domingo, 15 de diciembre de 2019

LA ANEMIA DE MI MADRE


Mi mamá María Dolores Galindo González, hija de Manuel Galindo González y Emilia González Franco, originaria de El Capulín, municipio de Tepatitlán, 21 de mayo de 1909, Atotonilco el Alto domingo 19 de junio de 2005, era real y admirablemente una gran mujer; prototipo de las mujeres alteñas jaliscienses, más en los tiempos heroicos y violentos que les tocó vivir  
Segunda de una familia asentada en el rancho Garabatos en 1917 o principios de 1918, municipio de Tototlán, lindero con los de Atotonilco y Tepatitlán, formada de diez hermanos sobrevivientes, 8 mujeres y dos hombres. Casó el 7 de mayo de 1935, con mi padre Francisco de la Torre Hernández.
A pedido especial de mi abuelo Manuel, por la enorme capacidad de trabajo y honradez a toda prueba de su yerno, el nuevo matrimonio se estableció en la casa ya considerada grande (de hacienda) Realizó en poco tiempo un magnífico y titánico trabajo cabalmente reconocido en consecuencia por su suegro y patrón. Mi padre había nacido en el Palo Dulce, de Tototlán el 30 de junio de 1909, falleció en Atotonilco el jueves 24 de noviembre de 1994.   
La familia de la Torre Galindo fuimos diez, 4 nacidos en Garabatos, yo el mayor, María Mercedes, José Luis y Ramón; en El Salvador (Atotonilco) 2 Cipriano y María de la Luz, y en Atotonilco 4, Adolfo, Evangelina, Rosa María y Jorge, mediando aquí una mala cama.  
A mediados de 1937 mis padres ya se habían regresado en el mismo Garabatos a la casa que mi padre había adosado, para hogar matrimonial, a la paterna de su mamá Francisca Hernández de la Torre, que ya tenía también adherida la de su hermano mayor Agustín, en terrenos ya del malhadado ejido promovido por Cirilo Franco Hernández. Ella era ya viuda desde 1923 por el artero asesinato de mi abuelo Cipriano de la Torre Angulo, junto con sus hermanos Jesús y José y un amigo mutuo, en el mesón de San Cayetano en Atotonilco. 
Este cambio, con motivo del despido improcedente que mi abuela materna Emilia había llevado a cabo sobre mi padre, entre otros motivos igual de ingratos, para atender la queja u orden injusta que el tío bisabuelo José Galindo Castellanos, hombre de horca y cuchillo, le había exigido. 
Para mayores datos de esta situación, se pueden consultar mis relatos: Garabatos, Un falso hacendado, Un artero cuádruple asesinato, Un hombre excepcional, El tío José Galindo Castellanos, La precaria pero suculenta cocina de mi madre y La sardina descompuesta.   
La situación personal anterior, aparte de la depauperación que los gobernantes revolucionarios habían infligido a la población, y de alguna manera en especial a la región alteña jalisciense por los acontecimientos cristeros, y sobre todo en el caso de la familia el despojo de sus tierras, provocaron un estado de escasez severo, pero admirablemente soportado por el espíritu de sacrificio y hasta cierta altivez de la gente alteña.   
 La capacidad asombrosa de mi padre para el trabajo y a la par la diligencia de mi madre para sortear las vicisitudes del hogar, nos hacían irla pasando. Pero en mi mamá las carencias y ayunos en un estado de permanentes embarazos, tenían que cobrarle tarde o temprano su cuota. 
Así, aunque jamás se quejó, cuando llegamos a Atotonilco en enero de 1945, resultó que tenía una anemia muy severa, con riesgo de otras complicaciones. El doctor José Guzmán Martínez que fue nuestro médico familiar, aparte de algunos medicamentos, ordenó que tomara leche caliente pero entera o bronca y recién ordeñada, por su aguda descalcificación. Aunque siempre fuimos muy lecheros, ella no tomaba casi nada por darnos a nosotros ya seis de familia, la poca que se podía proveer.  
A la vuelta de la casa en la entonces todavía llamada calle Juárez Poniente en vez de Colón actual, donde se conocía como Barrio de los Posos, había una ordeña. Como a eso de las ocho de la mañana o un poco antes, iba con el ordeñador por un jarro grande de barro llenado directamente de las tetas vacunas, que rebosante de blanca espuma, mi mamá tomaba todos los días en ayunas con unas gotas de yodo.  
Maravillosamente en unos meses, se recuperó satisfactoriamente, contribuyendo sin duda la sana vida previa del campo.