martes, 17 de mayo de 2016

PERSONAJES TÍPICOS MARGINALES DE ATOTONILCO

En Atotonilco existieron varios personajes populares que sufrían alguna discapacidad, y que, desafortunadamente no recibían atención ni asistencia alguna de parte de las autoridades municipales; viviendo la mayoría de la caridad pública. Casi todos, aparte de menesterosos, eran verdaderos filósofos del pueblo. Sobrellevaron de manera digna y resignada, sus penurias y desaires de la sociedad con la que les tocó vivir.  
Los nombres que recuerdo de estos personajes, ya fallecidos, a reserva de agregar otros, son:
Pancho Violines; La Trucha; El Moreno; María Pollos; La Verónica; El Babalú; La Cinia; y don Jesús Dueñas. Con los pocos datos que recuerdo, voy a describirlos.  
Pancho Violines era de complexión delgada y más bien bajo de estatura. Vestía ropa rústica de manta blanca, limpia siempre. Portaba sombrero de palma y un morralito de ixtle, donde guardaba algunos objetos personales y algo de lo que se le obsequiaba para comer.  
Aparecía caminando por el centro, a eso del mediodía, pasando enfrente de la escuela primaria para niños, donde yo estaba, por la calle Juárez y Aldama, a unos pasos del puente rastrojero. Al gritarle los alumnos que salíamos del turno de la mañana, el consabido “Pancho Violines te vas a morir, chorros de mocos te van a salir” se enfurecía contestando a pedradas, cuyos proyectiles sacaba del morral o recogía del piso, de empedrado que aún portaba, como todas las demás, la calle Juárez, eje oriente poniente de la ciudad, hasta que la poniente se convirtió en Colón.  
La Trucha era un hombrón alto, moreno renegrido por el sol y la falta de aseo y cambios de ropa. Parece ser, aunque no hay certeza, que fue cargador en la estación del ferrocarril y en otras labores. En algún momento tomó adicción a la marihuana y vivía permanentemente bajo su influjo. Curiosamente murió ahogado al bañarse en el compartimiento más hondo de los cinco que había en los baños públicos El Edén, que se ubicaban en la esquina de 16 de Septiembre y Santa Rosa.  
El Moreno, aunque más bajo de estatura, era de complexión y hábitos similares a La Trucha. Familiar oculto de una de las familias más opulentas de Atotonilco, que jamás lo ampararon. Era menos callado que los anteriores; me tocó varias veces platicar con él en la banqueta de la calle Mina, donde vivíamos y solía pernoctar.  
María Pollos, hermana de El Moreno, solía entrar a la parroquia de San Miguel, en el centro, gritando incoherencias durante las misas, cargando pollitos en los senos.  
La Verónica, era infaltable rezandero en los velorios y duelos en el panteón del Barrio de Josefino. Interpretaba los rosarios muy a su manera y sin salirse de lo reglamentario, era un verdadero show que distraía a la concurrencia de los eventos. Tenía este personaje, lo que ahora se denomina preferencia sexual diferente, que le provocaba mayor rechazo de la gente.  
El Babalú, junto con La Cinia, eran los dos más cuerdos del grupo. Este personaje de mote musical, era cargador en la abarrotera de los señorees Víctor y Ezequiel González Orozco, antes Eleuterio González e Hijos, que se ubicaba en las calle Juárez, a media cuadra entre  5 de Febrero y Madero. Su jefe directo era don Ezequiel, y de todos eran conocidas las alegatas entre ambos e irreverencias del empleado con su jefe, que éste, con todo y su fuerte carácter le consentía.  
La Cinia, se sabía, sin pronunciarlo, que era hijo de un importante y conocido hombre de negocios atotonilquense, y de una señora medio sirvienta medio alegrona. Era popular y de buena presencia, aunque un tanto difícil de carácter. Se dedicaba a lavar coches para sostenerse, gozando como clientela a los dueños de los mejores autos, e incluso se daba el lujo de negarles el servicio a propietarios pobretones.  
Don Jesús Dueñas era un hombre de amplia cultura, que por alguna razón perdió sus capacidades. Su esposa era de una de las familias más importantes de la ciudad, en cuyos negocios don Jesús tuvo un cargo importante. En sus ratos lúcidos disertaba con toda normalidad de diversos tópicos culturales.  

Desde luego que los ocho personajes darían para información más copiosa, la cual me empeñaré en lograr, y agradecería mucho a quienes la tengan, y así ampliar estos raquíticos apuntes.   

LA BURRADA

En la plenitud de la temporada de lluvias, ahí por fines de agosto, se realizaba antaño en Atotonilco una romería sabatina al lugar denominado Los Tepames que está al terminar la cuesta de Los Altos, un poco antes de Lagunillas y al lado derecho de Los Mesones donde se encuentran ahora varias casas de campo de atotonilquenses, y así mismo no lejos del antiguo camino real y de una parada que se llamaba la Casa Blanca. 
Este singular festejo se preparaba con la anticipación necesaria para su mejor lucimiento. Se iniciaba del centro de Atotonilco a las 10 de la mañana y regresaban al lugar de partida a las 6 ó 7 de la tarde. Durante unos 15 años, hasta que se dejó de hacer hará como 20, lo organizaba la  Srta. Arcelia Valle Núñez. Lo peculiar de este acontecimiento era que el traslado se hacía en burros en una cantidad muy numerosa, hasta con más de 200 jinetes en este tipo de transporte, agregándose algunos en caballos, muchos a pie y cada año más en vehículos automotrices por la escasez de asnos.  
 Los arrieros locales, encabezados por el mezcalero Pedro Zamudio, auxiliados a veces por otros de lugares de la periferia, rentaban todos sus animales para la fiesta. Venían participantes de casi todos los municipios alteños y también del plan: Arandas, Ayo el Chico, Tepatitlán, San Miguel, Lagos de Moreno, San Francisco de Asís, San José de Gracia, Tototlán, Ocotlán, así como de Guadalajara, Ciudad de México y hasta de los Estados Unidos.  
Mayor lucimiento y trascendencia tenía el evento sí, nada fuera de posibilidades, caía un fuerte aguacero, que algunos se bajaran de sus monturas contra su voluntad, y que la gran mayoría regresara con las ropas repintadas de lodo colorado alteño. La Srta. Valle controlaba con celo el comportamiento de los concurrentes, siendo esporádicos los casos de reprimenda. Sin embargo en años anteriores a su época, llegó a haber algunos desmanes que lamentar.  
Después del reposo opcional de la compartida y opípara comida, se organizaban en el espléndido y paradisíaco multicolor campo alteño en plenitud, grupos nutridos de juegos tradicionales, dedicándose buena parte de los sobrantes y eliminados a recolectar flores de Santa María,  Mirasoles y otras, y hasta Chirlos y Talayotes que entonces se daban en abundancia en dichos parajes y a la fecha están prácticamente extinguidos por el uso de herbicidas en los cultivos.  
Después del regreso y del baño absolutamente necesario, una parte del grupo continuaba el festejo de diferente manera en el Social Recreativo Atotonilco que fue propiedad de Don Benjamín Navarro Hernández y se ubicaba frente a la plaza en la esquina de Juárez y 5 de Febrero, donde ahora está el Portofino, propiedad de la Sra. Lupita Castillo. Se ponía la fiesta en grande. Aparte de contarse y refocilarse con los incidentes de la burrada, la amenizaban  conjuntos musicales, muchas veces el gustado mariachi del Regimiento de Caballería que tenía su sede en Atotonilco, o bien, la magnífica orquesta del maestro José Parra. Generalmente el ágape terminaba muy entrada la madrugada del domingo.  

