domingo, 27 de julio de 2014

LA TÍA

Se me ocurrió ese domingo en la mañana, con mi cántara de leche de diez litros en la espalda ya llena, después de haber recogido el contenido en la casa de mi abuela materna, como me tocaba hacerlo cada ocho días, desviarme un poco para saludar a mi padrino de confirmación esposo de una hermana de mi madre; que al fin no me entretendría mucho para llegar a tiempo con el encargo de regreso al rancho donde vivíamos, a fin de que mi papá pudiera vender afuera del templo, antes y después de la misa acompañados del lácteo, los camotes tatemados horneados desde el sábado en la noche, que aprovisionaba del rancho San Isidro cerca de Tototlán.
Eran como las nueve y la tía como que apenas se había levantado, siendo que en los ranchos a esa hora ya se habían hecho los quehaceres matutinos incluyendo el almuerzo o desayuno. Vi luego que no andaba de buenas, lo que no era raro y si casi su costumbre y más con nosotros los de la casa de su hermana y de un cuñado que en todo momento había dado sobradas muestras de caballerosidad y hombre de trabajo como ningún otro ahí y en los alrededores. Todos coincidían que a esta pariente no había que hacerle mucho caso.
-¿A qué viniste?
-Buenos días tía, vine a saludarles.
-Tu padrino no está, salió temprano a sus quehaceres. No tienes que andar viniendo, ustedes no son nada y nosotros mucho. Tu con todo y que andas haciendo mandados de gente grande no vas a pasar de ahí; todos van a seguir siendo medieros y arrimados, aunque tu papá trabaje tanto y ya tenga su tierra y otras cosas. Los patrones como mi marido y como lo fueron mi padre y mi suegro, serán siempre los que manden y todos los demás a obedecer. (En relatos al caso detallo algunos de los defectos del primero y tercero de estos personajes).
Cuando terminó su aún más largo rosario de ofensas, yo con mis seis o siete años de edad, ya había salido de su casa, con un nudo en la garganta que físicamente me impedía hacer nada que no fuera soltar el llanto. Me sentía el ser más infeliz del mundo.
Mi padre recién casado había aceptado colaborar en el creciente rancho de su suegro viviendo con mi madre en la casa paterna poco más de un año, por lo que nací en la casa grande de la que podía considerarse ya una hacienda. Su participación fue por demás  significativa no obstante el corto tiempo. Dejó voluntariamente el cargo, entre otras cosas por las sinrazones de mi abuela, como la falta de apoyo contra una queja injusta de un tío carnal enormemente rico de mi abuelo, al encontrar una de sus yeguas mezclada con las otras bestias, trillando en la era la cosecha de trigo a cargo de mi papá, que desconocía la procedencia del animal. 
A la muerte del abuelo el rancho quedó a cargo de su viuda con una familia de diez hijos, ocho mujeres y dos hombres, la mayor ya casada, al igual que mi madre, y la tercera viuda   recién casada de vuelta a la casa materna. El apoyo de mi padre para sus dos cuñados, principalmente en áreas de trabajo, fue muy importante. Todo mundo reconocía en esto y en el manejo del rancho el trabajo sobresaliente de mi padre. Nada de arrimado ni cosa parecida.
Al ir a cumplir los nueve años y yo el mayor de seis hermanos, mi padre decidió vender su  por demás próspero pequeño rancho, para darnos escuela en Atotonilco, que era en los cuarentas todavía uno de los principales municipios estatales.
Así, llegamos al también llamado Jardín de Jalisco el sábado o domingo 30 o 31 de diciembre de 1944, para entrar el lunes siguiente 1 de enero del 45 a primero de primaria o párvulos, los tres que ya debíamos hacerlo. A la Escuela Primaria Urbana Foránea No. 15 para Niños Benito Juárez, ingresamos mi hermano José Luis y yo, y a la de niñas, también del gobierno, María Mercedes segunda de la familia. Gracias a Dios ocupé en la escuela plenamente el primer lugar en los seis ciclos y obtuve otras distinciones que por salirse del tema central de este relato, los toco en otros. El fin de cursos fue el viernes 22 de junio de 1951.
En ese tiempo muchas familias del campo nos íbamos a los medios urbanos buscando, aparte de escolaridad, participar en los cambios que estaba teniendo el país, y Atotonilco era un lugar amigable y más apetecible que otros, y un imán de importancia para diversas actividades. Buena parte de estas familias, si su situación económica lo permitía,  manejaban desde ahí con encargados sus propiedades rurales, siendo más fácil si no estaban muy retiradas. La tía y su familia, sin enajenar tierras ni mayor cosa, también emigraron después a este lugar. No era el caso de nosotros que teníamos que depender del trabajo personal de mi padre en labores que desconocía, rechazando más de una oferta para administrar ranchos cercanos. Dijo siempre que no quería saber más del campo, siendo un verdadero experto en su manejo.          
