Era un hombre de fácil palabra, dicharachero y
burlesco y de buena presencia. Muy dado a las tratadas y a otros negocios
fáciles, fiel seguidor de palenques y de carriles de carreras y enamorado un
muy cumplidor. Aunque relativamente recién casado, en razón de los modos
descritos, no en muy buenas relaciones conyugales. Con todo esto, como sucedía
antes de los años veinte del siglo pasado, y aún sucede en las familias
pueblerinas, se le consideraba un hijo
de familia de padres acomodados económica y socialmente.
En la baraja, los gallos y en las carreras
parejeras, ganaba y perdía; más bien perdía, como sucede a fin de cuentas en
estos menesteres. Su tren de vida y falta de aficiones productivas de trabajo,
como generalmente también sucede, le acarreaban problemas económicos y
personales que su padre se encargaba de solucionar. Pero como todo tiene un
límite, en una denuncia mayor por abigeato y tala de maderas, su progenitor no
pudo o no quiso seguir ayudándolo y fue a parar al penal Escobedo de Guadalajara.
Pasado algún tiempo, el papá lo sacó del
presidio, no sin costos importantes porque los delitos eran graves. Seguramente
apresuró la voluntad del padre, la oferta de unos viejos amigos de la familia,
ricos hacendados, para que nuestro personaje se fuera dizque a sentar cabeza,
como administrador en participación a un rancho de importancia apartado del
lugar, a donde llegó como a la tierra prometida con su esposa y sus dos o tres
primeros hijos. En el rancho, casi una hacienda, se dio a conocer de inmediato
como el nuevo dueño, cosa que entonces, 1918, 1919, no se puso en duda por los
lugareños. La propiedad, en especial y más en esos años revolucionarios,
carente de comunicación con el exterior, era un reducto adecuado para su
situación y maneras propias de hacer las cosas.
Los terratenientes vecinos, en especial un
pariente y cuñado, eran con frecuencia el blanco de sus diatribas y peticiones
de ayuda, quedando casi siempre estas últimas incumplidas o correspondidas colmilludamente por el
deudor. Semilla para siembra, abonos, yuntas de bueyes, manojos de rastrojo y
otras cosas, eran materia de sus constantes “préstamos de Santana”. Pasaron
algunos años. El rancho se veía próspero. El falso hacendado gozaba de todos los beneficios inherentes del
rango que usurpaba. Era popular e influyente, muchas veces compadre y mujeriego
como de costumbre. Tenía ya seis o siete
hijos legítimos. No obstante las dificultades de acceso al rancho, en las
fiestas que daba venían invitados de varios lugares, incluso de la capital del
estado.
Entonces se soltó por ahí que no era más que un
encargado y que en ningún momento había
rendido cuentas a sus patrones, quienes tarde o temprano lo llamarían a
cuentas. Efectivamente así sucedió, resultando como era de esperarse, con un
enorme desfalco que el infiel administrador no podía afrontar. Por la amistad
familiar, se consiguió el apoyo del señor obispo para que los agraviados le concedieran una
prórroga y enderezara sus cuentas. Los acreedores no han de haber tenido mayor
confianza en las promesas del manejador de sus bienes. Seguramente pensaron en
la forma menos inconveniente de deshacerse de él; mayormente que cada día eran
más fuertes las amenazas del gobierno federal de expropiar las tierras.
En esta situación, el usufructuario se sacó un
as de la manga obteniendo la
autorización de los dueños para fraccionar el rancho, con lo cual ambas
partes saldrían ganando. Él como
fraccionador en ningún momento formalizó a los nuevos dueños sus pagos. Los
recibos entregados, simples pedazos de papel, no valían nada legalmente. En
estos lugares se hacían las cosas, y aún se hacen, a la palabra, entre gente
honorable, que es la gran mayoría. No tomaron en cuenta los compradores que
estaban tratando con un redomado
sinvergüenza.
En connivencia con las autoridades, si es que
así se les podía decir, y con los propietarios, se quedó este hombre con lo
mejor del rancho, haciendo las legaloides hijuelas correspondientes de entonces
a nombre de sus hijos. También se las arregló para cambiarle el nombre, como
rancho, a las tierras hurgadas; artimaña que le valdría para defenderse del
reparto agrario en su momento. Esto último, maquiavélicamente preparado, no
tardó en hacerse realidad. Sabiendo que a quienes estafó no iban a aceptar, les
ofreció de manera irónica la recuperación de una parte de las tierras pero en
calidad de ejidatarios.
En la región era una deshonra ser agrarista, y
aún puede decirse que lo es, pues se esto se equiparaba al robo. Por eso son
muy pocos, poquísimos, los asientos ejidales que hay en la región de los Altos.
El concepto de propiedad es sagrado como en muy pocos lugares. Los agraristas o camaradas eran señalados y
se les segregaba considerablemente.
Durante la Revolución Cristera, que esos eran
los tiempos, este hombre cometió otros actos reprobables. Se apropió de fondos
del gobierno en confabulación con otras gentes. Después de los discutidos
arreglos de paz entre el clero y el gobierno, el militar destacado en la zona
para la supuesta pacificación, conociendo el caso decidió fusilar al infractor,
salvándose éste de pasar por las armas, merced a la intervención de último
momento del jefe civil de gobierno en la región, con quien políticamente estaba
emparentado. La ayuda no le sirvió de mucho, pues unos meses después murió a
consecuencia del susto, a lo que gentes entendidas lo achacaban al azogue
adquirido por el dinero metálico que se robó. Hay que
agregar que cuando las víctimas estafadas con los terrenos, justificadamente
reclamaron sus derechos al hijo albacea del fallecido, éste sardónicamente los
mandaba a reclamarle a su padre al lugar donde dios lo hubiera destinado. Por
razones de parentesco, o porque los afectados no contaban con fuerza legal
suficiente, o no querían meterse en un engorroso proceso, dejaron las cosas en
paz.
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