Esta verbena se celebraba desde mucho antes. A la Srta. Valle la antecedió la familia Estrada, que eran muchos hermanos y hermanas: José, Cristina, Anita, Cuca, Narciso, Elías y Sofía. Seguramente a ellos los antecedieron otras personas en la organización de la peregrinación. Muchos años el festín de continuación se celebraba en la plaza de armas porque no existía aún el Social Recreativo.

LOS AÑOS DE LA ESCUELA PRIMARIA

Ingresé a la escuela primaria el lunes 1 de enero de 1945, cuando iba a cumplir nueve años. Mi certificado de esta enseñanza básica y la de Contador Privado por correspondencia en la Escuela  Bancaria y Comercial de la ciudad de México, que cursé después, son mis únicos estudios oficiales, aunque toda mi vida, principalmente por interés propio y también por requerimientos de trabajo, cursé becas, diplomados, conferencias magnas y otras oportunidades de aprendizaje.  
Habíamos llegado del rancho El Salvador a Atotonilco el Alto, cabecera municipal y entonces principal ciudad de la región,  porque en donde estábamos, como en general en todo el medio rural, no existía ningún tipo de escolaridad. No pocas personas habían reconvenido a mi papá para que nos diera escuela y no quedarnos de burros, con especial dedicatoria a mí, aunque mis hermanos María Mercedes y José Luis que me seguían, ya estaban también en edad escolar. Así, mi abuela materna y madrina de bautizo, Emilia González Franco, puso a nuestra disposición, compartida con otros inquilinos, su casa en el pujante lugar, llamado también El Vergel de Jalisco. La finca era la Núm. 31 de la calle Juárez, que después cambió a Colón, conformando el eje oriente poniente y su nomenclatura a los actuales Núms. 109 a 113. 
Entré junto con mi hermano mencionado, a la Escuela Oficial Urbana Foránea Núm. 15 Benito Juárez para Niños, y mi hermana a la 16 Lázaro Cárdenas para Niñas. La primera ubicada en la esquina de la citada calle Juárez esquina Madero y la ahora López Cotilla, entonces llamada Jardín Hidalgo, y la femenil en 5 de Febrero y Jardín Hidalgo. En el primer sitio existe ahora otra  institución escolar y en el de la segunda, reconstruido, una propiedad particular. A estas escuelas en su momento ingresaron mis otros siete hermanos, Ramón, Cipriano, Adolfo y Jorge; María de la Luz, Evangelina y Rosa María, respectivamente.  
Nos inscribimos solos mediante la solicitud verbal que mi papá había hecho ese lunes muy temprano, que al cabo según mi mamá, estaban muy cerca las dos. Obviamente  pedíamos atemorizados los tres que nos acompañara.
-¿Y qué vamos a decir?
-Su papá ya arregló, les van a preguntar sus nombres y tú, no te llamas nomás Jesús, sino Felipe de Jesús. -¡Primera noticia después de nueve años!
Ya en la dirección.
-Mi hermano es José Luis y yo Jesús -ni en cuenta lo de Felipe, y al codazo que éste me dio rectifiqué, pero por escasez de espacio anotó únicamente el primero, y así fui sólo Felipe hasta que en tercer año me animé a pedir la corrección. El incidente y sus complicaciones familiares, y al tiempo varias discrepancias resultantes en el Registro Civil, las describo en otro relato.  
Mi directora fue la maestra María Felícitas Sánchez Ramírez, originaria de San Miguel el Alto, que también impartía sexto año. Entre los maestros a su cargo recuerdo a Alicia Contreras, Ma. Dolores Flores y Jesús Sotelo. En la Lázaro Cárdenas la directora era Carmen Rodríguez y como colaboradoras su hermana Rosa, Odona, mamá de la Srta. Lola
y Josefina Rodríguez Pantoja, sobrina de mi directora, quien al tiempo ocupó en la femenil la dirección. Las escuelas primarias privadas o de paga, eran el pomposo Colegio Atenas para niños de la afamada profesora María Guadalupe Escoto, y para niñas, el Colegio Colón, manejado por religiosas. El horario de clases en todas era de 9 a 12 a.m. y de 3 a 5 p.m. de lunes a viernes.
Aparte, la señorita Seferina González tenía una especie de pre primaria donde preparaba de manera muy acreditada niños y niñas, que salían a segundo año de primaria, normalmente destinados a las escuelas de paga, por ser de familias con recursos económicos. Ahí, aparte de ella, los maestros eran sus sobrinos  Guillermina Rivera Gutiérrez, Teresa de Jesús Gutiérrez García (mi esposa) y Andrés “Chicho” Rodríguez.  

