martes, 29 de julio de 2014

AMENAZA CUMPLIDA

En un pequeño e incomunicado pueblo del sur del Estado, conforme al dicho,  lugar dejado de la mano de dios, manejaba las cosas a su antojo con la ley del más fuerte, el cacique correspondiente, como en muchos otros lugares similares de la entidad y el país.   
Ahí, don Darío Ramírez era la encarnación típica de este personaje. Tenía junto con mucha riqueza, comprobada fama de hombre implacable, violento y mujeriego. En los negocios y muchas cosas, obraba siempre con ventaja, valido de su prepotencia y fortuna material. Sus malos instintos identificaban sus principales actos.  
Rosario era una hermosa mujer, casada con Santiago Sánchez, campesino y mediero, para su desgracia, de don Darío. Éste pretendía a la esposa con resultados repetidamente negativos. Valiéndose de artimañas infames, logró al fin hacerla caer, en lo que intervino, como casi siempre sucede en estos casos, una alcahueta del pueblo. La bella mujer se negó firmemente a tener nuevas relaciones con el patrón, por lo que éste inició un acoso feroz del más variado tipo en contra de los esposos, que no era desconocido por la comunidad.  
En el término normal nació una niña fruto de la villanía del cacique.  El esposo ofendido  desapareció unos meses antes, no volviéndose a saber más de él. Unos, sin comprobarlo, decían que se había ido lejos donde ya tenía otra familia. Otros, que lo encontraron luego de su partida tirado en un barranco cercano. El potentado siguió pretendiendo de manera tenaz a la viuda.  
En lugar tan pequeño, tenían que verse las caras víctima y victimario de alguna manera.  En un convivio familiar, en que por enésima vez quiso el malandrín hacer de las suyas, unos invitados de Guadalajara, que no temían represalias del agresor, impidieron que llevara a cabo sus intenciones, siendo tal el enojo que profirió ferozmente amenazas de muerte, que en la primera oportunidad cumpliría contra Rosario.  
No tardó en encontrar la ocasión. Rosario al quedar sola, se ayudaba económicamente confeccionando ropa a las mujeres del pueblo que se lo requerían. Por sus penurias había visto un tanto mermada su salud. De visita a una de sus clientas para entregarle unos vestidos, coincidió que ahí se encontraba el odioso abusador, en compañía de otras personas. Quizá con la complicidad de la dueña de la casa, con quien la recién llegada había ido a una recámara a probarle una de las prendas, don Darío vertió en la taza del té de Rosario, que a todos les habían servido, una fuerte dosis de laúdano, que a las pocas horas le quitó la vida a la desdichada mujer, en el lecho de su casa.  
Con la ayuda de una de las asistentes en la reunión fatal que la había acompañado, mandó llamar de urgencia al señor cura del pueblo, que era su padrino al igual que de Margarita su hija de unos cuantos meses de edad. Después de la confesión y recibir los demás auxilios religiosos en artículo de muerte, le entregó y encargó mucho a la niña, y con el testimonio de la vecina presente, acusó al culpable de su desgracia.  
El pueblo indignado pretendió hacer justicia por mano propia. Secuestró al malhechor y después de inmovilizar a sus principales achichincles, pretendían colgarlo de una de las arcadas de la casa grande de su propiedad. Suplicaba piedad, como sucede generalmente a estos tipos cuando les llega la soga al cuello. El señor cura impidió el linchamiento con ayuda de algunas personas respetables del pueblo.  
La turbamulta le advirtió al rufián que si seguía en las mismas, después de darle una paliza, lo castrarían antes de ahorcarlo. La amonestación no sirvió de nada, el sujeto no dejó de satisfacer sus apetitos. Castigó rabiosamente a varios de los atentadores. Además, con renovada voracidad aumentó sus tranzas de agio, acaparador de tierras y ganados, puestos políticos y otras ambiciones, haciéndolo más temible y poderoso.  

Al tiempo, cerca de su fin, enajenado, veía fantasmas en todas partes queriéndolo envenenar. Murió abandonado como un Pedro Páramo de tercera, de más de ochenta años de edad. Sus hijos, varios de ellos medios hermanos, algunos venidos de otros lugares, acudieron más por interés de la herencia que por afecto. Como buenos hijos de hiena, ya se estaban disputando los bienes aún sin terminar el sepelio.   

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