domingo, 27 de julio de 2014

LA COLMENA, LA NARANJA Y OTRAS VACAS

En el rancho El Salvador, municipio de Atotonilco el Alto donde vivimos de 1940 a 1944, teníamos dos vacas para las necesidades de leche familiar. La Colmena de color café oscuro o josco como se les dice en el medio rural, y La Naranja, colorada.     
Las dos eran de raza criolla, la primera con cruza de cebú y la segunda de holandesa; estas últimas mayormente salen pintas de negro y blanco o sólo negro o coloradas y menos, blancas con rojo. Cuernos cortos y curvos hacia adelante los de la josca, y un tanto largos y abiertos hacia arriba los de la naranja. Las dos eran inquietas y juguetonas, por ello difíciles a veces  de manejar y apialar en la ordeña.
Como hijo mayor me tocaba, entre otras cosas, aunque sólo con cinco o seis años de edad, apialárselas a mi papá en las mañanas temprano, o sea, amarrarles las patas traseras, dejar que el becerro les “bajara” la leche amamantándolas hasta donde fuera conveniente y colgarles el crío en el cuello, para que mi papa les exprimiera el producto, dejando un restito para el lactante; después llevarlas a pastar con sus becerros y apartar estos en la tarde para encerrarlos por separado, y en su caso, según las necesidades, darles de comer a ambos grupos, rastrojos al piso o pasturas molidas preparadas en piletas móviles de cantera labrada. 
Los lugares de pastoreo se intercambiaban cada ciclo según estuvieran éstos sembrados o no. Cuando los predios propios no estaban disponibles se llevaban las reses a unos rentados, un tanto distantes. Mi papá me la tenía sentenciada si en el traslado se me metían a lo sembrado.
La pequeña manada se detenía en la puerta al final de la propiedad para salir al camino real. Esta era la clásica puerta cuata rural de madera cuyas dos partes u hojas, enmarcadas con vigas gruesas verticales, y horizontales más delgadas o teleras, de las que dos en el medio, dejaban espacios curvos opuestos más amplios para algunas maniobras, portando en el  ensamble con la contraparte, la tranca o cerradura respectiva.  
Un día a La Colmena entre sus jugarretas, se le antojó aventarme al otro lado antes de abrirles la puerta. Me enganchó y lanzó justo del cinto por el espacio exacto de las teleras centrales mencionadas. Caí al otro lado de pie, afortunadamente ileso, lo que sin más me permitió abrirles a los animales de manera normal. Me repuse rápidamente del susto para proceder a tomar el correctivo necesario ante la traviesa vaca.
Escogí del suelo, donde abundaban, una piedra bola bien redondita, con la que, con el acierto que da la necesidad en el campo, le atiné una pedrada con todas mis fuerzas en uno de sus cuernos, que la hizo revolcarse de dolor en el suelo, pataleando con estridentes bramidos.
Después desconfiado la miraba antes de abrir y ella inclinaba la cabeza haciéndome arrumacos. 

Tocando la ordeña diaria en los terrenos rentados al otro lado del río, una vez a La Naranja se le ocurrió ponerse matrera. Tres o cuatro veces con un número igual de patadas me tumbo al tratar de apialársela a mi padre, quien entonces, después de regañarme, tomo los piales y alcanzó a colgarle con la segunda cuerda el becerro al cuello, pero la endiablada vaca, ya entrada en gastos, reventó la de las patas y desembarazándose fácilmente del becerro, echó a correr cuesta abajo hacia el río, bramando enloquecida.
Mi padre, echando mano rápidamente de una soga de jarcia, no de lazar, o de chavinda como se les decía, sin punto de apoyo alguno, en un atrancón increíble sobre sus talones, enlazó a la lechera por los amplios cuernos hacia arriba que ya mencioné, y la volteó, con todo y pendiente, patas arriba, quedando enterradas sus astas en el engramado compacto del terreno.
Esta hazaña, que muy pocos creerían sin conocer al autor o presenciarla, es absolutamente cierta, como lo fueron otros actos no menos asombrosos de mi padre.               

Antes, cuando le vendió su ganado al tío Rafael, su cuñado, para irnos a vivir a San José de Gracia en 1939 (ver relato), de las tres o cuatro vacas lecheras, criollas, iba una pinta de negro, cruza de holandés, que era nuestra preferida, de primera cría, llamada “La Lucidora” Ésta, después en el rancho Garabatos con varias otras formaba el grupo de ordeña diaria a cargo de Anastasio “Tacho” Sánchez, mediero, campesino y trabajador muy conocido de mi abuela Emilia González Franco, de quien, ya de regreso en el  rancho  El Salvador, era su apialador. La Lucidora, que era bastante productiva de leche, me hacía siempre fiesta al reconocerme desde antes que cambiara de dueño y a Tacho y a los demás causaba mucha admiración.
También ordeñaba a “La Balleta” casi totalmente cebú, muy alta, de varios partos, del color de La Colmena: Estaba ya de añejo, becerro grande a punto del destete; casi nunca se esperaba con las demás vacas y para ordeñarla, si se dejaba bajar al ordeñadero era un triunfo; pues normalmente se largaba a un cerrito cercano. Así que a veces, las más, había que ir a ordeñarla donde se posesionaba, en seco, sin amamantamiento del crío.  Daba muy poca leche, un litro o algo más, pero tan gorda que parecía crema. El producto en un valdecito lo entregaba aparte cuando ya estaban preparando mis tías el demás lácteo para diversos usos, pero, como siempre fui muy lechero, en muchas ocasiones me la tomaba toda en el camino.          

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