La recámara principal de la casa, que daba a la calle, llamada de la ventana o pieza verde, quedó a la disposición de la abuela Emilia, para ella y los familiares que iban al pueblo por diversas razones, lo cual era de ordinario los domingos. Mi mamá se encargaba de atenderlos a todos. En esa pieza se veló a su muerte a ella y a la tía Amelia al fallecer en el Saucillo, que menciono más adelante. De los parientes políticos que más frecuentemente iba, por sus negocios en Atotonilco, era el tío Alberto Navarro Navarro, esposo de la tía Julia.  
Los inquilinos mencionados que vivían ahí cuando llegamos, eran, en una recámara grande de la planta baja, don Jacinto García y doña Úrsula su esposa, padres de Manuel García conocido por “La Pavita”, que desde el principio fuimos amigos. Se dedicaban a la elaboración de huaraches y Manuel jugaba en la segunda de futbol del Atotonilco y yo le cargaba la maleta en los entrenamientos. En uno de éstos estando de pie, una bola perdida me impactó en el estómago. Me levantó  en vilo quedando sin aire varios instantes.  
En la planta alta vivían don José María Hernández Lara y su esposa doña Concha Michel, personas mayores, de La Piedad, Mich. Él era empleado del ayuntamiento encargado de las guías fitosanitarias, y ella elaboraba arreglos o azahares para ceremonias, que vendía bien incluso a clientes foráneos. Nos ocupaba como ayudantes, principalmente a Mercedes y a mí. Tenían dos hijas, Rosario y María, radicadas en Guadalajara.  
En Atotonilco nos era desconocido todo, pues en las zonas rurales, y en especial  los dos ranchos en que habíamos vivido, privaba un aislamiento geográfico y social mayúsculo. Aparte de caminando, sólo se trasladaba en animales domésticos y eventualmente en carretas o aparatos similares accionados por éstos. No se conocía, por ejemplo, si radio, cine, teléfono, telégrafo, futbol, y muchos etcéteras, eran cosas de comer, tomar o ponerse;  tampoco los regalos de navidad ni de los santos reyes. En Garabatos lo que sí conocí fueron los discos de pasta, frágiles, de 78 rpm, que como mi abuela, contadísimas personas tenían y que se escuchaban en victrolas de cuerda RCA Víctor.  
No obstante en El Salvador, a la edad de cuatro años, tuve la fortuna de escuchar a mi padre leernos, con no poco esfuerzo por su casi analfabetismo, pues había aprendido a leer y poner su nombre en un silabario y cartilla de san Miguel, cuidando las chivas de su papá, la historia de Guillermo Tell en un libro, infantil o juvenil, sin las primeras hojas, que encontró sin dueño. Este prematuro pero extraordinario y providencial suceso, fue la semilla que en su momento germinó mi afición a la lectura y a los libros, y también al cine y los cómics. Las vicisitudes y el heroísmo del personaje del libro, me impactaron de tal manera como valores irrestrictos a seguir, identificados en gran parte en mi progenitor.  
Cuando llegamos, mi padre se asoció con su primo, el tío Baudelio de la Torre de la Torre, quien se había independizado de su familia en Garabatos muchos años antes. Adquirió  un camión nuevo marca Fargo para fletear, en lo que el primo le enseñaría el oficio a la par que a conducir, encargándose el aprendiz de las faenas de carga y descarga. Como la participación de la contra parte fue insustancial, el trato tuvo que deshacerse, con el primo novato acaso empezando a tomar el volante.  
Con una carga de familia muy pesada, desempeñó varios trabajos, entre ellos, con el camión, en las flotillas de transporte de la construcción, en pleno cerro, de la empresa textil industrial Fábricas Unidas de Atotonilco, que procesaría fibra de linaza de los plantíos de la zona de los Altos, que a fin de cuentas fue un fracaso fraudulento desde su inicio. Al tiempo logró adquirir un carro de sitio y después otro con el que se accidentó yendo con pasaje a la frontera con E.U., según menciono más adelante.  
Mi madre había llegado de El Salvador bastante desmejorada de salud, por exceso de trabajo, deficiente alimentación y cinco hijos seguiditos. Se le diagnosticó una anemia muy severa. Aunque las cargas de trabajo no las pudo mejorar, la alimentación era un tanto mejor, y en su recuperación, aparte de algunos medicamentos, contribuyó mucho tomar en ayunas un jarro grande de leche recién ordeñada, con unas gotas de yodo; por el que yo iba a una ordeña que estaba a la vuelta de la casa por Colón, entonces Juárez, en el barrio de los posos, en la esquina de lo que ahora es Gral. Negrete.  
A la llegada a nuestro destino urbano, me propuse aprender aprisa todo lo que pudiera, para que mis compañeros de escuela y otras personas a las que trataba, no se burlaran de mí. Descubrí de manera sorprendente en la primera semana de clases, por invitación de sendos compañeros de salón, el cine y el boleo (robar naranjas en las huertas), que relato por separado. Ocupé rápido el primer lugar como alumno, manteniéndolo indiscutible hasta el sexto año. Por ello, para algunos compañeros, fui el consabido “machetero” objeto de sus sarcasmos. Esta  posición era, eventualmente, también objeto de menosprecio de los maestros, que querían ver alternancia de otros alumnos y no sólo “el mismo de siempre”.   
Como ejemplo, en una de las competencias de ortografía entre los grados cuarto, quinto y sexto, “perdí” al calificarme la maestra de cuarto Dolores Flores con B en vez de V el nombre propio de vaca, al ver la letra un poco más alta en la primera parte, pero ni remotamente para considerarse B en tan fácil pregunta, sin hacer la aclaración  correspondiente.  
Aparte de otros incidentes similares en el mismo tenor, el siguiente fue muy desconcertante para mí.  
Las autoridades escolares convocaron a un concurso estatal de alumnos de sexto año de primaria, mediante eliminatorias locales y de zonas para un gran final en Guadalajara. Las bases indicaban con claridad que se competiría de acuerdo al desarrollo de calendario del programa de estudios. Con todo, quise  estudiar las clases faltantes del ciclo, pero la directora no lo consideró necesario.      
Llegué a la final en la capital del estado, ganando de calle las etapas locales y regionales.  Los cuestionarios de todas maneras traían preguntas de las lecciones finales no estudiadas, que no obstante, pude contestar con algunas dudas obvias.  Al pedir aclaraciones al inspector de zona, no obtuvo o no quiso mostrar los listados de las calificaciones en cuya revisión había participado; concretándose a decir,  de manera poco convincente, que había obtenido el cuarto lugar a unos cuantos puntos de los ganadores. Supimos luego que los agraciados tres primeros lugares no eran tan aplicados, pero sí familiares y recomendados especiales de sus respectivas presidencias municipales.  
