Mi amiga se
decidió por fin a salir de vacaciones una semana con la familia de su única
hija y le ofrecí revisar su casa por aquello de los ladrones, y cambiarles el
agua y la comida a los pajaritos que tenía en una jaula metálica gigante de
varios niveles, así como atender de la misma manera a las dos perritas que
deambulaban en las áreas del lavadero y la azotea de la finca. Programé hacerlo
por la noche el martes, jueves y sábado.
El chequeo
correspondiente al jueves, decidí hacerlo diferente al del martes, en el que en
la mesa de la cocina había hecho un tiradero que no me gustó; así que las
labores descritas las realicé en el lavadero en el traspatio de la cocina, pero
al abrir la puerta del pasillo, que por cierto no cerraba muy bien, las dos
perritas salieron a corretear por toda la casa y a meterme luego en un
brete para regresarlas a su lugar.
La cocina tenía
otra puerta al lavadero, de dos hojas, un tanto desvencijada y prácticamente
clausurada, que incluso a mi sugerencia se había reforzado con un aldabón
metálico de pasador y cadena, y además una tranca transversal de madera.
El sábado quise
asegurarme que las perritas no me repitieran el jueguito del jueves, cerrando
más la puerta; pero ya fuera porque con el talón del zapato izquierdo le di un
jalón o por la contribución del airecito que estaba haciendo, la puerta de
acceso al lavadero se cerró de golpe.
¡En la madre!
Después de auto pendejearme severamente unos segundos, decidí que iba a salir
del lío a como diera lugar. Eran pasadas las nueve de la noche. Mi diabetes me
mantenía ya a dieta y en una o dos horas podía empezarme a bajar el azúcar por
falta de alimento. Aparte de que no me convenía llamarle a algún conocido, que
tendría primero que buscar un cerrajero en sábado y a deshora, y que el
vecindario se diera cuenta; la solución de todas maneras duraría mucho más
tiempo. Aparte, ¡Peor cosa! Mi celular estaba al alcance, ¡pero en mi saco
colgado en un mueble de la sala.
La finca en el
centro de la ciudad, en zona de casonas en parte abandonadas por sus dueños,
tenía contigua sólo una ocupada, que el propietario, de quien yo no era de los
santos de su devoción, pero me guardaba respeto, tenía amurallada su casa, por
lo que pedirle auxilio, que era lo último que quería hacer, resultaba difícil y
podía perderse mucho tiempo.
Busqué
inútilmente entre los tiliches del lavadero algún duplicado de la llave. Si la
puerta a la cocina hubiera sido reforzada con la tranca de madera, ¡doblemente
en la madre! No habría esperanzas de abrirla, pero sí, si solamente tenía
puesto el aldabón metálico. Le di un fuerte empujón y se movió cosa de nada;
insistí y logré una pequeña abertura como de dos o tres centímetros y la
esperanza de que no hubiera tranca. Varios intentos después cedió un poco más,
pero mi mano izquierda ni siquiera encontraba la cadena que jalaba el pasador
del cerrojo.
Encontré el
travesaño de madera de una jaula desechada por vieja. En el primer intento de
usarla a modo de palillo chino, se deshizo en varios pedazos por lo podrido que
estaba. Encontré al cabo de varios minutos otra tablita en mejores condiciones
debajo de una caja desvencijada, y reanudé mis intentos por salir de ahí.
Para esto, el
par de perritas tan cariñosas y fiesteras conmigo antes, una vez visto que mi
objetivo era cosa poco menos que imposible, se largaron a la azotea y me
dejaron solo.
En mis rezos
suplicaba a Dios y a la Virgen de San Juan de los Lagos que me sacaran de la
bronca en que me había metido. Batallé más de dos horas, sin poder arrastrar el
pasador al punto de salida o desprendimiento. Traía ya bastante raspados los
nudillos de mi mano zurda con algunos hilitos de sangre. De repente sentí que
la cadena reculaba más espacio y ¡zas! que oigo el sonidito liberador de la
misma. Empujé una de las hojas de la destartalada puerta y ¡gran alivio! Estaba al fin en la cocina.
Un vaso con
refresco de cola y unos minutos de reposo, para normalizar la glucosa, me
facilitaron regresar a mi casa sin novedad.
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