viernes, 25 de julio de 2014

CÓMO ENTRÁBAMOS AL CINE SIN PAGAR

El cine Atotonilco o Gran Teatro Cine Atotonilco, propiedad del hijo político más famoso del pueblo don Margarito Ramírez, se inauguró, si mal no recuerdo, en las fiestas patrias de 1945. El acontecimiento causó gran expectación local y en lugares vecinos, asistiendo muchos invitados a la elegante Avant Premiere de Cuéntame tu vida, de Alfred Hitchcoock,  con Ingrid Bergman y Gregory Peck.
El costo de las entradas fue bastante elevado ese día y ordinariamente también en las  siguientes funciones. Al reducirse la asistencia esperada, el acaudalado propietario tuvo que instruir al encargado de su nuevo negocio, don Pedro Valle Macedo, bajarse al nivel del antiguo cine Ideal, propiedad de don Manuel Navarro Ruiz, que a principios del 46 tuvo que cerrar con el pesar de muchos aficionados. Ya sin competencia volvió a incrementarlos, aunque no en los niveles originales porque el mercado no lo aguantaba. Para parroquianos tan frecuentes con serias carencias económicas como yo, los costos estaban fuera de alcance.  
Fue cuando echamos mano de una solución inmejorable: ¡Entrar sin pagar! El elegante nuevo cine, como todo negocio del ramo que se preciara, tenía dulcería propia, pero este gran negocio colateral de los cines modernos, estaba en este caso independiente de la zona de ingreso.
Los espectadores pedían permiso en los intermedios de cada película para salir a comprar. No se daban contraseñas para reingresar a la función; tal vez porque no tenían tiempo suficiente al agolpárseles la gente que salía o porque no se les ocurrió.  
Poniéndose atento, sin dejarse ver previo a las salidas en el área de entrada, nos metíamos revueltos en  la bola que reingresaba; y aún nos llegamos a aventurar entrando solos comiendo o con algo en las manos, dando sólo el casi infalible "gracias señorita".
Haciendo nuestra hazaña en el primer intermedio veíamos la función completa de dos películas, ya que después del segundo repetían la primera. No nos importaba que esto nos desvelara, acostándonos en estas suertudas noches cineras por ahí de las once de la noche. 
Como era de esperarse, el sistema de engaño que seguramente no lo era tanto, en algún momento tenía que fracasar. Acompañado de uno de mis amigos, nos detuvo y amedrentó con especial encono en una función de los jueves de estreno, en pleno instante del “gracias señorita”, un inspector comisionado muy celoso de su deber. El bochornoso incidente nada privado erradicó de tajo esta manera clandestina de ver cine.  
La encargada de la entrada era la señorita Hermelinda Orozco González, hermana de don Ramón, conocido hombre de negocios de Atotonilco en el ramo de refacciones automotrices, con cuya familia mantuve siempre una larga amistad. Seguramente  la engañamos muy poco entrando sin boleto y por pena, más que la nuestra, no ponía en evidencia nuestra nada legal forma de entrar cuando no traíamos dinero. Quizás haya tomado en cuenta que muchas veces sí pagábamos. Mi pasión por el cine lejos de reducirse por el incidente permaneció intacta y más conforme fui conociéndolo por los demás medios. 
Para costearme ésta como otras dos grandes aficiones que había adquirido con similar pasión: el alquiler de las revistas de cómics o monitos y la compra de otras publicaciones  y libros, tuve que buscar otras fuentes de ingresos para reforzar los inseguros del lavado de coches y mandados. 
Me puse a fabricar saltapericos o truenos, con garbanzos envueltos en una mezcla húmeda de clorato y raspadura de de cerillos y papel de china. Se los vendía, a toda mi capacidad de producción, a una amiga que tenía un puesto en la plaza a la que le decíamos la boxeadora. El negocio para mi mala suerte no duró, pues en un infortunado accidente casi le cuesta una mano a mi hermano José Luis, al explotarle a la altura del abdomen el reley de coche en que yo preparaba el material. El sentido de culpa que me acarreó el asunto es materia de otro relato.  
Entonces conseguí un trabajo, por cierto no muy agradable, que consistía en cargar y subir atados de cueros frescos del rastro, a un camión comando que llevaba pasaje todos los días de Atotonilco a San Francisco de Asís y San José de Gracia y viceversa. Estos camiones eran aquellos que usaron los gringos en la Segunda Guerra Mundial y enviaron después como desecho a México, siendo acá muy útiles para transporte de pasaje y carga en brechas y lodazales.
De las muchas películas que vi en el año de fines de 1945 al de 1946, varias fue sin pagar la entrada, como Cuéntame tu vida, la de la inauguración en reposición posterior; Días sin huella, con Ray Milland y Jane Wyman; La diligencia, con John Wayne; Qué verde era mi valle, con Maureen O'Hara; Casablanca, con Humphrey  Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid y Claude Rains; La gran ilusión, con Jean Gabin; Lo que el viento se llevó, con Clark Gable, Vivien Leight, Leslie Howard y Olivia de Havilland; Roma, ciudad abierta, con Anna Magnani; El ladrón de Bagdad, con Sabú; El mago de Oz, con Judy Garland, etc. 
Mexicanas:  la serie Las calaveras del terror, con Pedro Armendariz y los hermanos Tito y Víctor Junco; Flor silvestre y María Candelaria, ambas con Dolores del Río y Pedro Armendariz; Doña Bárbara, con María Félix, Julián Soler y María Elena Marquez; Nosotros, con Ricardo Montalbán y Emilia Guiu; La barraca, con Domingo Soler; con Jorge Negrete y Gloria Marín, ¡Ay Jalisco, no te rajes!, Canaima, Carta de Amor e  Historia de un gran amor; Un día con el diablo y Ahí está el  detalle, con Cantinflas; Rayando el sol, con Pedro Armendariz, María Luisa Zea y David Silva; La perla, con Pedro Armendariz y María Elena Marquez; Campeón sin corona, con David Silva. Así como algunas francesas, italianas y españolas.    

No hay comentarios.:

Publicar un comentario