Esa mañana del último domingo de septiembre de
1923, los hermanos Jesús, José y Cipriano de la Torre Angulo, este último mi
abuelo paterno, junto con su amigo mutuo
Juan León, desde al oír misa como primera actividad y luego de
despachar algunos asuntos urgentes, no se sentían nada tranquilos. El boticario
del pueblo, conocido hombre de respeto del lugar y amigo de ellos, después de
haberles insistido mucho, los había convencido a regañadientes, de dejar sus
armas depositadas en su negocio, porque el presidente municipal había ordenado
despistolización general. Decidieron volver al mesón de San Cayetano, donde
siempre pernoctaban, para regresarse de inmediato a sus lugares de origen. A
dos de los tres hermanos los acompañaba una de sus hijas.
Al Jefe de acordada de Atotonilco el Alto,
Máximo Amezola, hombre violento y temido en la región por su tenacidad para
imponer el orden, conforme a sus excesivos procedimientos, se le acreditaban no
pocos casos de crueldad extrema en sus funciones. Se cobraba tarde o temprano
toda ofensa o desaire, que muchas veces él provocaba. Tenía entonces, cosa que
la mayoría de la gente no aprobaba, carta abierta del presidente municipal para
desarrollar sus actividades, quedando éste prácticamente fuera de toda
intervención en el área y como hombre débil e inepto.
Los tres hermanos, hombres de campo, no eran
para nada dejados, rancheros recios, no hacendados pero sí acomodados
patrimonialmente. Trabajadores y cumplidos a carta cabal tanto en los negocios
como en otros asuntos. Populares, buenos tomadores, fandangueros, y mujeriegos;
destacando en esto último el mencionado en primer término. Unos días antes, en las fiestas patrias del
lugar, después de la parranda de la noche del grito, llegó éste, junto con el
amigo mutuo citado, en la madrugada del día diez y seis a curarse la cruda, al lugar
donde se emplazaban las caneleras en
el costado norte del mercado municipal
que era entonces rústico, y estaba repleto de trasnochados.
Coincidió en la concentración el jefe de acordada
y su gente, acompañando a unas damas alegres. Una de estas señoras tenía que
ver con el hermano de la Torre presente, y el encargado del orden lo sabía. La
dama en cuestión, no tardó en acompañar en su mesa al amante afectado. Podría
haberse desatado la balacera correspondiente en que las de ganar eran claras
para el cuerpo policiaco, pero por falta de tamaños o exceso de prudencia
prefirieron retirarse y dejar el campo.
El altercado público dejaba muy mal parada a la
justicia y al gobierno municipal; las cosas no podían quedarse así, máxime que
ya había perdido el representante de la ley otros lances con los mismos
contrincantes. Informó a su modo del incidente a su superior, consiguiendo la
autorización para proceder como juzgara conveniente, lo que equivalía a la
sentencia de muerte para sus duros enemigos.
La oportunidad del policía no se le podía
presentar mejor que ese domingo en que había astutamente logrado desarmar a sus
temidos adversarios. La premeditación, alevosía y ventaja estaban de su lado.
Los pasos de sus enemigos fueron seguidos uno a uno desde su arribo al pueblo. En
vista de las circunstancias, decidieron los tres hermanos y su amigo retirarse
del pueblo antes de lo acostumbrado, dándoles aviso a las dos hijas
acompañantes.
Alrededor de las doce sin haber recogido sus
armas en la botica, estaban ensillando sus caballos en el mesón. En eso llegó
la acordada con el titular al frente y acribillaron a quemarropa a las cuatro
indefensas víctimas de la venganza y la cobardía. Cuando menos diez tiradores,
además de su jefe, vaciaron las cargas de su armamento. Las dos jóvenes hijas, que estaban un tanto
retiradas recogiendo algunas pertenencias, alcanzaron a tener agonizantes en
sus brazos a sus padres. El tercer hermano, mi abuelo, murió solo y el amigo
mutuo muy mal herido, alcanzó a salir del mesón
para caer unos pasos después.
Los acontecimientos descritos, sumados a otros
en los que el presidente municipal no hacía nada para poner remedio, acabaron
de indignar a la población. Una turba lo arrastró por las principales calles
del pueblo y no volvió a ocupar su cargo. El boticario cerró su negocio y
emigró a Guadalajara.
El promotor de la masacre luego de disolverse
la acordada, huyó para pasar el resto de
su vida en los Estados Unidos, siempre temeroso y azorado, desconfiando de todo
mundo. Murió anciano en forma miserable privado de la razón. Los dos hermanos
restantes de los tres arteramente inmolados, pues eran cinco, no se explicaban
cómo habían accedido a desarmarse el día de los hechos fatales, dado como se
hacían las cosas entonces y el atenuante de las malas relaciones con el
asesino. Se
involucró intelectualmente en los hechos a un rico personaje, que de manera
similar no tenía como santos de su devoción a los fallecidos, quien, sin éxito,
había querido apropiarse leguleyamente
unas de sus tierras. El hermano más joven, cuatro años más tarde, en el 27,
encabezó la exitosa batalla cristera de la hacienda Peñascos. Al igual que su
otro hermano, murió abuelo por causas naturales.
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