El entonces presidente de Atotonilco, Dr. Rafael Velázquez, en audiencia con la maestra Felícitas y el que esto escribe, ofreció aclarar las cosas y en un evento especial premiar de todas maneras mi actuación; proponiéndome, a bote pronto, como si tuviera atractivo alguno,  aprovechar una vacante estatal para agente de tránsito, que en lo personal, con todo respeto para dicha ocupación, no me interesaba. No pasó nada. Varios años después, ya como funcionario en Banamex, lo visité en su consultorio médico cerca del mercado Alcalde, en el centro de Guadalajara. A tono olvidadizo primero, pero ya bien identificado el punto, no le quedó más que acordarse de su falsa promesa y comparar favorablemente la diferencia entre su ofrecimiento y lo que había podido obtener con trabajo arduo y eficiente en el banco.  
Desde el primer año escolar, por ayudar, intervine en diversas labores en la escuela; como el manejo de la cooperativa, cobrar los sueldos de los maestros en la oficina de rentas, pequeños arreglos a las instalaciones escolares, y otras cosas.  
En relación al cobro de los sueldos, que lo hacía acompañado de un condiscípulo, en una ocasión al estar repasando visualmente el conteo que nos estaba haciendo el jefe de rentas, que era un hombre muy altanero y autoritario, vi que nos estaba dando de más. No permitió siquiera decírselo y como le urgía salir, prácticamente nos corrió. Afuera en el batiente de una ventana, contra la opinión de mi compañero, que decía que no existía error y que si lo había no lo regresáramos para que se le quitara lo mulo al viejo. Lo obligué a participar en el recuento, y al devolvernos rápido para alcanzarlo y regresarle el sobrante de $110 o 120 pesos, que era mucho dinero a mediados de los cuarentas; nos dio las gracias con un “traigan acá, pendejos” ¡¿Qué habría pasado si en lugar de sobrante hubiera sido faltante!? ¡Todavía estaríamos tratándolo de aclarar!  
Jugábamos volibol en el patio bastante grande de la escuela. En la azotea de la cuadra, que enmarcan las calles Juárez, Jardín Hidalgo, Madero y 5 de febrero, don Benjamín Navarro, propietario del Centro Social Recreativo Atotonilco, que daba frente a 5 de Febrero y que ahora es el restaurante Portofino, mantenía suelta una perra bravísima. Ya empezando a anochecer un día se nos fue la bola al techo y me propuse bajarla, pero mi condiscípulo Francisco Hernández Muñoz se empeñó en acompañarme, cuando yo insistía que el animal podía ver más fácil a dos. La perra, en plena penumbra, que yo veía como un descomunal monstruo, se nos echó encima, tocándole a mi amigo una dentellada profunda en la planta de la mano izquierda, dándose el can por satisfecho, gracias a dios.  
Algunas veces nos íbamos de aventura. Un sábado fuimos a cazar citos por el rumbo de Lagunillas, en la parte alteña del municipio. Son unos pajaritos pequeños, seguramente ya extintos o casi, muy sabrosos, de poquita carne similar a la de las huilotas o torcacitas. Decidimos no llevar nada de comer, porque con la caza tendríamos. Anduvimos en la búsqueda vagando varias horas, y al no encontrar nada, como a las tres o cuatro de la tarde, el hambre que traíamos nos hizo atracarnos de fruta verde de unos guayabos cimarrones chaparros, que encontramos en una hondonada del terreno. Al rato empezamos a tener fuertes retortijones, que nos hicieron dar por terminada la travesía e ir a nuestras casas a comer lo que cada quien pudiera.  
Desde el principio, no obstante ser el obstinado machetero en la escuela, o quizá por ello, hice amistad con varios condiscípulos y muchachos del pueblo, con alumnos de las otras escuelas, algunos mayores de edad, y también con adultos y personas consideradas importantes. Como Víctor Lomelí y Jesús Villagrán en la primera semana, que me invitaron al cine y al boleo respectivamente, que ya mencioné, Gerardo Orozco, Cuco Ocegueda, Juan Diosdado, Felipe Orozco, Ernesto Córdova, Servando Muñiz Hernández, Salvador y Bernardo “Nitos” Mercado, Jesús Valle Vázquez, Adolfo, Norberto y Enrique “Chato” Fonseca Navarro, don Víctor y don Ezequiel González Orozco,  don José González, cuñado de don Víctor, y don Jesús González, concuño, don Bardomiano Mendoza, don Ramón Orozco González, don Alejandro y don José Orozco, Cristóbal Lozano, Ignacio y José “Pepe” Castellanos Flores, don Manuel Navarro Ruiz, don Roberto, Dr. Fernando y Carlos de Alba Hermosillo, y muchos más, que por no mencionar quiero olvidar.  
En los cuarentas la violencia del país todavía tenía sus resabios. En Atotonilco, que era un fuerte imán de concentración de varios lugares, había hechos de sangre, sobre todo los domingos y días festivos. Llegué a oír que domingo que no hubiera muertito no era normal. Tuve un compañero en la escuela que sólo recuerdo su apellido Hernández, que quedó huérfano de esa manera. Me tocó presenciar a escaso un metro el asesinato de uno de los dos hermanos apodados los Chapeteados, dueños de una tienda de abarrotes en la esquina poniente de la calle Bravo y Colón. El hecho fue en la cantina que entonces había en la finca del Mesón de San Cayetano, en Terán esquina con la ahora Dr. Espinosa, donde después, totalmente reconstruido por don Enrique Fonseca Navarro, tuvo un negocio abarrotera su hermano Adolfo, y ahora es la tienda Milano. Iba caminando por la banqueta y el emparejar las puertas abatibles de la cantina, salió el fallecido de espaldas, con un tiro de frente en el cuello casi rosándome, para caer muerto boca arriba en frente de mí.  
En las vacaciones nos íbamos a Garabatos, básicamente a la casa de la abuela materna Emilia, lugar exacto donde nací. Aprovechábamos, sobre todo las largas de verano, para visitar en el mismo rancho a nuestros demás parientes, como  la abuela paterna Francisca Hernández de la Torre, viuda también, con su segunda familia e hijos José, Felipe y Jesús, y su esposo Juan Moreno Ubario, al que siempre le dijimos sólo tío; también a los sí tíos de la Torre de la Torre al lado norte del río, cuyo cauce y parte de las tierras son ahora asiento de la presa que irriga parte del plan del municipio. Destinábamos unos días para ir a Las Hormigas, ya en el municipio de Tepatitlán, a visitar a la tía Julia hermana de mi madre y su, como la nuestra, numerosa familia formada con su esposo Alberto Navarro Navarro; ahí saludábamos también a la familia del tío, primo hermano de mi madre, Ramón Franco  González y su esposa Cayetana Castellanos.  
