-Don Aurelio, ya
sabemos que tiene usted escondidos a los curas de Tototlán; entréguenoslos o se atiene a las consecuencias que ya
conoce.
-No tengo
escondido a nadie y si lo tuviera no se lo entregaría.
-Con que esas
tenemos, queda detenido; ya verá como le bajamos lo bravito y traidor a la
patria.
-No prestarse a
sus atropellos y pendejadas abona lo primero y niega lo segundo. Son ustedes
unos cobardes abusivos y los verdaderos traidores al país y al pueblo del que
malamente forman parte.
El general
representante del supremo gobierno, Juan B. Izaguirre, enfurecido lanzó la mano
derecha extendida hacia la cara del ranchero que la detuvo en un acto relámpago
de defensa, haciendo casi caer de lado al agresor.
-Este joven que
lo acompaña, es su hijo ¿verdad?, irá también a la cárcel y así evitaremos que
nos cause problemas, como sucede en esta tierra de santurrones y fanáticos y
así desembuchará, amigo, lo que le
preguntemos.
-Son ustedes una
hijos de la chingada, como no pueden con sus iguales se aprovechan de familiares
y mujeres para hacer sus fechorías.
-No le eche más
piedras a su morral que ya está bien pesado. Tiene ya de sobra para colgarlo de
inmediato, pero primero me encargaré de que lo expriman y a golpes no le quede
un hueso en su lugar. Ya verá como suelta la lengua, o recurrimos a su familia
y parientes, que no serán tan calzonudos como usted.
En la celda de
la presidencia municipal que mandó desocupar el militar liberando a unos
borrachos de la noche anterior, el detenido fue interrogado y martirizado
brutalmente en presencia del hijo, obteniendo los torturadores el refrendo de
sus opiniones personales manifestadas al detenerlo y sólo esporádicos quejidos
de los muchos que esperaban oír los agresores, quienes cuando intentaron perjudicar
al hijo lo defendió con tal ímpetu que los hizo desistir. Con todas las
ventajas a su favor, los verdugos escurrieron el bulto en un dejo de compasión
hacia el familiar, pero más de admiración a la osada actitud del padre, según
contó tiempo después uno de los soldados, además de que el parte de su jefe fue
en el mismo sentido.
Al día siguiente
se presentó el general en el rancho ante la esposa y pariente del detenido,
casada en las postrimerías del siglo XIX, para lo que dejó su natal San Miguel
el Alto. Era una recia mujer con buena preparación, y un digno ejemplo de la
mujer alteña jalisciense valiente y fiel, que muy justificadamente estaba
atemorizada por la situación.
-Vengo en son de
paz señora. Dígame donde esconde su esposo a los curas y lo soltaré de
inmediato, si me entrega primero el rescate que le hemos fijado al alebrestado de
su marido; tiene hasta mañana al mediodía para pagar. A su hijo, que viene
conmigo, se lo puedo entregar cuando cumpla el pedido.
-Espero que no
sea usted tan maligno y criminal para que siga reteniendo a mi hijo. Por lo que
respecta a mi esposo lo que él haya dicho o dejado de decir, que ya lo sé, es
lo mismo que yo diría o dejaría de decir. Siento como no tiene usted ni remota
idea lo que le han hecho y todavía le van a hacer. Sé, y usted tan bien como
yo, que nada de lo que está prometiendo tiene intención de cumplir. Sólo quiere
saciar su odio y hacer méritos. El
dinero que pide, veré como le hago y se lo llevo mañana, a cambio por
escrito de su descargo de culpas, que es
lo justo, y déjenos en paz.
-Señora, usted
sabe que lo que me pide no es posible en ninguna forma.
-Pero a mi hijo,
no tiene porqué retenerlo.
-Se lo dejaré un
día de estos, cuando me dé la gana.
-Que Dios algún
día le otorgue misericordia y justeza que ahora no tiene, y lo perdone. Que
tenga buen día.
El señor José
Botello de Tototlán, amigo de la familia, acompañó a la atribulada y con razón
temerosa esposa a entregar el rescate. En el escritorio del general Izaguirre
teniendo este a su vista el pago convenido, les espetó:
-Le voy a
liberar sólo a su hijo señora, porque a su marido ya nos lo echamos.
La liberación fue
dos días después a unos vecinos del pueblo, pero antes un día después habían
fusilado al padre Sabás Reyes, que se había entregado por la aprehensión del
valiente hombre de campo. El padre Sabás era uno de los sacerdotes que buscaba
el federal gobiernista junto con el párroco Francisco Vizcarra y el padre J.
Dolores Guzmán que a su vez había protegido antes don Aurelio en su casa de
Tototlán; actos confirmados por la señora María Ontiveros.
La tortura de
ambos fue implacable y ante los nulos resultados de doblegarlos, los
ejecutantes la mañana del 13 de abril de 1927 fusilaron a don Aurelio, después
de hacerlo caminar con las plantas de los pies desolladas, y al padre Sabás en
el panteón al día siguiente, jueves santo. El sitio del martirio de mi tío, por
señalamiento de mi padre, lo identificamos antes que la mancha urbana lo
borrara, por el camino real enfrente del camposanto, a un lado de la ahora
carretera a Guadalajara, a las orillas donde están ahora las gasolinerías.
El padre Sabás
Reyes Salazar es uno de los 25 santos mártires de la gesta cristera, que el
papa Juan Pablo II canonizó el 21 de mayo de 2000. Lo sepultaron junto con el
personaje de esta historia en la tumba de
su propiedad. El santo antes de matarlo
perdonó y
bendijo a sus ejecutores.
Al hijo
testigo del martirio de su padre, le afectaron permanentemente los resultados
del trauma vivido.
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