La abuela nos alojó en su casa que para la familia había comprado y reconstruido el abuelo siete u ocho años atrás. Esta finca finalmente fue después de manera parcial la principal herencia de mi madre. Ocupamos temporalmente parte de la planta baja, compartiéndola un tiempo con un matrimonio y su hijo, con quienes nos llevamos muy bien. En la planta alta siguió viviendo un matrimonio mayor que igualmente nos estimaban mucho. Se dejó siempre disponible para los parientes de visita, la recámara principal que daba a la calle. Mi madre, con el poco o casi nulo apoyo que le podíamos dar, se las arreglaba muy bien para atender la casa y los frecuentes visitantes que, a veces, llevaban algo de sus casas.    
Las visitas servían para mantener una buena relación con la parentela. En buena parte mi abuela y el tío Gabriel, que se hacía cargo absoluto de la masa patrimonial, reconocieron de alguna manera los méritos de mi padre. Se decía que también influyó algo el deseo de mi abuela de ayudarme como ahijado primogénito. La abuela era propietaria así mismo de una vecindad grande en la calle principal, que al tiempo vendió, en la que los inquilinos mal pagaban sus rentas cuando y como querían, y algunos de plano no pagaban. Me encomendó su manejo que hice de la mejor manera, con las consecuentes broncas con los morosos.
La casa de la tía al trasladarse a Atotonilco estaba precisamente enfrente de la vecindad. No faltaron enseguida sus opiniones tendenciosas acerca de mi trabajo. Otra de sus mezquindades fue achacarme que me hubiera cambiado el nombre, cuando perfectamente sabía que al inscribirme en la escuela se había hecho correctamente con mis dos nombres y no sólo con el segundo con el que se me identificaba (referencia el relato Llámenle sólo Jesús) Por ahí del 53 o 54 mi padrino puso a mi nombre unos terrenos rústicos, que si en algún momento muy remoto haya pensado heredarme, igual de lejos estaba que yo abrigara alguna esperanza, y menos que le fuera a hacer alguna reclamación. Se trató de una maniobra para protegerse de las amenazas del reparto agrario. Durante mi noviazgo con quien sería esposa, y aún después de casados, todo el tiempo estuvo de metiche, ocupándose de criticar el proceso de nuestra relación e inventando una bola de chismes. 
En 1963 en pleno despegue de mi carrera bancaria como funcionario en Tepic, Nay., me preguntó si estaba de acuerdo en regresar la propiedad a su estado anterior. No me costó caer en cuenta que lo hacía a consejo de su esposa, ya que “el león piensa que todos son de su condición”, no fuera a ser que ya casado viera alguna forma, desde luego moralmente ilícita que no haría, para tratar de apropiarme las tierras. El enviado del notario de Atotonilco para el trámite, seguramente ya tenía en la bolsa el boleto del autobús en que llegó al día siguiente muy temprano para firmarle.
La tía no pocas veces tuvo que pagar las consecuencias de sus actos. De soltera era objeto de bromas principalmente del sexo opuesto, como extenderle a lo ancho del camino real una enorme víbora alicante recién muerta, al regresar a Garabatos de la misa dominical del rancho El Salvador en donde nosotros vivíamos. En otra ocasión dentro de los constantes pleitos entre hermanas que ella seguido provocaba y que llegaban a ser muy violentos, una tarde dejó maltrecha casi desnuda a la más pacífica de sus hermanas. Una de las más chicas pero más fuerte y nada dejada, entró al quite dejándola sentada en la olla aún bastante caliente del nixtamal para las tortillas del día siguiente.
Una noche cuando estábamos jugando burro castigado a un primo y yo, de repente como loca nos agarró a varazos, y nos la cobramos encerrándola al día siguiente en una de las recámaras, y al escándalo que armó intervino la abuela recriminándonos. Otra vez por andar de chirota en el trigal que estaba recién regado, contra las indicaciones de los peones, al brincar sobre una chilacayota de las que junto con calabazas brotan eventualmente en la siembra, muriéndose casi del susto al enlazarle las piernas una culebra prieta chirrionera.                
Después fueron cosas más serias. La hija mayor segunda del primogénito, le reprochó violentamente su oposición y amenazas de desheredarla si se casaba con su novio hijo de madre soltera, siendo que ella había tenido a su hermano de gestación completa a los siete meses de casada sosteniendo siempre que era sietemesino. Murió de enfermedades crónicas que había contraído, a una edad bastante menor que las de sus hermanas. 

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