martes, 29 de julio de 2014

UNA HISTORIA COMO TANTAS

Tendrá unos setenta y tantos, a lo mejor ochenta; se ve que fue una mujer hermosa, con todo y que su físico esté maltratado. Denota un carácter distinguido y de mujer de mundo. Al salir al pasillo de su puesto de comida en el mercado municipal, sus pies vendados ocultan várices y otros padecimientos añosos; no obstante atiende ágil y diligente a la clientela, y si ésta no existe, siempre está ocupada preparando algo.  
El hombre que la auxilia en el manejo del negocio, es bastante menos viejo; unos cincuenta y cinco, sesenta. Es un hombre robusto, chaparro y de rasgos indígenas. Renquea. Pudo haber sido soldado o cargador; su devoción a la señora, luego se ve que es muy especial.  
En los cuarentas del pasado siglo veinte, la casa de “La Canica” era una de las más socorridas por los parroquianos pudientes y distinguidos. Las no más de diez muchachas que ahí trabajaban, a diferencia de las otras casas de diversión del lugar, eran elementos más distinguidos en el medio; bien capacitadas y entrenadas por su patrona, Doña Martina, para departir y convivir con su clientela local y de lugares vecinos; seleccionada de manera rigurosa por la dueña.  
Elena Robles era la adquisición más reciente de la casa. Llegó ahí aferrándose a lo que consideró, como varias de las demás muchachas, una tabla de salvación a sus desgracias. Un ingeniero de caminos, medio pariente, la había deslumbrado y engañado, en lo que mucho tuvieron que ver las facilidades de su mamá. Con la desgracia encima, tanto la propia familia, como la del novio que tenía, al no querer pasar ninguna el trago amargo de la deshonra, dejaron a la infeliz muchacha deslizarse en el barro de la prostitución.   
El pretendiente, cuando sucedieron los hechos, ya tenía rato disputando el noviazgo con  un subteniente del destacamento militar asentado en el lugar. En una boda al calor de las copas y más de la condición en que andaban, llegaron a las manos y a las armas, tocándole perder la vida al teniente y al novio la tierra. Las insistencias de algunas de las pupilas de la canica acabaron convenciendo a Elena para ingresar al lenocinio.  
Las cosas, sí se puede decir así, iban saliendo. El nuevo manjar de la casa de citas era apetecido por muchos de los clientes; pero no cualquiera lo obtenía. La muchacha se manejaba con ciertas normas que muchos no llenaban. La señora de la casa conoció luego los buenos sentimientos de su nueva pupila, pero también conocía bien las posibilidades económicas de su negocio, y obviamente, lo que cada muchacha y cliente  podía dejarle.      
Uno de ellos se encaprichó de Elena. Era bastante violento y medio loco con copas. En una ocasión juró que Elena se las iba a pagar por haberse negado a acompañarlo, llevándose esa vez a varias muchachas al mismo tiempo, a quienes hizo vejaciones terribles que prometió repetir en la compañera de éstas.  
En la temida como esperada siguiente visita del pelafustán, su objetivo era ensañarse con Elena. La matrona de la casa trató enérgicamente de disuadirlo; al no lograrlo le pasó a escondidas a su pupila una pequeña pistola calibre 25, para que en última instancia se defendiera del rufián. Éste se la llevó a una de las habitaciones y la mancilló desaforadamente hasta dejarla exhausta; para enseguida continuar golpeándola furiosamente. La víctima se defendía infructuosamente, devolviendo algunos golpes, que hicieron que el agresor, más enfurecido, tomara su pistola de la ropa que había dejado en una silla. Elena se le anticipó disparando mortalmente con la pequeña pistola que había escondido debajo de la almohada.      
En el juicio, si se pudo llamar así la farsa que se hizo, de nada valieron las declaraciones de descargo de la patrona, sus demás pupilas y el mozo de la casa, un jovencito que había causado baja del ejército a unos meses de su ingreso, por una herida en combate. La familia de Elena no prestó mayor ayuda, y la del occiso presionó con dinero e influencias para que se  castigara a la acusada con los veinte años de sentencia que entonces se daba por homicidio. El mozo fue la única persona que la visitó y ayudó durante su condena.  
Al salir de la prisión en los sesentas, Elena trabajó como sirvienta en varias casas y en la última el dueño, funcionario municipal, a quien le gustaba su arte culinario, le consiguió un puesto en el mercado municipal, que hasta la fecha maneja, ayudada por el fiel mozo que ha sido su apoyo y pareja desde su encarcelamiento.      

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