Tendrá unos setenta y tantos, a lo mejor
ochenta; se ve que fue una mujer hermosa, con todo y que su físico esté
maltratado. Denota un carácter distinguido y de mujer de mundo. Al salir al
pasillo de su puesto de comida en el mercado municipal, sus pies vendados
ocultan várices y otros padecimientos añosos; no obstante atiende ágil y
diligente a la clientela, y si ésta no existe, siempre está ocupada preparando
algo.
El hombre que la auxilia en el manejo del
negocio, es bastante menos viejo; unos cincuenta y cinco, sesenta. Es un hombre
robusto, chaparro y de rasgos indígenas. Renquea. Pudo haber sido soldado o
cargador; su devoción a la señora, luego se ve que es muy especial.
En los cuarentas del pasado siglo veinte, la
casa de “La Canica” era una de las más socorridas por los parroquianos
pudientes y distinguidos. Las no más de diez muchachas que ahí trabajaban, a
diferencia de las otras casas de diversión del lugar, eran elementos más
distinguidos en el medio; bien capacitadas y entrenadas por su patrona, Doña
Martina, para departir y convivir con su clientela local y de lugares vecinos;
seleccionada de manera rigurosa por la dueña.
Elena Robles era la adquisición más reciente de
la casa. Llegó ahí aferrándose a lo que consideró, como varias de las demás
muchachas, una tabla de salvación a sus desgracias. Un ingeniero de caminos,
medio pariente, la había deslumbrado y engañado, en lo que mucho tuvieron que
ver las facilidades de su mamá. Con la desgracia encima, tanto la propia
familia, como la del novio que tenía, al no querer pasar ninguna el trago
amargo de la deshonra, dejaron a la infeliz muchacha deslizarse en el barro de
la prostitución.
El pretendiente, cuando sucedieron los hechos,
ya tenía rato disputando el noviazgo con un subteniente del destacamento militar asentado
en el lugar. En una boda al calor de las copas y más de la condición en que
andaban, llegaron a las manos y a las armas, tocándole perder la vida al
teniente y al novio la tierra. Las insistencias de algunas de las pupilas de la
canica acabaron convenciendo a Elena para ingresar al lenocinio.
Las cosas, sí se puede decir así, iban
saliendo. El nuevo manjar de la casa de citas era apetecido por muchos de los
clientes; pero no cualquiera lo obtenía. La muchacha se manejaba con ciertas
normas que muchos no llenaban. La señora de la casa conoció luego los buenos
sentimientos de su nueva pupila, pero también conocía bien las posibilidades
económicas de su negocio, y obviamente, lo que cada muchacha y cliente podía dejarle.
Uno de ellos se encaprichó de Elena. Era
bastante violento y medio loco con copas. En una ocasión juró que Elena se las
iba a pagar por haberse negado a acompañarlo, llevándose esa vez a varias
muchachas al mismo tiempo, a quienes hizo vejaciones terribles que prometió
repetir en la compañera de éstas.
En la temida como esperada siguiente visita del
pelafustán, su objetivo era ensañarse con Elena. La matrona de la casa trató
enérgicamente de disuadirlo; al no lograrlo le pasó a escondidas a su pupila
una pequeña pistola calibre 25, para que en última instancia se defendiera del
rufián. Éste se la llevó a una de las habitaciones y la mancilló desaforadamente
hasta dejarla exhausta; para enseguida continuar golpeándola furiosamente. La
víctima se defendía infructuosamente, devolviendo algunos golpes, que hicieron
que el agresor, más enfurecido, tomara su pistola de la ropa que había dejado
en una silla. Elena se le anticipó disparando mortalmente con la pequeña
pistola que había escondido debajo de la almohada.
En el juicio, si se pudo llamar así la farsa que
se hizo, de nada valieron las declaraciones de descargo de la patrona, sus
demás pupilas y el mozo de la casa, un jovencito que había causado baja del
ejército a unos meses de su ingreso, por una herida en combate. La familia de
Elena no prestó mayor ayuda, y la del occiso presionó con dinero e influencias
para que se castigara a la acusada con
los veinte años de sentencia que entonces se daba por homicidio. El mozo fue la
única persona que la visitó y ayudó durante su condena.
Al salir de la prisión en los sesentas, Elena
trabajó como sirvienta en varias casas y en la última el dueño, funcionario municipal,
a quien le gustaba su arte culinario, le consiguió un puesto en el mercado
municipal, que hasta la fecha maneja, ayudada por el fiel mozo que ha sido su
apoyo y pareja desde su encarcelamiento.
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