martes, 17 de mayo de 2016

EL MACHO COLORADO

En los siguientes años de nuestra llegada a Atotonilco del rancho El Salvador, segunda parte de los cuarentas, pasábamos vacaciones escolares en Garabatos donde habíamos nacido los primeros cuatro de los diez hermanos que fuimos. Entonces todavía vivían ahí, a diferencia de ahora, más parientes tanto de la rama paterna como materna.    
Garabatos es la parte alteña del municipio de Tototlán y en él colindan, las jurisdicciones de éste y Atotonilco y Tepatitlán. Los ranchos contiguos  son el citado El Salvador al sur en lo de Atotonilco, teniendo a un lado La Peñuela y La Uva, donde se encuentra ahora la ganadería brava San Pablo de los señores Martín del Campo, al  venderles la propiedad don Carlos González Estrada. San Ramón, en lo de Tepatitlán, colinda al norte, teniendo cerca en lo que se llama Ciénega, la fábrica de tequila San Matías. Garabatos está más o menos equidistante de las citadas tres cabeceras municipales. En aquel tiempo trasladarse a cualquiera de éstas o a algún otro lugar, se hacía a caballo o a pié. Atotonilco era el lugar al que más se iba y donde se radicaban en aquel tiempo muchas familias de la región.  
Al terminarse un período de las aludidas vacaciones, para regresarnos a Atotonilco a caballo el que esto escribe y José Luis mi hermano, fui al campo en la mañana a traer un  macho muy manso que se utilizaba para menesteres y necesidades como la que se presentaba. Era un animal conocido de toda la gente del rancho y hasta de otros vecinos por su nobleza y docilidad, adecuado para transportar familia y sus pertenencias.  
Tomé para el efecto una ración de salitre en un paliacate y me fui en busca del conocido y viejo macho colorado al terreno o plan de regadío que se extendía enfrente de la casa de mi abuela  materna Emilia González Franco viuda de Manuel Galindo Castellanos. Estos terrenos, junto con los de otros  parientes, fueron cubiertos por el vaso de la presa que muchos años después se hizo  en Garabatos.  
Localicé luego al referido macho dentro de la manada y al oler las bestias el salitre, rápidamente se arremolinaron ante mí. Con toda la facilidad eché al cuello del macho la soga que llevaba y me disponía a llevármelo cuando se agarraron a patadas varias bestias por el salitre que había en el suelo. Antes de darme cuenta me fui arrastrado por el animal que me había enredado la soga por la cintura y jalaba conmigo a toda velocidad por el terreno, que afortunadamente estaba parejo.  
Como rastra humana recorrí un buen trecho de terreno, sin dejar de jalar la cuerda hasta que el mulo en  determinado momento se paró quedando mi cabeza, gracias a Dios, a unos cuantos centímetros de las piedras que las crecientes del río sacaban al terreno de siembra durante la temporada de lluvias. Mi existencia quedó a la misma distancia de terminar o sufrir lesiones de gravedad.  Luego del susto y la enterregada que con el mejor cuidado me sacudí para borrar las evidencias de mi descuido y evitar la segura regañada, ya de regreso guardé al cuadrúpedo en una de las caballerizas  para utilizarlo en el regreso a Atotonilco  que realizamos sin ninguna novedad.         
El traslado no era fácil, aún ahora con mejores caminos a caballo se llevaría varias horas y más al paso mesurado de un mulo. Los riesgos a cambio hoy serían mucho mayores por la inseguridad reinante en el país. A un par de mocosos se pensaría en dejarlos hacer el viaje de una distancia en la que había que pasar seis o siete ranchos vía San Francisco de Asís para luego bajar el punto de destino.

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