de su padre don
Marciano, que de oficio había sido un castrador reconocido de ganado en una
zona eminentemente pecuaria como lo era, y aún lo es, la región alteña
jalisciense. La mamá de sus hijas, de un estrato social más alto pero venido a
menos, siempre detestó el trabajo de su esposo, que sin embargo le daba
suficientes ingresos. Los tres hijas, entre los 35 y los 40 años a mediados de
los cuarentas del pasado siglo XX, eran buenas muchachas y nada despreciables
solteras, que extrañamente guardaban ese
estado.
La actitud
negativa y amargada de la señora y su condición de sólo aceptar pretendientes
para sus retoños, de un nivel que no tenían, junto con la mala suerte aparente
de las mozas, contribuían en tal situación. Con todo, seguían teniendo
candidatos principalmente de otros lugares. Otro factor, quizá el principal,
por el que eran desairadas giraba acerca de considerarlas gobiernistas, porque
habían mostrado ciertas simpatías a oficiales del ejército que las pretendieron
durante la Guerra Cristera de 1926-1929, cuyo principal campo de acción como es
sabido, fue la región de Los Altos, donde la más leve sospecha en tal sentido se
satanizaba acremente.
El patrimonio
dejado por el jefe de familia sólo fue la casa con su respectivo solar,
patio, corral y animales domésticos,
tradicional de las fincas rurales. Iba mucho a las ferias donde en palenques y
carreras las apuestas dan tarde o temprano saldo negativo, mayormente que
aceptaba juegos fuertes muchas veces soportados con créditos a los que tenía
acceso por su cabal cumplimiento. A la par influyó tanto en sus ánimos como en
su peculio la apatía y exigencias de su esposa, y el que no haya tenido apoyo
de hijos varones.
Para subsistir,
las tres damas, con muy poca contribución de la mamá, confeccionaban algunas
prendas de vestir y elaboraban tortillas para algunas familias acomodadas.
Además cosechaban verduras y frutas que producían en el pequeño solar, a lo que
se agregaba casi todo el año el rendimiento sobrante de su gasto personal, de
dos buenas vacas lecheras que poseían. Yo entonces tenía unos 10 años y pasaba las vacaciones escolares en el rancho de mi abuela materna y, con un primo de 13 que por orfandad vivía ahí con su mamá desde su nacimiento, entre otras labores se nos encomendaba llevar el maíz para las tortillas del día siguiente y recoger las de la provisión del anterior. Hacíamos a pie el recorrido que de ida y vuelta era como de una y media legua, unos 6 kilómetros, que por el camino real nos llevaba unas dos horas para regresar a tiempo a horas de la comida. Casi siempre al trayecto le hacíamos un rodeo, para no encontrarnos o avistarnos con una conocida curandera o bruja, que lejos de hacernos daño alguno, nos trataba siempre con simpatía y buenos ojos, pero le guardábamos recelo.
También las tres damas solteras e incluso su mamá, nos trataban con especial atención y al mismo tiempo nos hacían plática y diferentes preguntas que a veces no podíamos contestar o hacíamos con reservas. Me trataban más como niño y a mi primo más como adulto, por su edad y por ser más precoz. A veces, aunque sólo unos minutos, les ayudábamos en algo de sus quehaceres.
Un día encontramos especialmente cariñosa y cantando con alegría inusual, aunque un tanto nerviosa por nuestra llegada, a una de ellas, que nos recibió con singular miramiento, principalmente a mí. Después de recibir nuestro encargo y despedirnos, volvimos a recoger una de las servilletas para cubrir las tortillas, que habíamos olvidado, viendo la amorosa despedida que le daba la alegre receptora de ese día, a uno de mis tíos del rancho vecino al de mi abuela, que esperaba la oportunidad para retirarse.
Las cinco tías solteras hermanas de mi madre, que también se las arreglaban para sacarnos chismes y hacernos desatinar, a las que habíamos aprendido a capotear para no decirles lo que no debíamos, sabían algo de lo del tío y la marciana amorosa, y se nos enojaron porque no les contamos nada.
En una de las fiestas que se hacían en los ranchos por alguna conmemoración familiar, el tío, primo de mi padre, en una oportunidad del festejo, nos llamó aparte para agradecernos nuestra discreción por el suceso que habíamos visto, repetido en más de otra ocasión, agregando que, aunque todavía no lo éramos, nos comportábamos como gente grande.
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