lunes, 28 de julio de 2014

UN HOMBRE EXCEPCIONAL

Mi padre Francisco de la Torre Hernández, quedó huérfano a los trece años al ser asesinado su padre Cipriano de la Torre Angulo en 1923 por la acordada de Atotonilco el Alto, Jalisco y de la región, junto con sus hermanos Jesús y José y el amigo mutuo Juan León. El grave acto que se llevó a cabo con las peores agravantes, se describe en mi relato Un artero cuádruple asesinato. Segundo de siete hermanos seguiditos, mi papá se hizo cargo de la familia tomando el lugar de su padre, lo que en circunstancias normales le correspondería su hermano mayor, que era un tanto enfermizo y proclive a no tomar responsabilidades. Los demás, incluyendo dos hermanas, estaban aún chicos para tales cosas. Su madre, mi abuela Francisca Hernández de la Torre, pariente de su esposo, quedó viuda de poco más de treinta años de edad.
 Desde muy chico mostró una gran destreza para el trabajo y una extraordinaria fuerza física, a la par de un carácter muy fuerte y una honradez y nobleza a toda prueba. Superaba con mucho a cualquier adulto en plenitud. En un entorno escaso y mal remunerado de trabajo, no le faltaba ocupación. Pronto figuró como el principal mediero y campesino del entorno. Se hacía cargo hasta de tres labores de siembra, en cuyas faenas traía a raya a sus hermanos que no lograban ni remotamente mantenerle el paso. Antes de la falta de su padre había aprendido a leer y escribir con un Silabario y Cartilla de San Miguel, aprovechando en el campo el tiempo que hacía que le sobrara, pastoreando el chinchorro de chivas propiedad de la familia.
A los diecisiete años, recién iniciada la Revolución Cristera, se fue de bracero a los Estados Unidos junto con un primo, después su cuñado, Filemón de la Torre de la Torre, que se le pegó. Para los gastos tuvo que sacarle a regañadientes doscientos pesos a título de préstamo al administrador del rancho, Cirilo Franco, que tenía una deuda importante con la familia y otros acreedores a quienes incumplió dolosamente la compra venta de fracciones del rancho, que como promotor y representante de los dueños, sus patrones, señores González hacendados de Jalostotitlán, astutamente había convencido de vender en fracciones para librar los riesgos del reparto agrario, que él ya tenía maquinado, en connivencia con las autoridades, a cambio de apropiarse una parte importante del rancho Garabatos. Les ofreció, lo cual estaba por verse, recuperar una parte de las tierras robadas, a cambio de que abrazaran la causa agrarista, que todos rechazaron rotundamente. En relato aparte se trata el caso de este falso hacendado. El comprador más perjudicado fue mi abuelo Cipriano, que a diferencia de los demás afectados, carecía de otras tierras o bienes de sustento.   
En el país norteño, mediante su disposición para el trabajo, no sin diversas dificultades, consiguieron trabajo en labores del campo y luego en el “traque” o redes ferroviarias. El primo, no tan necesitado ni acostumbrado al tenaz ritmo de trabajo, no dejó de serle un obstáculo. El traque era de las ocupaciones más pesadas y no la mejor pagada a los hispanos en comparación con otros menos difíciles. No obstante, ganaban buen dinero con todo y que entonces el dólar daba mucho menos  pesos que en épocas posteriores. Los envíos de dinero a su madre, sus hermanos se las ingeniaban para gastarlos, desaprovechándose la oportunidad de fortalecer el raquítico patrimonio familiar. Después de tres años decidió regresarse junto con el primo. Le esperaban los problemas familiares mencionados y otros peores que le habían informado por carta vecinos bien intencionados del rancho. Con toda cachaza don Cirilo recibió el pago del préstamo a mi padre, y éste fue en todo momento el apoyo moral y económico en lo que pudo, de su familia, inicial y secundaria, hasta su muerte.         
