lunes, 28 de julio de 2014

UN FALSO HACENDADO

Era un hombre de fácil palabra, dicharachero y burlesco y de buena presencia. Muy dado a las tratadas y a otros negocios fáciles, fiel seguidor de palenques y de carriles de carreras y enamorado un muy cumplidor. Aunque relativamente recién casado, en razón de los modos descritos, no en muy buenas relaciones conyugales. Con todo esto, como sucedía antes de los años veinte del siglo pasado, y aún sucede en las familias pueblerinas, se le consideraba  un hijo de familia de padres acomodados económica y socialmente.
En la baraja, los gallos y en las carreras parejeras, ganaba y perdía; más bien perdía, como sucede a fin de cuentas en estos menesteres. Su tren de vida y falta de aficiones productivas de trabajo, como generalmente también sucede, le acarreaban problemas económicos y personales que su padre se encargaba de solucionar. Pero como todo tiene un límite, en una denuncia mayor por abigeato y tala de maderas, su progenitor no pudo o no quiso seguir ayudándolo y fue a parar al penal Escobedo de Guadalajara.
Pasado algún tiempo, el papá lo sacó del presidio, no sin costos importantes porque los delitos eran graves. Seguramente apresuró la voluntad del padre, la oferta de unos viejos amigos de la familia, ricos hacendados, para que nuestro personaje se fuera dizque a sentar cabeza, como administrador en participación a un rancho de importancia apartado del lugar, a donde llegó como a la tierra prometida con su esposa y sus dos o tres primeros hijos. En el rancho, casi una hacienda, se dio a conocer de inmediato como el nuevo dueño, cosa que entonces, 1918, 1919, no se puso en duda por los lugareños. La propiedad, en especial y más en esos años revolucionarios, carente de comunicación con el exterior, era un reducto adecuado para su situación y maneras propias de hacer las cosas. 
Los terratenientes vecinos, en especial un pariente y cuñado, eran con frecuencia el blanco de sus diatribas y peticiones de ayuda, quedando casi siempre estas últimas incumplidas o    correspondidas colmilludamente por el deudor. Semilla para siembra, abonos, yuntas de bueyes, manojos de rastrojo y otras cosas, eran materia de sus constantes “préstamos de Santana”. Pasaron algunos años. El rancho se veía próspero. El falso hacendado  gozaba de todos los beneficios inherentes del rango que usurpaba. Era popular e influyente, muchas veces compadre y mujeriego como de costumbre. Tenía  ya seis o siete hijos legítimos. No obstante las dificultades de acceso al rancho, en las fiestas que daba venían invitados de varios lugares, incluso de la capital del estado.
Entonces se soltó por ahí que no era más que un encargado y que en ningún momento  había rendido cuentas a sus patrones, quienes tarde o temprano lo llamarían a cuentas. Efectivamente así sucedió, resultando como era de esperarse, con un enorme desfalco que el infiel administrador no podía afrontar. Por la amistad familiar, se consiguió el apoyo del señor obispo  para que los agraviados le concedieran una prórroga y enderezara sus cuentas. Los acreedores no han de haber tenido mayor confianza en las promesas del manejador de sus bienes. Seguramente pensaron en la forma menos inconveniente de deshacerse de él; mayormente que cada día eran más fuertes las amenazas del gobierno federal de expropiar las tierras.
En esta situación, el usufructuario se sacó un as de la manga obteniendo la  autorización de los dueños para fraccionar el rancho, con lo cual ambas partes saldrían  ganando. Él como fraccionador en ningún momento formalizó a los nuevos dueños sus pagos. Los recibos entregados, simples pedazos de papel, no valían nada legalmente. En estos lugares se hacían las cosas, y aún se hacen, a la palabra, entre gente honorable, que es la gran mayoría. No tomaron en cuenta los compradores que estaban tratando con un redomado  sinvergüenza.  
En connivencia con las autoridades, si es que así se les podía decir, y con los propietarios, se quedó este hombre con lo mejor del rancho, haciendo las legaloides hijuelas correspondientes de entonces a nombre de sus hijos. También se las arregló para cambiarle el nombre, como rancho, a las tierras hurgadas; artimaña que le valdría para defenderse del reparto agrario en su momento. Esto último, maquiavélicamente preparado, no tardó en hacerse realidad. Sabiendo que a quienes estafó no iban a aceptar, les ofreció de manera irónica la recuperación de una parte de las tierras pero en calidad de ejidatarios.
En la región era una deshonra ser agrarista, y aún puede decirse que lo es, pues se esto se equiparaba al robo. Por eso son muy pocos, poquísimos, los asientos ejidales que hay en la región de los Altos. El concepto de propiedad es sagrado como en muy pocos lugares.  Los agraristas o camaradas eran señalados y se les segregaba considerablemente.
Durante la Revolución Cristera, que esos eran los tiempos, este hombre cometió otros actos reprobables. Se apropió de fondos del gobierno en confabulación con otras gentes. Después de los discutidos arreglos de paz entre el clero y el gobierno, el militar destacado en la zona para la supuesta pacificación, conociendo el caso decidió fusilar al infractor, salvándose éste de pasar por las armas, merced a la intervención de último momento del jefe civil de gobierno en la región, con quien políticamente estaba emparentado. La ayuda no le sirvió de mucho, pues unos meses después murió a consecuencia del susto, a lo que gentes entendidas lo achacaban al azogue adquirido por el dinero metálico que se robó. Hay que agregar que cuando las víctimas estafadas con los terrenos, justificadamente reclamaron sus derechos al hijo albacea del fallecido, éste sardónicamente los mandaba a reclamarle a su padre al lugar donde dios lo hubiera destinado. Por razones de parentesco, o porque los afectados no contaban con fuerza legal suficiente, o no querían meterse en un engorroso proceso, dejaron las cosas en paz.

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