más retiradito.
Su genealogía no iba al caso, pues su papá, si
acaso, era pariente muy lejano de mi tía su esposa. Como todas las personas de
su estado, el primo dice y hace las cosas como se le viene en gana, espontánea
y abiertamente. Así, nombra verdades y “pisa callos” que los afectados
quisieran ocultar y los de enfrente conocer. Es admirable cómo le hace para dar
santo y seña de cosas que a uno ni por aquí le pasan.
Se sabe la vida de todos y a todos se las
cuenta. Es muy ahorrativo. Tiene su buen dinero. Diríase que es rico. Ha sabido
conservar y acrecentar la herencia de sus padres, ya fallecidos. Hermanos,
otros parientes y conocidos le piden
favores que él concede o no conforme a su especial y caprichoso criterio. Es buen
platicador y también, como casi todas estas personas, un individuo fuerte,
capaz de trabajos que a los demás les resultaría difícil o de plano imposible
de hacer.
Cuando aún vivían en el rancho, de acuerdo con
otra costumbre no escrita, arraigada profundamente en la región, se ocupaba de
vigilar a los novios de sus hermanas, cosa normal y cuestión de honor familiar.
Por similar costumbre, las muchachas platicaban entonces con los novios a
través de un pequeño agujero perforado en la pared por el cortejador con el
consentimiento de la muchacha, a una altura conveniente en su recámara para
poder escucharse. Cuando la novia estaba esperando al galán, incluso a veces
dormida, el pretendiente usaba una varilla de alambre a través del agujero por
él perforado, para avisar su presencia. Cuando el enamorado era un relevo, éste
hacía su propio hoyo, a menos que se pusieran de acuerdo para utilizar el
anterior.
En muy contados casos, casi siempre con el
consentimiento y vigilancia de la madre, la nana u otra mujer de confianza, las
citas se realizaban a través de las
ventanas altas o de posición baja de la casa, siempre que éstas últimas
estuvieran convenientemente enrejadas y aseguradas.
Lencho para su eficaz vigilancia, se situaba en
el amplio corral frontero de la casa, oculto
en alguna carreta u otro implemento agrícola para desde ahí esperar que
llegaran los novios. Éstos eran casi siempre conocidos y muchas veces
parientes, pero todos se ceñían a las
reglas del juego y en el caso, a las particulares del presunto cuñado.
Sabía a qué horas llegaban los pretendientes, y
los identificaba por el silbido de cada uno, o por sus pasos en la oscuridad.
Si a su criterio el tiempo de romance para alguno ya era suficiente, o era del
caso hacerle la ocasión imposible a otro, se lo hacía saber mediante
certerísimas pedradas al bulto, normalmente al pecho o espalda, para lo que
como guía le bastaba la lucecilla del cigarro del visitante o cualquier otra
seña.
No había reclamos mayores de los agraviados, o
apedreados, en los cuarentas y cincuentas del pasado siglo veinte, y al caso,
todos sabían a lo que se arriesgaban con el severo guardián.
Sus dotes extraordinarias para las pedradas,
también le servían para otros menesteres. En el rancho del tío denominado Las
Hormigas, como comúnmente en los demás, parte de los ganados, se componía de
cerdos, y en su caso una considerable cantidad de éstos, por ser el más
importante de por ahí. A Lencho, entre otras tareas, le tocaba el manejo de los
porcinos, criollos y matreros y hasta casi salvajes. Al acarrearlos y darles de
comer, algunos se convertían en verdaderas fieras.
Un día, accidentalmente, su papá descubrió, un
puerco de los grandes enterrado en el arroyo cercano a los corrales. No le fue
necesario indagar mucho para definir que había fallecido de tremenda pedrada,
una sola, que Lencho le dio en la cabeza, harto de no poderlo aplacar. No costó
mucho trabajo descubrir el auténtico cementerio cerdífero, con alguno que otro
animal, que el primo había formado.
En las peleas fraternales, cosa normal en las
familias numerosas, sus familiares cuidaban mucho la relación con el hermano
mayor, para evitar consecuencias corporales, o peor aún, perder sus ayudas económicas, o las mujeres,
evitar mayor saña en las piedrizas a sus
novios.
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