En una de esas vacaciones, mi primo hermano Manuel “Manuelillo” Gutiérrez Galindo, hijo de mi tía Francisca, con quién llevé una entrañable amistad, más que con ningún otro primo hermano de los más de cien que somos, había comprado una motocicleta  en  Tepatitlán y junto con Leopoldo Navarro Galindo, de la tía Julia, fuimos a recogerla, montados en ella los tres hasta Garabatos, gran parte por caminos de a pie, yo en medio, y ya de noche, con un reflector de pilas en cada mano. En una ladeada de la moto, los rayos de la llanta trasera arrollaron mi pie derecho, con todo y zapato, cortando de tajo la parte talonera, dejándome bastante mal.  
Llegamos entre matorrales y lugares de concentración de ganado. La tía Pachita después de retirarme el desgarrado zapato, me lavó con agua hervida y agua oxigenada, me espolvoreó sulfatiazol y con un trapo limpio me vendó; nada de vacuna antitétano, ni cosa parecida. En un momento confundió un colgajo nervioso del talón con las pajas pegadas, y al darle un tirón, para bien, no pasó de un toque eléctrico que casi me desmaya. Salvo eso, a dormir porque en la mañana del lunes nos esperaban nuestras obligaciones.  
Al regresar a clases a pocos días del accidente, me curaba en Atotonilco de manera similar. No me impedía que diariamente en el recreo y en la salida jugáramos futbol en el jardín hidalgo, nuestra cancha habitual, con pelota de trapos y forro de media. Me enseñé, en consecuencia, a patear mejor con el pie izquierdo, y más si se trataba sólo de penales ante los estrechos marcos paralelos de las canastillas de basquetbol.  
En otras vacaciones, navideñas, acompañé a Manuelillo a Ojo de Agua de Latillas, Mpio. de 
Tepatitlán, a preparar unas tierras con la maquinaria agrícola que había adquirido. Comenzamos con las de un tío abuelo. La comida con él era tan poca y realmente mala que  nos quedábamos con bastante hambre. El segundo día de trabajo a eso de la una de la tarde, antes de comernos lo que llevábamos, compramos con el abarrotero dos sardinas Calmex, refrescos y galletas de soda. No nos ajustó una y, gran error, dejamos la mitad de la segunda para en la noche completar la cena. A partir de las diez u once de la noche estuvimos dando vueltas continuas al corral de la casa, en campo raso, hasta que como a las cinco de la mañana se nos cortó, bendita salud de juventud, la chorrera terrible que traíamos.  
Luego nos cambiamos ahí mismo a unas labores del rico Sr. don Jesús Villa, quien nos trató de maravilla, como si de él sí fuéramos su familia, quien conocía bien a la nuestra. En lo particular le tenía mucha estimación a mi padre. Y quien no, si sus hazañas desde niño eran bien conocidas en la región.  
Para regresarnos de Garabatos a Atotonilco de unas vacaciones navideñas del 47 o 48, Mercedes, José Luis, y yo de unos 11 o 12 de edad, fui a capturar un macho colorado muy manso que se utilizaba como mil usos. Lo reconocí luego entre la manada en el plan o tierras de riego del rancho, que en las aguas ese año no se habían sembrado y se estaban preparando para las siembras de riego de invierno. A la distancia conveniente solté el salitre que llevaba como cebo en mi paliacate, y pronto le puse la soga al cuello al animal.  
El hato se arremolinó disputándose la carnada, y una de las yeguas le dio unas patadas al macho, que empezó a correr alrededor y me arrastró enlazado por la cintura. Logré, de bruces, providencialmente controlarlo unos 25 o 30 metros después. Me causó mucho más susto el ver mi cabeza a escaso un metro de las rocas que las crecientes del río habían arrojado al terreno en el temporal lluvioso.  
En el curso de quinto año, el Sr. Agustín Contreras “El Abuelito”, exjugador del primer esquipo del Club Atotonilco, con la autorización de la escuela, organizó entre nosotros el Club Victoria de fut bol, en el que fui defensa derecho. Como a los tres meses de entrenar, el segundo equipo del Atotonilco, igual con adultos y grandulones como el primero, no nos quería ni ver. El equipo de Fábricas Unidas de Atotonilco, también de adultos pero no tan curtidos,  flamante y apantallador porque estaba muy bien equipado, a diferencia de nosotros que jugábamos unos con guaraches y otros con zapatos del ramo o de vestir, y de uniformes ni en piensos, aceptó a regañadientes “regalarnos” un partido, en vez de dominical, en un día festivo desocupado, creo un 5 de mayo. Dos o tres de sus elementos valentonearon que si les ganábamos dejaban tirados sus zapatos en el tradicional campo Almenas, ubicado entre lo que fue la alameda y el camino a la estación del ferrocarril.  
En el primer tiempo, que eran de 25 o 30 minutos cada uno, nos metieron con burlona facilidad 3 goles. Empezamos el complemento después de la consabida regañada del abuelito, “querían un partido ¿no? pues ahí está, sino ganamos se va a acabar el equipo” Resultó que cuando menos uno de los contrarios, Antonio Valvaneda, abandonó sus herramientas de juego en el campo, ya que les anotamos 5 veces para un contundente 5-3.  
Este club Victoria después desapareció un rato y luego se convirtió en el Independencia, el cual trascendió varios años, también surgió por ese tiempo el Cuauhtémoc, en el que jugó mi hermano José Luis, luego Ramón un tiempo en el resurgido Victoria, de donde pasó a las juveniles del Atotonilco y por último Adolfo en el, ya en liga local, Calzado Pepín. Todos en el mismo puesto de defensa derecho.      
La abuela Emilia tenía en Atotonilco entre sus propiedades, una vecindad en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces Callejón de Santa Rosa, que después le vendió a don Cristóbal Lozano, de la que pronto me encargó el cobro de las rentas. Una parte de los inquilinos, mejor dicho inquilinas, porque me tocaba tratar con las señoras, difícilmente podían, o querían, cumplir su compromiso y me hacían volver y desatinar mucho.  
Para ayudarme en lo económico, principalmente para mis gastos en libros y revistas, cine casi cada vez que se cambiaba de programa, y el alquilar en la plaza en el puesto de don Juan, de Chamacos, Pepines y otras revistas, empecé a lavarle el coche  y hacerle mandados al Dr. José Guzmán Martínez. Discurrí también en hacer saltapericos con garbanzos, clorato (que entonces se adquiría sin control alguno), y raspadura de cerillo, cuyo alcance de producción le vendía a una amiga güera pecosa y robusta que le decían la boxeadora, que manejaba un puesto de su papá también en la plaza. Este negocio duró poco, hasta que a mi hermano José Luis, al tomar a escondidas mi menjurje, que contenía un reley de coche, le explotó a la altura del tórax, destrozándole la mano derecha, en que si no ha sido por el Dr. Guzmán se le amputa, según describo también en el relato respectivo.  