Aparte de la dilapidación de las remesas encontró a sus hermanos prácticamente sin beneficio ni provecho alguno, y a su madre casada en segundas nupcias con dos hijos, y uno más concebido anteriormente con un militar de paso, ayudado suciamente por don Cirilo y una alcahueta, pariente para mayor agravante, que difícilmente falta en casos como este. Su padrastro era un hombre pobre sin patrimonio alguno pero con buenas intenciones,  como aceptar embarazada a su cónyuge. Había venido del norte del estado engrosando por leva el contingente del Gral. Saturnino Cedillo, sanguinario azote cristero del gobierno, a su paso por la región alteña jalisciense.
Con los controvertidos arreglos entre el gobierno y el clero a mediados de 1929, se apaciguaron un tanto las cosas. En equipo con sus hermanos, hasta donde a éstos los hacía colaborar, retomó el arduo trabajó como mediero y jornalero, con los tres hijos del usurpador, que ya había muerto, con quienes sus intentos de enseñarlos a trabajar fueron prácticamente nulos.  
Al contraer matrimonio el 7 de mayo de 1935, con mi madre María Dolores Galindo González, mi abuelo materno, que era ya el principal terrateniente de los cuatro del rancho, el ejido incluido, que conocía sus cualidades y le tenía muy buena voluntad, le ofreció, no con el agrado completo de su esposa, mi abuela Emilia González Franco, trabajo en sus propiedades, que desempeñó con gran dedicación, enseñando a trabajar, aquí con mejor éxito, a sus cuñados Rafael y Gabriel. Al fallecer su suegro en 1939, la abuela decidió prescindir de su significativo trabajo.      
El temple duro y exigente de mi padre en el trabajo, no era del agrado completo de su suegra, no obstante que beneficiaba sus intereses. Entre otras cosas resultó que el tío bisabuelo José Galindo Castellanos, hombre muy rico en ranchos, ganados y otros recursos, hijo como mi abuelo de don Justo, conocido jefe político y de acordada de Tepatitlán, le reclamó a mi padre, de manera lo más altanera y ruin posibles, que trajera entre la manada de caballos trillando en la era el trigo cosechado en el rancho, una yegua de su propiedad, de la que se ignoraba su procedencia. La queja del prepotente potentado ante su cuñada, que nadie osaba desatender, y la respuesta viril del acusado, influyeron en la acción de la patrona, que ya había externado que sus dos hijos podían manejar sus propiedades. 
Mi padre, con mayores obligaciones, se dedicó a trabajar más duro, tanto en las tierras, de riego y temporal, del fallecido Cirilo como en las de la abuela Emilia. Hacía participar, con todo rigor, a sus hermanos, pensando seguramente también en las libertades equivocadas que se tomaron durante su estancia en los Estados Unidos. En los ranchos de la región,  todavía se hace referencia a esas proezas y otras posteriores en la vida de este hombre heroico, de conducta moral y titánica de trabajo extraordinarias.
Su difícil situación empeoró cuando Alfonso Aranda el comisario del ejido, alevosamente decidió cancelar el convenio de renta de agostadero que le cobraba a mi padre, para sus doce o quince cabezas de ganado básicamente vacuno que poseía. Sus responsabilidades familiares, propias y adoptadas, fueron mayores, pues ya éramos cuatro sus hijos seguiditos. Le vendió los animales al tío Rafael, su cuñado, que siempre lo apoyó como mi abuelo Manuel. Decidió por primera vez salir de su ambiente, que lo ahogaba, trasladándonos a San José de Gracia, en el municipio de Tepatitlán, cuya aventura frustrada describo en el relato correspondiente.
Duramos ahí menos de un año y a principios de 1940 se le presentó la oportunidad de regresar a lo suyo, al adquirir, con la venta de la casa que había comprado, una propiedad en el rancho El Salvador, vecino a Garabatos. Eran un poco más de doce hectáreas, unos cincuenta solares, abandonadas por el vendedor, un anciano don Teodosio que vivía con su esposa y una hija solterona, que en nada podían ayudarle. A cambio del arrumbo terrible, contaba el predio con un caudal fabuloso de agua rodada limpísima, esperando quien le sacara el gran provecho que se merecía. Los titánicos trabajos de mi padre para convertir la propiedad en un paraíso, solo  a mano limpia, y con herramientas del todo rústicas, los doy a conocer, así como los inconvenientes, principalmente envidias que afrontó, en el relato Rancho El Salvador. 
