Anciano y enfermo del cuerpo y del alma, con
setenta bien marcados años encima, rodeado de su esposa, quince hijos, algunos
no de la misma madre, cuarenta y tantos nietos e invitados que de tanto
insistirles accedieron a concurrir, la hiena de san Ramón está celebrando sus
bodas de oro matrimoniales en el rancho La Lima que ha sido su residencia los
últimos diez años, de los que cuando menos la mitad ha tratado de congraciarse
con algunos de sus
parientes y familiares de sus víctimas para tranquilizar su conciencia.
-Él ya está viejo y muy enfermo -decían los
hijos e intermediarios oficiosos al repartir las invitaciones -sólo desea estar
bien con todos.
-¡Va! si estuviera buenisano seguiría
cometiendo sus fechorías -pensaban o decían abiertamente gran parte de los
convocados. Durante más de cincuenta años nuestro personaje
recorrió los caminos de la maldad a su alcance. Se ufana de haber mandado al
otro mundo al menos veinte cristianos. A unos por encargo y a otros porque
temía o envidiaba. Se dice que a ninguno mató a las buenas. Hasta los dieciocho
años había sido un ranchero más o menos normal, justo antes de saber que era
hijo de un tercero, a quien entonces había ido a reclamarle la paternidad a
Guadalajara.
Su padre biológico que formaba parte del
ejército, estuvo en el rancho como representante del gobierno durante la revolución
cristera, que duró de mediados de 1926 a mediados de 1929, que en la región de
los Altos del estado de Jalisco se había acunado y extendido en todo el estado
y una gran parte del país, en respuesta armada del clero y el pueblo católico
mexicano, por las leyes anticatólicas del gobierno federal, representado por el
presidente Plutarco Elías Calles.
Entre las hazañas de este militar en el lugar, sobresalió
la seducción de una joven y guapa viuda, contribuyendo en el asunto el empeño
decidido y convenenciero del administrador del rancho, su compadre, y de una
alcahueta de las que nunca faltan en estos menesteres. El fruto de la malévola acción fue el titular de este relato.
La misa ceremonia para la celebración del
evento tuvo que retrasarse casi dos horas, porque al festejado sus
remordimientos lo hicieron echarse para atrás, hasta que la esposa y los hijos
mayores, especialmente el franciscano, casi lo llevaron a rastras al templo. La pachanga luego de la misa y el sainete
previo entró en su apogeo. El anfitrión desconfía casi de todos los presentes.
A algunos los identifica plenamente y a otros desconoce o finge desconocer, si
sabe o sospecha que sean dolientes de alguna de sus víctimas.
La esposa antes de su matrimonio en 1944, era
una muchacha guapa del rancho de escasos diez y siete años. No era la más
bonita pero a varios solteros no dejaba de llenarles el ojo. En los primeros días
de abril de dicho año, vino de la ciudad un primo suyo, mátalas callando, quien
en una fiesta de bienvenida que le hicieron, mañosamente la dejó embarazada.
Su boda se celebró a principios de mayo cuando
los contrayentes ya tenían dos años de novios y habían aplazado su enlace por
diferentes razones y al final por un inesperado viaje del novio a la capital
del estado. No importó a la esposa mayor cosa, y si no fue así, disimuló muy
bien, el que su marido apareciera en el acta de matrimonio con apellido paterno
diferente.
En la semana de los santos reyes de 1945 nació
el primogénito de una retajila de hermanos y medios hermanos de madre, quien curiosamente
fue la oveja buena de la familia al ingresar al tiempo a un monasterio de
religiosos. Pero el segundo pronto habría de aprender y mostrar la mala sangre
y las mañas del padre, convirtiéndose en
verdugo y brazo ejecutor de las ordenanzas malvadas de su procreador. Ambos de
una manera u otra, salieron siempre bien librados de los agravios que cometían.
En la fiesta, este miembro de la familia participa, armado solapadamente, muy atento
a los inconvenientes que se puedan presentar.
De sus medios hermanos mayores, este desalmado personaje
respetó siempre a quien con razón llamaba su segundo padre, que aún adolescente
se había hecho cargo de su madre, viuda a los treinta años y sus seis hermanos,
apoyando luego a su padrastro como a sus dos hijos y al adoptivo del que nos
ocupamos. El menor de los hijos de esta segunda familia, impedido desde la
infancia por la poliomielitis, nunca se doblegó a las amenazas y ultrajes del
Caín de la familia.
