La tía Angelina Franco González quedó viuda en 1927, el día en
que en el rancho La Peñuela, cercano a Garabatos del que ella era originaria, se libró una batalla de la Revolución
Cristera en la que murió su esposo, Heliodoro de la Torre Rodríguez, con quien llevaba apenas unos días de
casada.
Fue una de tantas mujeres vestidas de negro el
resto de su vida, que nunca se repusieron de las atrocidades de esa guerra
fratricida que de 1926 a
1929 enlutó gran parte del país, principalmente la región de los Altos del
estado de Jalisco. El gobierno mexicano bajo la presidencia de Plutarco Elías
Calles con su impopular ley anticatólica, provocó que se cerraran los templos a
mediados de 1926. El pueblo contrario a esta ley y otras cosas igualmente
arbitrarias del gobierno, azuzado por el clero, se levantó en armas.
Durante los tres años de acciones bélicas, el
movimiento insurrecto, iniciado en Jalisco y la región, fue ensanchándose en el territorio nacional. Surgieron
líderes militares y sociales famosos como el Gral. Enrique Goroztieta Velarde y
Anacleto González Flores, por solo mencionar dos. Así como hábiles guerrilleros
populares como Victoriano Ramírez López, alias "El Catorce" y los
sacerdotes Aristeo Pedroza, llamado “El Atila” de los cristeros, y José Reyes
Vega.
A mediados de 1929, el clero dirigente y el
gobierno ya en manos de Emilio Portes Gil, firmaron los controvertidos acuerdos
de paz. A partir de éstos se desató una verdadera carnicería de militantes
insurrectos, sorprendidos y engañados con el pacto. La amnistía conveniada
resultó una verdadera trampa para, a río revuelto, revivir viejas rencillas,
cobrar venganzas y alentar el bandidaje.
Volvamos a la tía Angelina de esta historia. Unos días después de que se libró la batalla mencionada, en la casa de la tía abuela Herlinda de la Torre Angulo en San José de Gracia, Mpio., de Tepatitlán, un rato antes de la cena que su esposo Arcadio Hernández, simpatizante del gobierno, le iba a ofrecer al militar que en representación de éste peleo dicho enfrentamiento, en que la anfitriona sostenía la siguiente conversación:
-Tranquilícense muchachas, sobre todo tú
Angelina; no debe haber pasado nada grave y tu esposo debe estar sano y salvo
(aunque ya conocía la noticia), Arcadio no tarda en llegar para la cena que les ofrece a los federales ¡Como se le ocurrió invitarlos viendo la situación y mi hermano levantado en armas! Para bien o para mal sabremos qué pasó en la batalla. Se me esconden todas en una recámara y cuidado, mucho cuidado, con hablar y por Dios, no vayan a fumar, que también se delatarían de inmediato. Entonces nos llevan a todas presas y nos fusilan o nos mandan a las Islas Marías.
-Pero tenemos mucho miedo ¿Si se meten a la pieza?
-No tienen porqué meterse si no hacen ruido ni
fuman.
-¡Ay, qué habrá pasado con Heliodoro, tengo tanto
pendiente!
-No te preocupes más. Anden vayan a
encerrarse.
En este grupito de sobrinas, encomendadas a su cuidado días antes, se encontraba mi madre María Dolores Galindo González.
-¿Como les fue en la batalla de La Peñuela, mi coronel? -preguntó el anfitrión.
-¿Como les fue en la batalla de La Peñuela, mi coronel? -preguntó el anfitrión.
-Pues la verdad, compadre, esos cristeros nos
pelearon muy duro. Perdimos bastantes elementos. ¡Ah, si tuviéramos en nuestras
filas hombres como esos!, sobre todo como su aguerrido cabecilla, un total Jorge de la Torre, ya hubiéramos
terminado esto. Rompió nuestras líneas como le dio en gana, yendo siempre a la cabeza de su gente.
-Como él, y mejores, hay muchos, y muy difícil
cambiarlos de bando; sería tarea impensable para el gobierno –comentó el
dueño de la casa.
-Habrá otros medios, eso ya lo veremos. También
les hicimos considerables bajas ¡Lástima de hombres! Entre los que sucumbieron
estaba un muchacho joven, alto, güero, bien parecido, con buenas armas y un
caballo tordillo muy bueno que murió junto con él. Nos dio una guerra
endemoniada. A su jefe no le pudimos tocar ni un pelo.
La conversación se escuchaba claramente en la
cercana recámara escondite. No hace falta mayor imaginación para darse cuenta
del terrible golpe que recibía en ese momento aquella esposa todavía en la luna
de miel. Su mente jamás pudo salir
cabalmente del shock.
El resto de su vida lo pasó semi enajenada,
sin brillo alguno, como esperando solo el día de su muerte para reanudar sus
bodas tan abruptamente interrumpidas.
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