lunes, 28 de julio de 2014

UN ARTERO CUÁDRUPLE ASESINATO

Esa mañana del último domingo de septiembre de 1923, los hermanos Jesús, José y Cipriano de la Torre Angulo, este último mi abuelo paterno, junto con su amigo mutuo  Juan León, desde al oír misa como primera actividad y luego de despachar algunos asuntos urgentes, no se sentían nada tranquilos. El boticario del pueblo, conocido hombre de respeto del lugar y amigo de ellos, después de haberles insistido mucho, los había convencido a regañadientes, de dejar sus armas depositadas en su negocio, porque el presidente municipal había ordenado despistolización general. Decidieron volver al mesón de San Cayetano, donde siempre pernoctaban, para regresarse de inmediato a sus lugares de origen. A dos de los tres hermanos los acompañaba una de sus hijas. 
Al Jefe de acordada de Atotonilco el Alto, Máximo Amezola, hombre violento y temido en la región por su tenacidad para imponer el orden, conforme a sus excesivos procedimientos, se le acreditaban no pocos casos de crueldad extrema en sus funciones. Se cobraba tarde o temprano toda ofensa o desaire, que muchas veces él provocaba. Tenía entonces, cosa que la mayoría de la gente no aprobaba, carta abierta del presidente municipal para desarrollar sus actividades, quedando éste prácticamente fuera de toda intervención en el área y como hombre débil e inepto.
Los tres hermanos, hombres de campo, no eran para nada dejados, rancheros recios, no hacendados pero sí acomodados patrimonialmente. Trabajadores y cumplidos a carta cabal tanto en los negocios como en otros asuntos. Populares, buenos tomadores, fandangueros, y mujeriegos; destacando en esto último el mencionado en primer término.  Unos días antes, en las fiestas patrias del lugar, después de la parranda de la noche del grito, llegó éste, junto con el amigo mutuo citado, en la madrugada del día diez y seis a curarse la cruda, al lugar donde se emplazaban las caneleras  en el  costado norte del mercado municipal que era entonces rústico, y estaba repleto de trasnochados.
Coincidió en la concentración el jefe de acordada y su gente, acompañando a unas damas alegres. Una de estas señoras tenía que ver con el hermano de la Torre presente, y el encargado del orden lo sabía. La dama en cuestión, no tardó en acompañar en su mesa al amante afectado. Podría haberse desatado la balacera correspondiente en que las de ganar eran claras para el cuerpo policiaco, pero por falta de tamaños o exceso de prudencia prefirieron retirarse y dejar el campo.
El altercado público dejaba muy mal parada a la justicia y al gobierno municipal; las cosas no podían quedarse así, máxime que ya había perdido el representante de la ley otros lances con los mismos contrincantes. Informó a su modo del incidente a su superior, consiguiendo la autorización para proceder como juzgara conveniente, lo que equivalía a la sentencia de muerte para sus duros enemigos.
La oportunidad del policía no se le podía presentar mejor que ese domingo en que había astutamente logrado desarmar a sus temidos adversarios. La premeditación, alevosía y ventaja estaban de su lado. Los pasos de sus enemigos fueron seguidos uno a uno desde su arribo al pueblo. En vista de las circunstancias, decidieron los tres hermanos y su amigo retirarse del pueblo antes de lo acostumbrado, dándoles aviso a las dos hijas acompañantes.
Alrededor de las doce sin haber recogido sus armas en la botica, estaban ensillando sus caballos en el mesón. En eso llegó la acordada con el titular al frente y acribillaron a quemarropa a las cuatro indefensas víctimas de la venganza y la cobardía. Cuando menos diez tiradores, además de su jefe, vaciaron las cargas de su armamento.  Las dos jóvenes hijas, que estaban un tanto retiradas recogiendo algunas pertenencias, alcanzaron a tener agonizantes en sus brazos a sus padres. El tercer hermano, mi abuelo, murió solo y el amigo mutuo muy mal herido, alcanzó a salir del mesón  para caer unos pasos después.
Los acontecimientos descritos, sumados a otros en los que el presidente municipal no hacía nada para poner remedio, acabaron de indignar a la población. Una turba lo arrastró por las principales calles del pueblo y no volvió a ocupar su cargo. El boticario cerró su negocio y emigró a Guadalajara.
El promotor de la masacre luego de disolverse la acordada,  huyó para pasar el resto de su vida en los Estados Unidos, siempre temeroso y azorado, desconfiando de todo mundo. Murió anciano en forma miserable privado de la razón. Los dos hermanos restantes de los tres arteramente inmolados, pues eran cinco, no se explicaban cómo habían accedido a desarmarse el día de los hechos fatales, dado como se hacían las cosas entonces y el atenuante de las malas relaciones con el asesino. Se involucró intelectualmente en los hechos a un rico personaje, que de manera similar no tenía como santos de su devoción a los fallecidos, quien, sin éxito, había querido apropiarse    leguleyamente unas de sus tierras. El hermano más joven, cuatro años más tarde, en el 27, encabezó la exitosa batalla cristera de la hacienda Peñascos. Al igual que su otro hermano, murió abuelo por causas naturales.

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