Este inválido fue un asombroso batallador,
superando sus limitaciones a base de coraje y esfuerzos titánicos. Aprendió a
leer y escribir prácticamente solo, y a dibujar en un curso por
correspondencia, usando los ganchos deformes en que se habían convertido sus
manos, con apoyo del mentón de su cara, Fue miembro distinguido de la
asociación de Pintores sin Manos, con sede en Vaduz, Liechtenstein de Europa
Central. También sorprendentemente se convirtió en escultor e inventor de cosas
como unos carritos de locomoción a motor y de cuerdas para su movilidad, así
como otras habilidades igualmente fuera de lo común.
Volviendo a nuestro villano, con una labia
convenenciera asombrosa, alternadamente corderil o amenazante, arrebataba bienes
y hasta la vida a quien se le antojaba. Maltrató o estafó a medio mundo, incluyendo
a su madre, padrastro y sus dos nuevos medios hermanos. A tal grado esto que la
señora llegó a expresar en más de una ocasión que sería mejor que Dios lo
recogiera.
Como era de esperarse en este país, con las
influencias de su padre biológico, a
poco de iniciar sus desaguisados, ingresó a la Policía Rural, luego al Servicio
Secreto (las llamadas temibles comisiones) y después a otros grupos policiales
o de represión parecidos. Con el tiempo
el padre y su familia militar tuvieron que retirarle el apoyo al no aguantarle
o poderle tapar sus ilícitos.
Regresó al rancho y su lugar de origen, más
mañoso que antes y en una etapa muy violenta, obligaba a sus hijos mayores a
cometer en su nombre toda clase de tropelías. Le faltaba ya entonces una pierna
desde un poco abajo de la ingle, que por un balazo había perdido cuando en sus
mejores tiempos de malhechor lo venadearon robándose una partida de reses. La
burda pata de palo que portaba, con el auxilio de los hijos, poco le impedía
realizar sus villanías.
Logró colocarse por razones de amedrentamiento
fácil de deducir, como administrador sucesivamente de los dos principales
terratenientes que ya se habían radicado en la cabecera municipal, quienes al
colmarles la paciencia por sus fechorías, pidieron la intervención del medio
hermano mayor que antes se menciona; así como la del padre legítimo.
La mediación del familiar palió unos meses las
cosas, para luego volver a lo mismo. El padre biológico en retiro del ejército,
con establecimientos comerciales en Tlaquepaque, a las orillas de Guadalajara,
se desentendió olímpicamente del problema. Argumentó que eran muchas las
oportunidades que su hijo había tenido con su responsiva, pero que no tenía
remedio.
Sobrevino en este tiempo el fallecimiento de la
madre del protervo hijo. Éste en el velorio correspondiente, en estado de
ebriedad y drogadicción, se peleó con los presentes, logrando ponerlo medio en
paz el medio hermano mediador. Esto, sus demás pecados y la ineludible cuenta
de la vida terminaron por obligarlo a buscar el lugar de refugio más propicio
donde ahora vive.
Hace ya buen rato que los invitados terminaron
de comer. Los suculentos cueritos y carnitas de dos marranos sacrificados para
el convivio, complementados con los también tradicionales frijoles charros y el
autóctono guacamole, van declinando resistencia al tequila especial que se toma
en abundancia. El mariachi ha tocado más de seis horas y ya es de noche. Varias
familias se han retirado a atender otros asuntos o porque de plano no quieren
comprometerse si empiezan las dificultades.
Las miradas recelosas de algunos de los que
quedan, no dejan en paz sus recuerdos. Sirve de alguna manera de contrapeso el
señor cura, oficiante de la misa, pariente de los anfitriones, que hicieron
venir de la ciudad de México, más como gente de respeto que por parentesco.
Están también los dos policías amigos y conocidos que con el apoyo del delegado
municipal seleccionaron como elementos de seguridad. Hay así mismo algunas
personas de buena reputación a quienes se les insiste que no se vayan.
El ambiente es tenso con no pocos ánimos
exaltados. El ama de casa va y viene con sus hijos e hijas, incluyendo algunos
de los entenados, a atender solícitamente a los asistentes. Dos o tres, sin
faltar el que es genio y figura de su padre, no abandonan en ningún momento la
mesa familiar, todos colocados de
espaldas a la pared, desde donde pueden ver bien a los presentes y vigilar
cualquier movimiento y la única entrada y salida del corralón del festejo.
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