Estando sus dos hermanas, María y Estela, ya en edad de noviazgo, en una ocasión se presentaron en la casa materna dos pretendientes, quienes por la distancia recorrida que denotaban sus caballos, iban de lejos y seguramente con buenas intenciones.
Al avisarle alguien a mi padre de la presencia de los pretendientes, dejó sus labores de campo un poco antes para hacerse presente en su casa. La parquedad y pocas palabras y el uso acostumbrado de monosílabos en el hablar de mi papá, mantuvo distraídos a los dos sujetos a quienes la impresionante y fuerte personalidad del señor de la casa, mantenía cohibidos e indecisos a los visitantes para expresar el objeto de su visita.
Llegada la hora de pasar a la mesa, sin para nada la comparecencia de las hermanas, mi abuela Francisca Hernández de la Torre al queso de adobera de mucha estima que se acompañó a la comida, mi papá en cada momento que podrían aprovechar para soltar su misiva los huéspedes, les espetaba “pónganle queso, señores” teniendo que despedirse a la postre sin manifestar su intención, pero sí con sus panzas repletas de queso adobera de la mejor calidad.
El noviazgo o cortejo del género femenino en la región central del país, y muy marcado en Los Altos jaliscienses, era motivo de impedimento y hasta de escarnio para los cortejantes por la familia, y a veces de parientes, de las muchachas a enamorar. Se tomaba como una cuestión de honor y conservación de la honra dentro del tradicional machismo regional mexicano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario