En un pequeño e incomunicado pueblo del sur del
Estado, conforme al dicho, lugar dejado
de la mano de dios, manejaba las cosas a su antojo con la ley del más fuerte,
el cacique correspondiente, como en muchos otros lugares similares de la
entidad y el país.
Ahí, don Darío Ramírez era la encarnación
típica de este personaje. Tenía junto con mucha riqueza, comprobada fama de
hombre implacable, violento y mujeriego. En los negocios y muchas cosas, obraba
siempre con ventaja, valido de su prepotencia y fortuna material. Sus malos
instintos identificaban sus principales actos.
Rosario era una hermosa mujer, casada con
Santiago Sánchez, campesino y mediero, para su desgracia, de don Darío. Éste
pretendía a la esposa con resultados repetidamente negativos. Valiéndose de
artimañas infames, logró al fin hacerla caer, en lo que intervino, como casi
siempre sucede en estos casos, una alcahueta del pueblo. La bella mujer se negó
firmemente a tener nuevas relaciones con el patrón, por lo que éste inició un
acoso feroz del más variado tipo en contra de los esposos, que no era
desconocido por la comunidad.
En el término normal nació una niña fruto de la
villanía del cacique. El esposo
ofendido desapareció unos meses antes,
no volviéndose a saber más de él. Unos, sin comprobarlo, decían que se había
ido lejos donde ya tenía otra familia. Otros, que lo encontraron luego de su
partida tirado en un barranco cercano. El potentado siguió pretendiendo de
manera tenaz a la viuda.
En lugar tan pequeño, tenían que verse las
caras víctima y victimario de alguna manera.
En un convivio familiar, en que por enésima vez quiso el malandrín hacer
de las suyas, unos invitados de Guadalajara, que no temían represalias del agresor,
impidieron que llevara a cabo sus intenciones, siendo tal el enojo que profirió
ferozmente amenazas de muerte, que en la primera oportunidad cumpliría contra
Rosario.
No tardó en encontrar la ocasión. Rosario al
quedar sola, se ayudaba económicamente confeccionando ropa a las mujeres del pueblo
que se lo requerían. Por sus penurias había visto un tanto mermada su salud. De
visita a una de sus clientas para entregarle unos vestidos, coincidió que ahí
se encontraba el odioso abusador, en compañía de otras personas. Quizá con la
complicidad de la dueña de la casa, con quien la recién llegada había ido a una
recámara a probarle una de las prendas, don Darío vertió en la taza del té de
Rosario, que a todos les habían servido, una fuerte dosis de laúdano, que a las
pocas horas le quitó la vida a la desdichada mujer, en el lecho de su casa.
Con la ayuda de una de las asistentes en la
reunión fatal que la había acompañado, mandó llamar de urgencia al señor cura
del pueblo, que era su padrino al igual que de Margarita su hija de unos
cuantos meses de edad. Después de la confesión y recibir los demás auxilios
religiosos en artículo de muerte, le entregó y encargó mucho a la niña, y con
el testimonio de la vecina presente, acusó al culpable de su desgracia.
El pueblo indignado pretendió hacer justicia
por mano propia. Secuestró al malhechor y después de inmovilizar a sus
principales achichincles, pretendían colgarlo de una de las arcadas de la casa
grande de su propiedad. Suplicaba piedad, como sucede generalmente a estos
tipos cuando les llega la soga al cuello. El señor cura impidió el linchamiento
con ayuda de algunas personas respetables del pueblo.
La turbamulta le advirtió al rufián que si
seguía en las mismas, después de darle una paliza, lo castrarían antes de
ahorcarlo. La amonestación no sirvió de nada, el sujeto no dejó de satisfacer
sus apetitos. Castigó rabiosamente a varios de los atentadores. Además, con
renovada voracidad aumentó sus tranzas de agio, acaparador de tierras y
ganados, puestos políticos y otras ambiciones, haciéndolo más temible y
poderoso.
Al tiempo, cerca de su fin, enajenado, veía
fantasmas en todas partes queriéndolo envenenar. Murió abandonado como un Pedro
Páramo de tercera, de más de ochenta años de edad. Sus hijos, varios de ellos
medios hermanos, algunos venidos de otros lugares, acudieron más por interés de
la herencia que por afecto. Como buenos hijos de hiena, ya se estaban
disputando los bienes aún sin terminar el sepelio.
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