En los siguientes años de nuestra llegada a
Atotonilco del rancho El Salvador, segunda parte de los cuarentas, pasábamos
vacaciones escolares en Garabatos donde habíamos nacido los primeros cuatro de
los diez hermanos que fuimos. Entonces todavía vivían ahí, a diferencia de
ahora, más parientes tanto de la rama paterna como materna.
Garabatos es la parte alteña del municipio de
Tototlán y en él colindan, las jurisdicciones de éste y Atotonilco y
Tepatitlán. Los ranchos contiguos son el
citado El Salvador al sur en lo de Atotonilco, teniendo a un lado La Peñuela y
La Uva, donde se encuentra ahora la ganadería brava San Pablo de los señores
Martín del Campo, al venderles la
propiedad don Carlos González Estrada. San Ramón, en lo de Tepatitlán, colinda
al norte, teniendo cerca en lo que se llama Ciénega, la fábrica de tequila San
Matías. Garabatos está más o menos equidistante de las citadas tres cabeceras
municipales. En aquel tiempo trasladarse a cualquiera de éstas o a algún otro
lugar, se hacía a caballo o a pié. Atotonilco era el lugar al que más se iba y
donde se radicaban en aquel tiempo muchas familias de la región.
Al terminarse un período de las aludidas
vacaciones, para regresarnos a Atotonilco a caballo el que esto escribe y José
Luis mi hermano, fui al campo en la mañana a traer un macho muy manso que se utilizaba para menesteres
y necesidades como la que se presentaba. Era un animal conocido de toda la
gente del rancho y hasta de otros vecinos por su nobleza y docilidad, adecuado
para transportar familia y sus pertenencias.
Tomé para el efecto una ración de salitre en un
paliacate y me fui en busca del conocido y viejo macho colorado al terreno o
plan de regadío que se extendía enfrente de la casa de mi abuela materna Emilia González Franco viuda de
Manuel Galindo Castellanos. Estos terrenos, junto con los de otros parientes, fueron cubiertos por el vaso de la
presa que muchos años después se hizo en
Garabatos.
Localicé luego al referido macho dentro de la
manada y al oler las bestias el salitre, rápidamente se arremolinaron ante mí.
Con toda la facilidad eché al cuello del macho la soga que llevaba y me
disponía a llevármelo cuando se agarraron a patadas varias bestias por el
salitre que había en el suelo. Antes de darme cuenta me fui arrastrado por el
animal que me había enredado la soga por la cintura y jalaba conmigo a toda
velocidad por el terreno, que afortunadamente estaba parejo.
Como rastra humana recorrí un buen trecho de
terreno, sin dejar de jalar la cuerda hasta que el mulo en determinado momento se paró quedando mi
cabeza, gracias a Dios, a unos cuantos centímetros de las piedras que las
crecientes del río sacaban al terreno de siembra durante la temporada de
lluvias. Mi existencia quedó a la misma distancia de terminar o sufrir lesiones
de gravedad. Luego del susto y la
enterregada que con el mejor cuidado me sacudí para borrar las evidencias de mi
descuido y evitar la segura regañada, ya de regreso guardé al cuadrúpedo en una
de las caballerizas para utilizarlo en
el regreso a Atotonilco que realizamos
sin ninguna novedad.
El traslado no era fácil, aún ahora con mejores
caminos a caballo se llevaría varias horas y más al paso mesurado de un mulo.
Los riesgos a cambio hoy serían mucho mayores por la inseguridad reinante en el
país. A un par de mocosos se pensaría en dejarlos hacer el viaje de una
distancia en la que había que pasar seis o siete ranchos vía San Francisco de
Asís para luego bajar el punto de destino.
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