A falta de los truenos, conseguí un trabajo, no muy agradable, que consistía en cargar en el camión comando para carga y pasaje que corría diariamente de Atotonilco a San José de Gracia, con parada en San Francisco de Asís, propiedad de don Antonio Gómez a quien ayudaba su hijo Jesús. Consistía en cargarle al vehículo los cueros frescos, estilando todavía algunos líquidos, que del rastro se enviaban a San José.  
Entre las labores cotidianas que me tocaba hacer en la casa, una era barrer la calle todos los días. Al lado, antes de que cambiáramos ahí la tienda, se le rentaba el local a don Miguel Parra para su sastrería. Uno de sus ayudantes, que le tocaba barrer su parte, a veces nomás aventaba la basura al lado nuestro ya barrido. Un policía maduro, no anciano, que creo le decían el ronco, se encargaba de revisar las calles. Llegó un día a reclamar que no estaba barrido y al decirle que yo había barrido como siempre, me dijo que volviera a barrer, sino me llevaba a la cárcel. Había leído en mis cosas que no se podía allanar una casa si no había orden superior; me alejé un poco del batiente de la puerta y le dije que se pasara por mí, para que viera como le iba. Con todo y su coraje se retiró sin alegar más.  
El recelo que en la población se le tenía al ejército, muy especialmente por sus atropellos durante la revolución cristera, aunque ya hubieran pasado casi veinte años, estaba muy vivo todavía. Por venir del rancho, escenario y testigo de muchas atrocidades, lo sentíamos más, sobre todo yo que había escuchado y luego leído bastante información al respecto. En Atotonilco que siempre tenía presencia militar, cada vez que veíamos un soldado, desde lejos nos cambiábamos a la banqueta de enfrente. Y ellos, que seguramente tenían iguales o similares desconfianzas, se portaban bastante hoscos con nosotros.    
Por mi afán de estudiar y conservar mi primacía absoluta como alumno y la cooperación con las necesidades de la escuela, me traspasaba mucho en la alimentación, llegando a pasarme algunas veces prácticamente sin comer todo el día. De repente en la mesa tumbaba o se me caían los alimentos de la mano. Mi papá se molestaba mucho hasta que cayó en cuenta que estaba enfermo.  
Un doctor  Dali por la calle Obregón y la 34 en el barrio de San Felipe en Guadalajara, me diagnosticó Danza de San Vito y más concretamente la variedad llamada Corea; que se debía a la falta prolongada de alimento y al tren de vida que llevaba. Me recetó una medicina a base de hierro, en suspensión, que recuerdo muy bien que se llamaba Perepar; que me fuera un tiempo al rancho. Así, estuve como niño mimado tres meses con mi tía Amelia, hermana de mi mamá en el rancho El Saucillo, entre Atotonilco y San Francisco de Asís, comiendo como rey y descansando todo el día. Me regresé totalmente recuperado a terminar el año escolar sin tropiezo ni menoscabo alguno en los estudios.  
Otro problema en esta época fue cuando tuvimos que regresar de improviso al rancho Garabatos, donde nací, porque mi papá en un carro de sitio de su propiedad sufrió un accidente catastrófico en viaje a la frontera con E.U.A., quedando sin coche y con deudas importantes. Afortunadamente un admirador suyo tenía ahí preparadas, ya en vísperas de las lluvias, dos labores para siembra de temporal que sembró y cultivó maravillosamente, sin ayuda alguna como era costumbre en él; para regresarnos al inicio del ciclo escolar siguiente, sin daño docente en absoluto. Mi padre, como he dicho en varias ocasiones, era un extraordinario agricultor y con una capacidad de trabajo titánica. Un aspecto singular de este suceso, fue que a falta de vaca, tomábamos leche de cabra, que no era  recomendable.  
Después de este incidente en que mi papá tuvo que deshacerse de un segundo carro de sitio que trabajaba con un chofer, con las deudas del accidente que tenía que pagarle al tío Gabriel hermano de mi mamá, decidió irse como bracero a los E.U.A., que conocía desde que adolescente aún, había emigrado ahí al asesinato de mi abuelo Cipriano en 1923, para hacerse cargo de su familia. Esto lo toco en un relato relacionado.  
Duraba en el norte seis meses de cada año. El patrón del ramo agrícola lo mandaba llamar previamente y con la carta de requerimiento pasaba la frontera con toda facilidad; además de que el productor del campo, lo estimaba mucho. Me enviaba los dólares para los gastos de la casa y los abonos a su cuñado, con quien pronto quedó saldada la cuenta.  
Egresado de la primaria y ya trabajando en La Colmena, tenía muchos problemas con mi hermano José Luis. Le pedí que ya no se fuera porque él y también mis demás hermanos lo necesitaban y no a mí como sustituto. Así, contra su intención de emplearse como cargador en la estación del ferrocarril, que tenía mucho movimiento, me empeñé, con discusiones fuertes incluso, que tomáramos en traspaso la tienda de abarrotes que estaba enfrente de la casa, en Javier Mina y Colón actual, que me ofrecía el Sr. José Trinidad Vázquez, con quien negocié de hecho contra su voluntad.  
Este negocio fue el principal sostén de la familia mucho tiempo. Después lo cambiamos a uno de los locales de donde vivíamos; se lo pasó luego a Ramón mi hermano y éste a mi cuñado Javier Aguirre Villagrán, esposo de María de la Luz. Una vez que disponía del domingo como descanso, en cuanto ingresé a Banamex en junio de 1954, lo suplía cada dos domingos. El otro lo aprovechaba seguido para irme temprano a Guadalajara en autobús, a ver dos funciones dobles de cine, según relato en “Al cine a Guadalajara”.  
En plena fiesta escolar del domingo 21 de junio de 1951, término de la primaria, de improviso se me presentaron cuatro religiosos muy bien ensotanados en café oscuro, diciéndome a boca jarro sin más que iban por mí. Ante mi lógico asombro y falta de antecedentes al respecto, me dijeron que como alumno número uno de la generación, me tenían preparado un destino fabuloso en su organización. 
Con todo y asombro, mi cortedad y enorme timidez, rechacé el ofrecimiento, explicándoles que iba a empezar a trabajar el lunes siguiente, para ayudar en todo lo posible al mantenimiento de la casa, porque éramos muchos y yo el mayor y mi padre no alcanzaba a cubrir lo necesario. Por sus modos, no podían ser más que de la Compañía de Jesús o de los Legionarios de Cristo. La información tuvo que salir de alguna parte. De la escuela, lo más posible, pero la maestra Felícitas Sánchez nunca me dijo nada. Quizá de la parroquia, pero el Sr. Cura José de la Torre Rueda, que me guardaba mucha estimación, sin duda me lo hubiera propuesto. Tal vez haya sido de las librerías jesuitas San Ignacio o Buena Prensa, de las que ya de tiempo era su cliente. En fin, nunca supe quienes me recomendaron, ni más noticias de mis entrevistadores.  