Su búsqueda idealizada de escenarios más limpios y la necesidad de darles escuela y protección a sus hijos, que ya éramos seis, tres en edad escolar, principalmente yo de casi nueve años, lo decidió a vender su magnífica propiedad en la que había logrado lo que nadie se hubiera aventurado a predecir, así como también los hechos injustos y violentos de su vida, pesaron bastante para que decidiera vender su pequeño paraíso que con tan singular empeño había construido. De esta manera, el primer día de 1945, recibió a la familia de la Torre Galindo, la entonces importante ciudad de Atotonilco el Alto, en donde completaría su decena de hijos y entraríamos de inmediato a la escuela los tres primeros, María Mercedes, José Luis y yo el mayor, y él a emprender actividades muy diferentes a las del campo, que tan espléndidamente se le daban.       
Su buena voluntad y más su inexperiencia, lo hicieron asociarse con su primo el tío Baudelio de la Torre de la Torre, de los parientes que llamábamos del otro lado del río en Garabatos, el único de los muchos hijos del tío Aurelio de la Torre de la Torre, mártir cristero civil, en cuyo sacrificio que también relato aparte, le tocó en parte que sufrir. Mi papá compró un camión de redilas marca Fargo de la Dodge, troca en el habla popular, que él conducía y mi papá subía y bajaba la carga, con el compromiso, que nunca cumplió ni quiso cumplir, de enseñarlo a manejar, y luego por sí mismo se enseñó. El asunto no  pudo funcionar. Afortunadamente consiguió entrar en la flotilla de acarreadores de material para construir la fábrica de Industrias Unidas de Atotonilco, en pleno cerro de la cuesta hacia Los Altos, que duró buen rato, aunque su operación fraudulenta poco.
Compró después un carro y permiso de sitio y al tiempo uno más, para el que contrató como chofer a un señor de Tototlán de apellido Salazar y de mote El Cháfiro, buena persona y amistoso con mi padre y con nosotros. Las cosas iban mejor. En una ocasión en mala hora mi padre aceptó un viaje un tanto raro para llevar unas mujeres a los E.U. A la altura de San Luis Potosí se encandiló con un tráiler en sentido inverso desbarrancándose.  Se perdieron los dos carros y los pocos ahorros que tenía y todavía el tío Gabriel, su cuñado, lo fue a rescatar de su detención y quedarle en deuda.
El campo fue de nuevo nuestra salvación. Era a mediados de año, en Garabatos como obra de la providencia, le ofrecieron dos labores totalmente preparadas para recibir la siembra, que el usufructuario por alguna razón no podía cultivar. Las sembró de maíz con frijol terciado, y hasta un pedazo extra de linaza. Todo se dio muy bien, sanando la cosecha parte de las deudas. Regresamos a Atotonilco, y como había sido prácticamente en la temporada de vacaciones, a inscribirnos al siguiente año escolar sin pérdida de clases.     
Aquí fue cuando mi padre empezó a trabajar seis meses en los E.U. y el resto en Atotonilco.
El patrón agricultor del país norteño, cada año le mandaba una simple carta petición con la que ingresaba sin problema alguno. Lo estimaba sobremanera como trabajador fuera de serie. Con los envío de dólares, no como sus hermanos en su primera etapa de bracero, le fue pagando por mi conducto la deuda al tío Gabriel.
En uno de esos años fallecieron cerca de Woodland, California, varios braceros originarios de Los Altos jaliscienses, al quemarse un camión en que iban a trabajar. El periódico vespertino El Sol de Guadalajara, que llegaba en la tarde a Atotonilco publicó sus nombres figurando un Francisco de la Torre. Lino Gutiérrez, ex compañero de mi papá en el sitio de coches, me llegó sin más en la noche a la casa diciéndome que me había quedado huérfano. Como no traía el segundo apellido y en ese momento, ya no había servicio telefónico, no podía hacer nada, menos contárselo a mi madre ni a nadie sin confirmarlo, pasé una noche terrible de insomnio. En la mañana estuve esperando que la Srta. María Cervantes, con quien llevé desde allí una amistad permanente, no obstante que se le achacaba una fama equívoca de tirana y mal humorada, abriera las oficinas telefónicas. Le dije que las cartas de mi papá venían con sello postal del lugar citado Woodland, Ca. En poco más de 20 minutos tenía a mi padre contestando desde el teléfono de su patrón, quitado de la pena, no sin antes, a su característico estilo, regañarme por tanto escándalo.             
Las cosas en la casa, explicablemente, no me funcionaban bien como jefe de familia sustituto, entre otras cosas, no aguantaba el carácter de mi hermano José Luis. Le dije a mi padre que lo necesitábamos. Un año después lo convencí de quedarse y vino un jaloneo para que a regañadientes y después de fuertes discusiones, en las que tuve que decirle en algún momento que olvidara que era su hijo, sino una persona amiga de buena voluntad con conocimiento de lo que le estaba aconsejando, para que aceptara hacerse cargo de la tienda de abarrotes que por traspaso muy conveniente había concertado con el Sr. Trinidad Vázquez, ubicada en la esquina de Colón y Javier Mina, justo enfrente de donde vivíamos. Me apoyaba en el conocimiento y la experiencia que había obtenido durante tres años, 1961-1964 en el manejo de la tradicional tienda múltiple de mayoreo y menudeo La Colmena, para apoyarlo en todo lo que se le dificultara.
Mi padre estaba empecinado en emplearse de cargador en la estación del ferrocarril, en donde más o menos había trabajo, a lo que me opuse férrea y decididamente, pues en no muchos años ya no estaría en buenas condiciones para dicha actividad.
Fueron bien las cosas y luego cambiamos la tienda a la casa, a uno de los dos locales que se acondicionaron (Colón 109-113). El changarro mal que bien fue el sostén básico de la familia; aportando yo el gasto del diario una semana y otra mi papá; no porque me lo pidiera, sino por mi voluntad, como lo venía haciendo antes desde al contar con ingresos  propios. También lo suplía cada tercer domingo.
Conseguí la venta de fábrica de productos como las escobas de don Porfirio Rizo de San Francisco del Rincón, Gto., los cápsules (petardos) de La Piedad, Mich., municiones de Sydney W. French de Guadalajara, Jal., grasas y cremas para calzado El Oso del D.F. y la distribución local de los alimentos balanceados para animales Api Aba, rentando uno de los locales de la ahora calle Dr. Espinoza casi Esq. con 16 de Septiembre, frente al mercado Hidalgo. 
El lugar de la tienda desocuparlo fue adquirido por Miguel Gutiérrez, que instaló ahí su pionero café El Sancas, que al tiempo se dividió en dos a su fallecimiento. Antes de nosotros y el Sr. Vázquez, había sido, como miscelánea de abarrotes, de don Teófilo Muñiz y su esposa Emilia Villalpando; José Becerra y Sra. Catalina Angulo  y las Srtas. Anita y María Soledad Rubio. Mi papá la pasó a mi hermano Ramón, ya casado, hasta donde estuve, como en los demás negocios de mis otros hermanos, apoyando de diversas formas de manera espontánea. Luego pasó a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de mi hermana María de la Luz y finalmente a Judit su hija ya fallecido Javier.
Mi padre, mientras manejó, con su especial celo en el trabajo, una huerta de cítricos y hortalizas, por el rumbo del barrio de Santa Rosa, que también luego le pasó a Ramón.  Falleció, retirado, el jueves 24 de noviembre de 1994, sobreviviéndole mi madre hasta el domingo 19 de junio de 2005. La finca de Colón se vendió una parte para instalar una zapatería (8 potros) a mediados de este 2014.  

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