Margarita era una vivaracha jovencita de catorce o
quince años a mediados de los años veinte del pasado siglo. Había quedado, unos
meses después de nacida, a cargo de su tío y
padrino, el señor cura del pueblo. Su madre, esposa mancillada, murió
envenenada por órdenes del cacique del lugar al continuar siendo rechazado por ésta,
después de que en un despreciable acto de violación, le había dejado a
Margarita como fruto de su vileza. El marido de la víctima, que era campesino y
mediero del patrón, tuvo que dejar el destino de la niña en manos del párroco,
su pariente más cercano, para abandonar el pueblo con su demás familia.
La muchacha había permanecido al cuidado del recto y
bien querido sacerdote, quien desde al nacer la niña, mayormente conociendo la
tragedia de su madre, le tenía especial cariño, como así mismo se lo profesó a la víctima
del malvado hombre fuerte del pueblo. Viéndole
facultades para el comercio a la jovencita, le puso un tendejón, en el que
pronto confirmó sus habilidades. Su buena presencia, trato y carácter eran
notables. Muchos jóvenes se sentían
afortunados con su amistad y no pocos aspiraban ir a terrenos más formales.
En aquellos años, el país estaba todavía muy
revuelto. Los levantamientos en armas de hombres en desacuerdo con la mala
situación prevaleciente y de otros por el simple oportunismo de riqueza y poder,
eran cosa normal. Los caciques, como siempre, seguían disputándose
encarnizadamente la explotación de un pueblo a su merced.
Entre los levantados se encontraba Jesús Penella,
hábil campesino y caballerango, de veintitantos años, a quien su gente respetaba
y quería bien. Se le tenía en la comunidad
por hombre valiente y arrojado, pero también violento e inclinado al
alcohol y a las mujeres. Su actividad le redituaba un buen número de enemigos.
Frecuentaba Jesús cada que podía, sobre todo los
domingos, la tienda de Margarita y se veía a las claras que la joven le
gustaba. La relación no iba más allá de los usuales y lacónicos saludos de la
gente del medio rústico jalisciense de entonces. La muchacha, aunque no le
disgustaba el rudo pretendiente, le guardaba
mucho respeto y ... temor. La gente conjeturaba acerca de aquella relación. El
señor cura, como buen tutor quería lo mejor para su ahijada y la trató de
disuadir. El pretendiente estaba cada día más metido en las armas y el destino
de la pareja, por lo tanto, no era nada prometedor.
Los rumores de que se la iba a robar y un beso en la
frente, hurtado un domingo ante varios testigos, fue el compromiso, tácito, de
matrimonio entre los dos jóvenes. Este hecho, junto con el rapto, era
considerado por la costumbre como signo ineludible de compromiso nupcial y al
realizarse éste, lavaba la deshonra de la consorte. En los tiempos actuales
estas cosas resultarían del todo intrascendentes y hasta increíbles para tan
serio compromiso, pero entonces era todo
lo contrario.
El matrimonio, a pesar de las condiciones
adversas y los vaticinios en contra, fue bien avenido, y en lo posible feliz.
Desafortunadamente duró poco menos de un año y medio. La joven esposa había
continuado manejando su tienda y el marido sorteando las dificultades de su
peligrosa actividad que en ningún momento dejó.
Jesús fue siempre respetuoso y responsable de
sus obligaciones conyugales, con las salvedades que le imponía su situación de
hombre fuera de la ley. De la misma manera satisfizo como mejor pudo las
necesidades de la gente que no dejó de seguirlo. Falleció en una emboscada que
le preparó el ejército, mediando la traición del capitán al mando, que era su
coterráneo y supuestamente su amigo.
Procrearon dos hijos. El primogénito, venido a
los nueve meses de sus bodas, falleció a consecuencia de una caída del
mostrador de la tienda, cuando Margarita atendía su trabajo. La niña, concebida
unos días antes del fallecimiento del padre, después de una niñez y juventud
azarosas, se dedicó a la docencia en la capital del estado y en algunas de sus
cabeceras municipales.
Margarita, ya viuda, le tocó auxiliar en agonía
a una amiga de la infancia, quien faltó al dar a luz dejando ocho huérfanos a
su esposo don José Romo, reconocido hombre de campo y de a caballo en la
región. Al quedar solo se había convertido en un atractivo partido para las
mujeres casaderas. Admiraba a Margarita desde chica, y más por las atenciones
prestadas a su esposa y a sus hijos.
En una ocasión concurrió la viuda a
regañadientes a un día de campo con otras amigas. Antes de la comida decidieron
bañarse en el estanque del lugar. Margarita se enredó en unas raíces profundas
en el fondo del agua. A los gritos de ayuda de las muchachas apareció el señor
Romo para rescatarla.
El matrimonio se celebró después de guardar los
dos años de luto tradicional por la amiga fallecida. La nueva pareja iniciaba
su destino con siete hijos, cuatro niñas y dos niños del esposo y la niña de ella. Junto con el amor y
agradecimiento a don José por haberla salvado de ahogarse, Margarita tuvo que tener también muy presente
el compromiso, hecho a su amiga en
artículo de muerte, de cuidar de su esposo
y de sus hijos.
Las jovencitas entenadas, no obstante los
esfuerzos y afanes de su madrastra, fueron siempre su quebradero de cabeza, y
no pocas sus acciones incorrectas. Lograron, empezando, que su marido convenciera
a Margarita de enviar a unos parientes lejanos a su hija del primer matrimonio,
que así jamás vivió con ella. A sus cuatro nuevas hijas, sus medias hermanas,
les hicieron mil tropelías, varias de estas realmente graves.
Aparte de vicisitudes por la tierra, como
muchas otras familias en tiempos difíciles, afrontó Margarita otros
contratiempos. A mediados de los cincuentas emigraron a Guadalajara porque la
salud de su cónyuge empeoró paulatinamente. Un despojo político como opositor
municipal lo desilusionó mucho. En la capital del estado tuvo un mal negocio
comercial, en el que sus hijas mayores más extraían que aportaban. En pocos
años falleció.
Viuda de nuevo, el personaje principal de este
relato, tuvo que sortear otros problemas para formar a su numerosa familia, integrada
principalmente por mujeres, en un medio por esto último, mucho más difícil. Al
final entre las malas artes de sus entenadas, sufrió el despojo de un terreno
que con todo derecho le había dejado sus esposo, cooperando en el acto algunos
cónyuges de éstas, y de cuyo usufructo además nunca le rindieron cuentas.
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