Efectivamente, había conseguido un trabajo eventual en la reconocida empresa citrícola y hortícola Casa Valle, que en lugar de uno duró tres meses, para de inmediato, a fines de  septiembre, ingresar a la abarrotera La Colmena, de la que en muy poco tiempo me hice cargo. Estas ocupaciones también ocupan relatos aparte.

COMPRA DE UN MILKY WAY

Un amigo pudiente me dio a probar un pedacito que con las puntas de los dedos pulgar e índice le cortó al dulce que era la novedad en las tiendas de Atotonilco, allá por fines de 1945 o principios de 1946.  
El apetitoso chocolate costaba como un peso. Yo recibía diez centavos de domingo, pero ya le hacía más o menos semanalmente algunos mandados y le lavaba su coche al Dr. José Guzmán Martínez. Por esos días al comprarle sus cigarros Lucky Strike y otras cosas y dejar reluciente el automóvil del año, me pagó con el cambio que fue de ¡80 o 90 centavos! Otras veces me daba como la mitad, que yo consideraba muy buenos.
Ya tenía para adquirir el antojo tan deseado. Pero tuve que librar, para decidirme a disfrutar el goloso evento solo y sin acompañante, no como un Macario cualquiera del cuento homónimo de B. Traven, una dura batalla de conciencia. Lo que iba a gastar podía servir para mis muy arraigadas aficiones; como el cine, renta de las revistas de monitos Chamaco, Pepin, Paquin y otras en el puesto de don Juan Gómez en la plaza, y algunos de los libros infantiles de Buena Prensa, San Ignacio u otra librería, que solicitaba de la ciudad de México por correo reembolso.
Este producto actualmente comercializado en todo el mundo, fue creado en E.U.A. por Franklin C. Mars, apoyado por su hijo Forrest, a principios del pasado siglo XX y tiene su matriz en el Estado de Virginia. Mars Inc. es también propietaria de las marcas mundiales M&M’s y Snickers entre otras. Cuenta con más de 70,000 empleados e  ingresos del orden de los 30,000 millones de dólares anuales. En México se ubica en Querétaro, Qro.           

LOS MALOSOS DE EL SALVADOR

La propiedad de unas 20 hectáreas de tierras pobres que había adquirido mi padre en el rancho El Salvador en condiciones de abandono total y en las circunstancias especiales que quedaron descritas en el trabajo anterior relacionado, en un lapso verdaderamente corto la había transformado con su trabajo físico personal en terrenos aptos apropiados para diversos cultivos en lo que además de los brazos de mi padre, jugaría un papel importante el agua rodada de muy buena calidad con que contaba en abundancia.
En base a su formidable capacidad de trabajo demostrada desde temprana edad, sembró desde el primer año dos labores (casi 9 Has.) de maíz de temporal en vez de una, combinadas con frijol e inició la preparación de espacios para huertos de naranjos, papayas, caña de azúcar, alfalfa y algunas hortalizas y planteros o almárcigos de cebolla y de chile. El segundo año agregó al terreno de temporal de maíz media labor de cacahuate. De riego en el terreno de maíz y cacahuate alternaba cada dos años trigo y algo de avena y cebada, con agostadero para casi una decena de cabezas de ganado vacuno con que ya se contaba. Sus elementos de labranza eran sólo los tradicionales, ni por asomo cualquier avance mecánico, excepto un poco después, una pequeña aspersora manual para líquidos marca Jas.             
El titánico trabajo sin precedentes y la recia personalidad y honradez de mi padre, originó pronto los ataques de la gente de baja estofa que nunca falta cuando alguien realiza actos destacados y más si estos son en condiciones adversas. Por el contrario desde luego la gran mayoría de los residentes en el rancho reconocían sus méritos.  
Dos hermanos con cuyas familias habían llegado desconocidos al rancho y fincado sus casas rudimentariamente en unos pedregales en las orillas del río chico, colindantes con los terrenos de mi padre, sólo por maldad soltaban por la noche su hato de puercos criollos en los planteros y hortalizas cuyos daños eran irreparables.  
La reclamación correspondiente no tuvo ningún efecto y mi padre de una pedrada ocasionó la muerte de una de las crías. A la mañana siguiente muy a tiempo se presentaron los afectados con el animalito muerto exigiendo de manera muy violenta y amenazante que se les pagará. Con la promesa de que iban a corregir los atropellos, por cierto incumplida, mi padre atendió el reclamo.   
Una de las familias más conocidas que hacía alarde de su presunta primera posición económica y social en el lugar, pero que era más pose que realidad, se dedicó a desacreditar  los logros del extraordinario nuevo vecino, dando opiniones tan descabelladas que incluso se contradecían entre sí. La familia, principalmente yo, éramos objeto de sus majaderías.   
Las rivalidades que fomentaron en la comunidad llegaron varios años después al extremo de los ajustes de cuentas con sus rivales dentro del crimen organizado. En una visita de paso a Garabatos, contiguo al El Salvador, el miembro más comprometido de esta familia que ya andaba muy enredado, a mi padre y a mí ni el saludo nos contestó. 
Las familias de los hermanos don Natividad, don Inés y don Pascual Aceves, así como de don Pascual Barba, don Filemón Abarca, don Crispín Gallardo y las demás que formaban el resto de la población, nos tenían mucha estimación. Los dos últimos tenían negocios de abarrotes y el primero fue luego suegro de Francisco de la Torre Franco primo hermano de mi padre al casarse con su hija Rosario y don Crispín era en paralelo el encargado de la fábrica de tequila del Ing. Barba uno de los hijos del conocido hacendado y charro nacional don Andrés Z. Barba. María Guadalupe hija de don Inés se casó con Julián Morones quien con su mamá doña Pachita y su hermana Piedad había traído al tiempo mi papá de Garabatos como campesino y mediero. 
Como complemento quiero destacar los siguientes sucesos o anécdotas de esta etapa en la que vivimos de mediados de 1939 a todo 1944.  
*Un accidente en que perdió la vida un hijo del Sr. Francisco Orozco de El Ranchito contiguo a El Salvador, que en situación inconveniente se echó encima sobre el tórax el caballo de raza que montaba al forzarlo infructuosamente a pasar el puente rebasado por crecida de lluvia. Don Francisco fue el primer propietario en Atotonilco de la fábrica de tequila Tres Matabueyes que le compró don Julio González Estrada y que al presente es de Casa Cuervo junto con la marca líder Don Julio.
*El regreso de un perro tipo pastor alemán que al reconocerme acompañando a unos arrieros que se lo habían robado más de un año atrás se reintegró con nosotros.
*Una rifa trampeada en la que gané un caballito de sololoy en una lección de catecismo dando el número doce que al oído me había dicho la catequista, una de las hijas de don Filemón Abarca que se interesaba mucho en el tío Alberto hermano menor de mi padre.      
*En la propiedad había una segunda casa, igualmente vieja como la que usábamos, dejada en pie por mi padre junto con varios aguacates criollos en buena producción, por cuyo frente pasaba la zanja conductora del agua, que abarcaba de lado a lado el pequeño rancho. A la altura de la finca debajo de uno de los citados árboles había una desvencijada cruz de madera que señalaba, como en múltiples sitios en la región, el lugar exacto de un asesinato. Mi hermano menor José Luis de escasos tres años discurrió llevársela a mi mamá como provisión de leña, teniendo que repetir el trayecto nazarenil regresándola a su lugar.       

*En dicha casa se guardaba en la tarde noche el caballo que durante el día desempeñaba labores cotidianas. Como mayor de la familia me tocaba trasladarlo a su caballeriza a paso lento para enfriarlo. El umbrío recorrido de una casa a otra era escalofriante si no por los pregonados supuestos fantasmas, si por los aspavientos de las aves nocturnas al removerles su hábitat. Una noche mi hermano mencionado que iba siguiéndome atrás del caballo, por travesura o por los nervios le dio un varazo en el trasero al animal que al reparo me puso de refilón las patas delanteras en la espalda que por suerte no causaron daño. 

EL MACHO COLORADO

En los siguientes años de nuestra llegada a Atotonilco del rancho El Salvador, segunda parte de los cuarentas, pasábamos vacaciones escolares en Garabatos donde habíamos nacido los primeros cuatro de los diez hermanos que fuimos. Entonces todavía vivían ahí, a diferencia de ahora, más parientes tanto de la rama paterna como materna.    
Garabatos es la parte alteña del municipio de Tototlán y en él colindan, las jurisdicciones de éste y Atotonilco y Tepatitlán. Los ranchos contiguos  son el citado El Salvador al sur en lo de Atotonilco, teniendo a un lado La Peñuela y La Uva, donde se encuentra ahora la ganadería brava San Pablo de los señores Martín del Campo, al  venderles la propiedad don Carlos González Estrada. San Ramón, en lo de Tepatitlán, colinda al norte, teniendo cerca en lo que se llama Ciénega, la fábrica de tequila San Matías. Garabatos está más o menos equidistante de las citadas tres cabeceras municipales. En aquel tiempo trasladarse a cualquiera de éstas o a algún otro lugar, se hacía a caballo o a pié. Atotonilco era el lugar al que más se iba y donde se radicaban en aquel tiempo muchas familias de la región.  
Al terminarse un período de las aludidas vacaciones, para regresarnos a Atotonilco a caballo el que esto escribe y José Luis mi hermano, fui al campo en la mañana a traer un  macho muy manso que se utilizaba para menesteres y necesidades como la que se presentaba. Era un animal conocido de toda la gente del rancho y hasta de otros vecinos por su nobleza y docilidad, adecuado para transportar familia y sus pertenencias.  
Tomé para el efecto una ración de salitre en un paliacate y me fui en busca del conocido y viejo macho colorado al terreno o plan de regadío que se extendía enfrente de la casa de mi abuela  materna Emilia González Franco viuda de Manuel Galindo Castellanos. Estos terrenos, junto con los de otros  parientes, fueron cubiertos por el vaso de la presa que muchos años después se hizo  en Garabatos.  
Localicé luego al referido macho dentro de la manada y al oler las bestias el salitre, rápidamente se arremolinaron ante mí. Con toda la facilidad eché al cuello del macho la soga que llevaba y me disponía a llevármelo cuando se agarraron a patadas varias bestias por el salitre que había en el suelo. Antes de darme cuenta me fui arrastrado por el animal que me había enredado la soga por la cintura y jalaba conmigo a toda velocidad por el terreno, que afortunadamente estaba parejo.  
Como rastra humana recorrí un buen trecho de terreno, sin dejar de jalar la cuerda hasta que el mulo en  determinado momento se paró quedando mi cabeza, gracias a Dios, a unos cuantos centímetros de las piedras que las crecientes del río sacaban al terreno de siembra durante la temporada de lluvias. Mi existencia quedó a la misma distancia de terminar o sufrir lesiones de gravedad.  Luego del susto y la enterregada que con el mejor cuidado me sacudí para borrar las evidencias de mi descuido y evitar la segura regañada, ya de regreso guardé al cuadrúpedo en una de las caballerizas  para utilizarlo en el regreso a Atotonilco  que realizamos sin ninguna novedad.         
El traslado no era fácil, aún ahora con mejores caminos a caballo se llevaría varias horas y más al paso mesurado de un mulo. Los riesgos a cambio hoy serían mucho mayores por la inseguridad reinante en el país. A un par de mocosos se pensaría en dejarlos hacer el viaje de una distancia en la que había que pasar seis o siete ranchos vía San Francisco de Asís para luego bajar el punto de destino.